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Sábado, 15 de febrero de 2014

MUSICA › JUANA MOLINA PRESENTARA HOY WED 21 EN CIUDAD KONEX

“Quise salir de ese lugar que ya conocía y que manejo bien”

Para su nuevo álbum, la cantante cambió la guitarra acústica por una Gibson SG, pero con la premisa de no caer en los lugares comunes a los que lleva ese instrumento. “Aparecieron otras verdades secundarias de la eléctrica, que son las que adopté”, explica.

 Por Julia González

Juana Molina está de entrecasa. Posa para una sesión de fotos sin otra producción que la de su pelo así como está, salvaje, adornando su cara imperturbable. Parece despojada de las cosas que a cualquier estrella de la industria musical podrían preocuparle. Tal vez por eso sus movimientos emanan cierta aura, como un estado meditativo que se refleja luego en su música. Se sienta en una silla bajo un árbol de flores blancas que perfuman el jardín y se tapa un poco con las ramas que caen. Deja al desnudo la eternidad de ese mundo interior cuyo misterio la circunda desde el momento en que abandonó la televisión, entrados los ’90. Se para con diligencia, aunque con la dificultad que le confiere un pie esguinzado, y busca sus anteojos. De inmediato pide ver la pantalla de la cámara de fotos. No le convence ninguna. “Debe ser terrible verte la cara todo el tiempo”, comenta resignado Federico Mayol, el padre de la hija que tienen en común, artista visual y escritor.

El silencio que a simple vista emana de la figura de Molina es la aparente quietud de su mente. Y no se trata de suposiciones caprichosas de esta cronista, ya que la misma cantante hablará del estado meditativo en el cual se imbuye para componer, muchas veces comparable a un mantra. Y entonces llega esa nota pedal que la obsesiona. Graba una voz, una melodía que se vuelve un coro, y lo repite las veces que sea necesario hasta lograr un sonido que desdibuja la estructura. La canción se deforma e irrumpe en la atmósfera sonora otra cosa difícil de conjeturar o encasillar. No es lo que se dice lisa y llanamente una canción. Lo que surge está fuera de los límites musicales de Occidente. Y esto es lo mismo que llamó la atención de la cantante, compiladora y poeta Leda Valladares, quien una tarde la citó en su casa para conversar, maravillada por esa inexistencia de estructuras. “Ella llegó a esa conclusión y dijo: ‘Claro, yo canto para decir y vos decís para cantar’”, cuenta Molina. Y dice que las palabras de Valladares fueron una revelación. Más adelante quiso adecuar la melodía a alguna letra previamente escrita, pero no hubo caso.

El reciente Wed 21 –que presentará hoy a las 21 en Ciudad Cultural Konex, Sarmiento 3131– es producto de una sexta “lechigada”, tal como llama a la cría de temas que integran el disco. Lleva marcada a fuego esa impresión tan Juana Molina: la nota pedal, el sonido prolongado sobre el cual se suceden distintos acordes. “Es un momento completamente libre, porque la única manera en que yo acepte el estado de ánimo ideal para grabar es cuando no hay pensamiento alguno. Me doy cuenta, muchas veces leyendo cosas acerca del budismo y del zen, de que es un momento bastante zen, porque no hay pasado ni futuro: estoy completamente ahí”, dice. Y aunque advierte que lo dijo mil veces, lo repite, porque la persigue esa sensación de ser guía y turista al mismo tiempo cuando toca algún un instrumento. O cuando canta. Simultáneamente, Molina se reconoce como las dos caras de la misma moneda; y, por lo tanto, un todo que completa ese instante. “Es realmente un momento de presencia absoluta. Y eso no puede ser más que libertad, porque cuando no hay pensamiento sos libre. Si vos pensás mucho, te encerrás”, afirma.

Tras haber editado cinco discos entre 1996 y 2008, vivido en Los Angeles y haber triunfado en Japón, la hija de la actriz Chunchuna Villafañe y el tanguero Horacio Molina decide moverse del lugar de comodidad. La receta conocida ya no estimulaba a la reina de los pedales y, convencida de que había encontrado su estilo, buscó la sorpresa del descubrimiento. Empezó por comprar una guitarra eléctrica para desandar la fórmula que la había llevado a crear sus cinco discos anteriores. “Estaba buscando una Fender Stratocaster vieja que me gustara tanto como una que me habían prestado, pero no encontré”, recuerda la cantante. “Después de buscar, finalmente se me cruzó una Gibson SG de 1966, que no sé qué tiene en particular, pero ese día yo supe que era ésa. Y un amplificador, porque yo había tocado toda la vida guitarra eléctrica; no toda la vida, pero muchos años antes de hacer el programa. Estudiaba jazz, el sonido era otro. Buscaba la redondez del sonido, la perfección, que no hubiera trasteo, que todas las notas se oyeran, tener lo que se llama ‘buen sonido’. Entonces tocaba mucho y cuando había una nota que no sonaba bien, practicaba eso. Me molestaba el mal sonido; todo entre comillas, porque son ideas que se toman de una manera y se decide ‘esto es bueno y esto es malo’, pero no creo que sea así. Quería tener una guitarra eléctrica y relacionarme con el amplificador, ver qué pasaba con el tema de los volúmenes, tocar fuerte. Y entonces me di cuenta de la importancia que cobraba el instrumento. Creo que los instrumentos dependen de uno. Pero uno depende absolutamente de los instrumentos. Entonces, lo primero que te sale con el volumen, la guitarra eléctrica, el sonido, un poco de distorsión y qué sé yo, es “Humo sobre el agua”...

–¡Deep Purple!

–(Se ríe.) Es como que te sale solo. Entonces entendí. Hicieron “Humo sobre el agua” porque enchufaron una guitarra eléctrica a un amplificador, nunca les hubiera salido con una criolla. Jamás. Y de eso tengo la certeza y apostaría la cabeza a que es así. Entonces lo más difícil fue no caer en esos lugares comunes.

–Sobre todo con una Gibson SG que es, culturalmente, una de las guitarras rockeras por excelencia.

–Y más una Gibson, claro, que te lleva. Me di cuenta de eso, que todos esos riffs que salen, te los está dando servidos el sistema musical. Lo más difícil fue no hacer todo eso. Te dan ganas, te resulta natural, apropiado, suena bien, es como una cosa que ya está instalada. Y ahí investigué, forzándome a tocar otra cosa que no me saliera tan directamente, hasta que de golpe aparecían otras verdades secundarias de la guitarra eléctrica, que son las que adopté. En base a eso fui, de a poco, descubriendo. La idea era salirme de ese lugar que ya conocía y que manejo bien, con el riesgo de no saber si lo que estoy haciendo está bien o mal, y con la característica de tener que encontrar mi estilo dentro de esos instrumentos nuevos.

–¿Es obstinada al momento de buscar una melodía?

–Las melodías en general vienen de una. Muchas veces me pasa que la melodía no me gusta y no se me ocurre otra. Puedo disfrazarla, puedo cambiar algunas notas, pero la identidad de la melodía queda plasmada aunque yo no quiera. Me da mucha bronca cuando me pasa eso, porque a veces me encanta la base, me encanta todo, y la cago con la melodía, porque me parece vulgar o trivial, o simplemente fea. Me cuesta deshacerme, porque es como si le perteneciera a la canción. Así es como muchos temas quedan abandonados.

–En su canción “Ay, no se ofendan”, las sobregrabaciones de voces o loops van formando un sonido que parece una campanada. Ahora bien, esa libertad de interpretación en quien escucha su música, ¿se da también en usted al momento de crear?

–No hay loops.

–Entonces son voces sobregrabadas...

–Sí, son voces. Esa es la gracia para mí. Después hago loops en vivo porque no me queda otra, ya son muchas cosas, y resuelvo lo que hago en el disco loopeándolo en vivo. Pero en el disco justamente es lo que me divierte, aunque lo tenga que cantar cien veces. ¡Me gusta cantarlo cien veces! Porque van a parecer iguales, pero no lo son; siempre hay algo: la afinación o se te corre algo sobre la marca... Es la diferencia entre comer y haber comido. A mí me gusta comer, sentir el gusto a cada mordisco.

–¿De dónde le vino la idea de usar pedales de loop?

–Para hacer las canciones de Segundo me hacían falta diez músicos. Empecé a tocar ese disco con playbacks, con partes grabadas, y al tercer show no daba más de aburrimiento. Esa cosa regía el tiempo, el ánimo, la intención, era de vidas pasadas. Eran cosas que había grabado hacía cuatro años y me adormecía, quedaba en un estado zombi. No me sirvió, lo eliminé. Después me quedé sólo con algunas secuencias del teclado, que si bien no era lo mismo, me imponían un tempo. Entonces pensé que para hacer eso necesitaba un montón de músicos. Qué genial sería que hubiera una máquina en la que yo apriete algo, grabe, y después siga sonando. Y no existía. Existían los delays, que hacían algo similar, pero tenías que poner el tiempo del delay previamente. Entonces estuve un par de años y, cada vez que viajaba, preguntaba si no existía algo así. O sea, ya necesitaba otra herramienta, no es que la herramienta me dio ideas. Y un día fui y existía, ya la habían hecho. Fue inmediato el uso que le di, porque ya sabía lo que quería. Después descubrí cosas nuevas. Inmediatamente me compré otra y durante muchísimos años, hasta el año pasado, tocaba con dos looperas que no estaban sincronizadas entre sí, era una cosa medio a los ponchazos.

–El tema “Un día” parece ser la historia de su vida antes de hacer música, en el que canta: “Un día voy a ser otra distinta, voy a hacer cosas que no hice jamás. No va a importarme lo que otros me digan, ni va a importarme si resultará”. En aquel pasado, mientras hacía televisión, ¿imaginaba este presente?

–Imaginaba este presente desde que tengo 5 años. No éste, pero un presente musical. Por razones que no puedo explicarme, pero sí lamentar, no pude hacerlo antes. Si hubiera empezado a hacer música desde los 8 años, habría sido feliz. Pero no podía hacerlo, había una enorme timidez e incapacidad total de cantar delante de otros que se extendió muchos años. Estoy lista para esto desde hace mucho. Lista mentalmente, porque evidentemente no estaba lista un pito.

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“Quería tener una guitarra eléctrica y relacionarme con el amplificador, ver qué pasaba con el tema de los volúmenes, tocar fuerte”, cuenta Molina.
 
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