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Martes, 19 de noviembre de 2013

MUSICA › PROMETEO, DE LUIGI NONO, SE ESTRENó EL SáBADO EN EL COLóN

Un hecho estético trascendente

Esta obra monumental resulta extrema en su extensión, en la demanda de atención hacia el oyente y en la complejidad de líneas que la sostienen. Fue la primera vez que llegó a un teatro de ópera y también el debut en toda América.

 Por Diego Fischerman

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PROMETEO, TRAGEDIA DE LA ESCUCHA OPERA DE LUIGI NONO CON LIBRETO DE MASSIMO CACCIARI

Coordinación artística, concepto de espacialización y dirección de la proyección sonora: André Richard.
Primer director: Baldur Brönnimann.
Segundo director: Lucas Urdampilleta.
Dirección sonora: Experimentalstudio de la Radiodifusión del Sudoeste Alemán, Friburgo (Michael Acker, Reinhold Braig y Joachim Haas).
Solistas vocales: Mercedes García Blesa, Ana Santorelli, María Florencia Machado, Verónica Canaves y Santiago Ballerini.
Recitantes: Susanna Moncayo y Hernán Iturralde.
Coro Diapasón Sur (Director: Mariano Moruja), solistas instrumentales, integrantes de la London Sinfonietta y Orquesta Nacional y Juvenil del Bicentenario.
Teatro Colón. Ciclo Colón Contemporáneo. Sábado 16 y domingo 17.

Luigi Nono, veneciano y comunista, pensó, como los venecianos, a la música en el espacio. Y, como un comunista, estableció allí una forma de discutir la relación autoritaria del sonido –y del compositor– que se establecía entre el escenario y el público en los teatros frontales. Atravesada por varias tradiciones de peso –la ópera, el espacialismo del fin del Renacimiento en Venecia, la vanguardia, tanto la política como la estética–, Prometeo, una tragedia de la escucha se presenta, casi de una manera desafiante, como “ópera”. No hay allí acción escénica alguna. La pertenencia al género se juega en un aspecto menos evidente, en todo caso. La relación (muy veneciana y muy comunista) entre sonido y representación. Para Claudio Monteverdi, en las primeras óperas que se representaron en esa ciudad-estado, el tratamiento musical de la palabra había sido una cuestión esencial. La cuestión acerca del sentido de la música y de si éste dependía del texto, como se sostuvo durante siglos, o se le imponía, como empezaron a pensar los románticos, articuló gran parte de las discusiones estéticas durante tres siglos. La Revolución Rusa y, en general, el pensamiento de izquierda, ya en el siglo XX, reactualizó el tema. En el cruce entre las gigantescas fuerzas de la historia, la abstracción, se pensaba, no podía ser otra cosa que un vicio burgués. Y, además, en el centro de las grandes crisis de la narratividad en los lenguajes artísticos, pensar una ópera en ese siglo fue, necesariamente, pensarla en relación con una herencia. Curiosamente, si el mundo de la música artística de tradición académica aparecía anquilosado, convertido en entretenimiento vacuo o en mero símbolo de status de una clase social acomodada, la ópera, quintaesencia de la reducción a la frivolidad, con sus tenores, sus decorados y sus tramas infantiles, fue –y todavía lo es– uno de los géneros más visitados por quienes crearon desde una cierta idea de modernidad o vanguardia.

Nono, desde un cierto ángulo un defensor de la abstracción, utilizó textos en muchas de sus obras más significativas. Y, desde ya, no se trataba de textos menores: Neruda, cartas de condenados a muerte en los campos de concentración o, en el caso del Prometeo, una extraordinaria mezcla preparada por él junto a Cacciari, donde Walter Benjamin dialoga con Esquilo, Friedrich Hölderlin, Eurípides, Johann Wolfgang von Goethe, Heródoto, Hesíodo, Sófocles, Píndaro y Arnold Schönberg. Su respuesta es siempre más cercana al mundo de la traducción que al de la simple traslación. Los textos en las obras de Nono no se entienden completos, se fragmentan, aparece, cada tanto, alguna palabra, o alguno de sus restos o sus sombras, que la hacen reconocible. Pero de lo que se trata es de tomar esos significados como materiales que serán trabajados en el campo de lo sonoro. Eventualmente, la traducción musical de “desaparecen, caen, los dolientes hombres ciegamente de una hora a otra como agua de peñasco”, en el sobrecogedor dúo de sopranos que tiene como texto la tercera estrofa del “Canto del destino”, de Hölderlin, será un tejido sonoro en que, más que las palabras, primará la idea de cascada, de módica vorágine, de destino inevitable.

Prometeo es una obra monumental. Extrema en su extensión, en la demanda de atención hacia el oyente, en la complejidad de líneas que la sostienen. Podría pensarse que detrás de ella no habita un sentimiento demasiado diferente al de Wagner, necesitado no sólo de crear una nueva obra sino una clase de composición que se resistiera a las viejas leyes del espectáculo. Que las pusiera en crisis. Que fundara un público y un nuevo tipo de teatro. Si Wagner creó Bayreuth como único universo posible para sus creaciones, Nono, apasionado además por la arquitectura, hizo construir, para el estreno veneciano, una suerte interior de un barco –o de vientre de ballena– en una vieja iglesia desconsagrada. El artificio no fue repetido, pero, hasta su brillante estreno americano, este sábado en el Teatro Colón la obra se había resistido a los teatros de ópera. Incluso cuando fue presentada en la temporada de la Scala, en Milán, fue fuera de sede, en una fábrica abandonada de la firma Ansaldo.

La aceptación del Colón por parte de André Richard, antiguo compañero de ruta del compositor y coordinador artístico del proyecto, podría haber sido sólo una cuestión de gusto, no exenta de cierta frivolidad: como suena maravilloso, se lo admite. Y es cierto que en una obra donde la sala, finalmente, es el instrumento, el Colón, tal como lo consignaron los responsables de esta puesta, es el mejor instrumento imaginable. Pero hay algo aún más importante. De una manera que tal vez Nono no hubiera previsto, la tensión entre su obra y una sala como la del Colón pone en escena, de manera inevitable, un sentido político profundo. Dirigidos de manera impecable por Brönnimann y Urdampilleta, los solistas y los diferentes grupos de instrumentistas y cantantes tuvieron, en esta presentación argentina, una actuación destacadísima. Y sin duda fue un acierto –Brönnimann destaca que ésta fue una manera de ser fieles a la filosofía de Nono– la amalgama entre músicos de la London Sinfomietta, importantes intérpretes argentinos y, también, una orquesta juvenil. Juntos los que podían enseñar y los que deseaban aprender produjeron un hecho estético de singular trascendencia.

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Imagen: Rafael Yohai
 
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