Domingo, 17 de noviembre de 2013 | Hoy
MUSICA › PACO DE LUCIA VOLVIO A TOCAR EN BUENOS AIRES LUEGO DE MAS DE QUINCE AÑOS
El guitarrista gaditano que alguna vez puso en tensión al género, hoy dialoga con él y lo sintetiza. Durante dos horas en las que casi no dejó de tocar, devolvió con creces su ausencia de los escenarios argentinos.
Por Santiago Giordano
Unos minutos después de la hora señalada, en la penumbra del escenario aparece Paco de Lucía y el Gran Rex estalla. El aplauso que lo recibe suena con la intensidad de un ansia destilada por más de quince años. El guitarrista gaditano saluda sin descomponer un austero gesto de satisfacción que es casi una sonrisa, se acomoda en la silla que está bajo la luz principal en el centro de la escena, cruza la pierna derecha sobre la izquierda y, solo con su guitarra, empieza a devolver su ausencia. Como quien busca lo que está seguro de encontrar, sus manos sobre el instrumento dibujan los primeros gestos de una rondeña. Va probando el aire del teatro repleto, que es puro silencio y expectativa. Sin apuro, De Lucía entra y sale de ese silencio con fraseos filosos, certeras gatilladas rítmicas, ráfagas de brío, extendidas con sabiduría sobre lo que va construyendo con su empleo prodigioso de la elasticidad del tiempo –eso que en otros lugares llaman swing–, que es pura sensualidad. Cuando termina “Mi niño el curro”, el aplauso se multiplica con la satisfacción de la certeza: De Lucía está de vuelta. Y entero.
Durante dos horas, De Lucía desplegó con encanto y sabiduría los expedientes de una manera de tocar y escuchar el flamenco que si en las últimas décadas se convirtió en mucho más que la marca identitaria de un rincón reservado del mundo, en buena medida se debe a sus inspiradas osadías. Alguna vez De Lucía puso las raíces del flamenco en tensión y en diálogo con otras músicas, abriendo un futuro casi inagotable de posibilidades para el género. Ahora es el guitarrista, de vuelta de tantas cosas, el que dialoga con el flamenco, el que pareciera encontrar su síntesis en el regreso a sus propias raíces.
Tras el inicio solitario, en “Antonia”, una bulería por soleá, se sumaron el Piraña y los cantaores, que enseguida acompañaron con palmas al guitarrista que se había ido por tientos en “El tesorillo”. La noche ponía a prueba sus asombros sin apuro, con la complicidad de un público de afecto incondicional. Sonó “Callejón del muro” y la banda ya estaba a pleno sobre el escenario. Con los beneficios de las formas abiertas, De Lucía manejó el tiempo y sus peripecias; dialogó con sus músicos, los incitó, los esperó, los persiguió, los escuchó, los exigió. Su silla estaba en el punto central de la medialuna que dibujaba el septeto sobre el escenario. Desde ahí miró y se dejó mirar. Al frente de la música o detrás, en las dos horas de concierto el guitarrista prácticamente nunca dejó de tocar.
Promediaba el show y con “Volar” se produjo uno de los momentos más intensos de la noche: Farru se levantó de la silla donde hasta ahí había estado batiendo palmas y haciendo coros y ganó el centro de la escena. Los tacos del bailaor marcaban bulerías y eran la tierra, sus manos el aire. Al oído había que ponerle mirada, si no todo se escapaba. Todos tocaban para él y él bailaba para todos. Cada gesto de uno encontraba la complicidad del otro en la comunión del escenario, donde a esa altura del concierto se consolidaba la sensación del flamenco como un rito.
“Cositas buenas” y el bellísimo “Ziryab” sostuvieron la tensión emotiva de una ceremonia que ni el aplauso del público podía desmontar. Aplauso que se multiplicó para pedir el bis que tardó en llegar, pero, como debe ser, satisfizo a muchos: “Entre dos aguas”, aquel tema-manifiesto de lo que alguna vez se llamó flamenco-fusión y hoy se describe como flamenco, a secas. Habían pasado dos horas y todos querían más. Dos horas de un concierto en el que el Tiburón de Algeciras –así lo presentó Serrano en el escenario– y sus músicos desplegaron los diversos humores del flamenco. Esa urdimbre de música, canto y danza cuyo resultado es más que la suma de las partes; tan bella cuanto difícil de describir con categorías parciales, como alegría o tristeza, dolor o goce, Oriente u Occidente.
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