Sábado, 12 de abril de 2014 | Hoy
MUSICA › ENTREVISTA A GUILLERMO BONETTO, CANTANTE DE LOS CAFRES
A punto de subirse por segundo día consecutivo al escenario del Teatro Opera, donde junto a la banda presenta el disco 25 años en la música, el vocalista repasa buena parte de su trayecto y reflexiona sobre la fama, la religión y la popularidad del reggae.
Por Juan Ignacio Provéndola
A cuatro cuadras de Puente Saavedra, del lado de Vicente López, la calle es un caldero. Desde arriba, seguramente uno vería algo así como una ameba gigante que se mueve narcotizada de acá para allá, como si fuera una gelatina rebotando en una fuente. Unos corren desesperados para tomarse alguna de entre las decenas de líneas de colectivos que unen la zona norte del conurbano con Buenos Aires. Otros corren desesperados para subirse al tren que los lleva a Retiro. Algunos corren desesperados a jugar en una agencia hípica antes de que cierren las apuestas. Y los que no corren, igual viven como desesperados una quietud que en cualquier momento llegará a su fin, justo cuando el vértigo cotidiano los empuje a ser parte de alguno de los grupos precitados. Así es la vida sobre la avenida Maipú en horario laboral de un día cualquiera de la semana. Salvo en el bunker de Los Cafres, al fondo de un salón de fiestas, donde un camino zigzagueante penetra en un amplio jardín verde antes de conducir a la sala de ensayos.
En ese ámbito surrealista, Guillermo Bonetto comanda las acciones del grupo desde una notebook en la que tiene anotados todos los trucos que tienen preparados para su histórica doble presentación (ayer y esta noche) en el Teatro Opera. Medleys, reversiones, sets acústicos y rescates emotivos conviven en una lista de cuarenta canciones, que finalmente será reducida a treinta o algo así. “Me gusta hacerme cargo de muchas cosas... de las que después no me hago cargo. No me la banco, básicamente. Ese es el gran problema de mi vida. ¡Es que la vida te quema! Y la muerte, ni hablar”, declama Bonetto, mientras acomoda en su bolsillo unos sobres con té de jengibre que acaban de regalarle, junto con un paquetito que parece una Biblia. “Es una libreta”, aclara. “Siempre tengo una encima. Escribo prosa y poesía, aunque esta última palabra me cuesta asumirla, porque les tengo mucho respeto a los poetas. Escribo poemas a mi nivel, que no son otra cosa que canciones. Alguna vez pensé en publicarlos, pero el que debería hacerlo es Claudio (Illobre, tecladista, letrista y cofundador de Los Cafres). El lo hace mucho mejor que yo. Es un auténtico poeta y creo que inventó una forma de escribir. Cuando uno quiere decir algo sentido y no encuentra las palabras tiene que buscar otra manera de expresarlo. Yo soy muy eufórico para escribir y me lanzo cuando algo me pone muy feliz, me apasiona o me duele. Los dolores son buenos motores para escribir, porque en la escritura uno realiza una descarga.”
–Le encanta escribir, aunque en una época confesó que le molestaba oírse cantar...
–Sí, pero ya no, salvo que lo haga muy mal. Ahora me conozco y puedo disfrutarme, aunque antes lo padecía. Además, ¡cantaba mucho peor! Hay cosas que las sacaría de circulación, lástima que es imposible. Ojo, me molestaba escucharme, pero me encantaba cantar. Aprendí a vivir con eso, porque los errores son parte del aprendizaje y blablabla...
–¿Sigue dibujando y pintando, además?
–El dibujo fue mi primer contacto con el arte y más de grande me largué a pintar. También trabajé haciendo retratos. Y en Canadá hice remeras que vendía en la calle. Viví dos años en Toronto, entre 1989 y 1991. Al principio quería ir a Australia, porque me dijeron que en una época te recibían súper bien. Lástima que cuando quise ir yo, por poco te sacaban cagando de la embajada. Así que cambié el rumbo, porque en Canadá podías quedarte si no matabas a nadie ni te mandabas cagadas. Hice de todo: lavé platos, trabajé en telemarketer y después empecé a dibujar. Sobrevivía, básicamente. Al poco tiempo cayó Claudio Illobre y empezamos a componer bocha de cosas para Los Cafres, grabando en un portaestudios. Pero el dibujo fue un refugio para mí. Eran mis alas.
–Hablando de alas, volar y trascender: ¿le pega el lado espiritual del reggae o con el tiempo va prescindiendo de esos dogmas para quedarse sólo con la música?
–Uno de los motivos por los que me gusta el reggae es por la filosofía que tiene implícita su música. No así sus dogmas, a los cuales detesto, en general. Todos los dogmas tienen algo de cierto, pero me provoca rechazo que me impongan como obligación algo que en realidad debería ser una bendición. Si los Diez Mandamientos fueran en realidad Diez Consejos, serían increíbles, porque es como si tu viejo o un amigo te estuviera bajando una data para que vos la uses a tu manera. Pero que te impongan cosas tales como que nacés con el pecado original y toda esa mierda, me parece una aberración total para la humanidad. Por suerte, ahora tenemos un papa moderno que está aggiornando al catolicismo acerca del concepto de amor real, que no tiene que ver con el del poder de la Iglesia. ¡Pobre Jesús! Quiso hacer las cosas bien y después vinieron todos estos ladrones a vivir a costillas de él. El se la jugó, lo crucificaron y todavía le duelen los clavos. Aunque no hablemos mucho sobre esto en la intimidad de la banda, todos tenemos una mirada bastante parecida. Somos personas mundanas que vivimos en este sistema, que tiene muchas falencias, está enfermo y es incompleto. Hay gente muy sorete que desea y provoca el mal de muchos otros, sólo para poder seguir nadando en riquezas que nunca podrán gastar ni disfrutar. La música te obliga a darle un espacio importante a lo espiritual, porque tiene una lógica matemática en su composición y en su ejecución, pero lo que hace que despierte pasiones y sentimientos es algo que nadie puede explicar. Esa es la parte sagrada. Aunque, más que adorar a un dios en especial, adoramos la vida.
Las citas en el Opera, ambas con entradas agotadas hace tiempo, fueron anunciadas con motivo de la presentación de 25 años en la música, un ambicioso disco triple que repasa toda la carrera del grupo en distintas versiones. El trabajo fue grabado durante ocho días en los viejos estudios Circo Beat y en la sala La Usina del Arte de La Boca, con catorce cámaras de alta definición y un equipo técnico de cuarenta personas. Hay reggae roots, lovers y verba planfletaria, la inclusión de los fundadores Adrián Canedo y Robba Razul para tocar el hasta ese entonces inédito “El mighty”, una sección de vientos, un cuarteto de cuerdas, el aporte de coristas y la participación de dos bailarinas que remiten a las danzas nepalesas de los Himalayas. “La elección de un lugar tan poco frecuente para nosotros, como lo es un teatro, tiene que ver con las necesidades de la puesta de este disco que presentamos”, sostiene Bonetto. Al cantante cafre ese tipo de salas le provoca sentimientos encontrados: “Imponen una serie de condiciones tales como que la gente esté sentada, algo que no me gusta mucho, pero también tiene su lado bueno... ¡como la posibilidad de sentarse!”.
Un inesperado éxito masivo les llegó a Los Cafres en 2004 con el disco ¿Quién da más?, a caballo de la canción “Si el amor se cae”. Desde entonces, siguieron con su estilo, aunque siempre con un hit bajo el brazo: “Bastará” (Barrilete, 2007) o “Casi que me pierdo” (El paso gigante, 2011) son dos ejemplos indiscutibles. Otra pauta del crecimiento abrupto del grupo la dan sus dos primeros trabajos en vivo, uno a cada lado de la línea del éxito. El primero, en 2003, lo hicieron en Hangar, una extinta sala de Liniers. Tres años después, ya populares, trasladaron la experiencia al mítico Luna Park, con cuatro veces más capacidad que el anterior recinto. “Hoy, tal vez nos convenga más tocar en el Opera, que es más chico, que en el Luna. Pero las etapas son muy fluctuantes. De golpe metés un hit y te empieza a seguir un montón de gente que no sabés de dónde salió”, apunta la voz cantante de Los Cafres.
–Los Cafres llegan a la calle Corrientes, algo a lo que pudieron aspirar recién al cabo de mucho tiempo. ¿Cómo fue eso de alcanzar la masividad de grandes?
–Nosotros nos mudamos a un lugar donde no había nada y de golpe el tren pasó por la puerta de nuestras casas. ¡Llegó a Cafretown! Empezaron a reconocernos cosas que veníamos haciendo desde hacía mucho y que nosotros ya dábamos por imperceptibles. Después de sacar en 2004 ¿Quién da más?, el disco que nos llevó a la popularidad, hicimos un Luna Park y dos Obras en el mismo año. Debutamos en Obras recién a los diecisiete años de carrera. ¡Menos mal que nos tocó hacerlo vivos y jóvenes! Ya habíamos apagado la luz, estábamos cerrando... y de golpe entró un cliente y nos pusimos a trabajar. Fue muy así todo ese proceso.
–¿Y cómo afectó en su vida personal el hecho de salir del ghetto y convertirse en una especie de celebridad a la que toda la gente le reclama fotos y autógrafos?
–Hay que aprender a lidiar con esas cosas que son incómodas. Es molesto que cierta gente se olvide de tus derechos, porque hay personas que quieren una foto a toda costa pero a lo mejor ni siquiera conocen tu música. Y capaz que estoy comiendo... ¿No te das cuenta de que se me están enfriando los ravioles mientras vos me asediás con la camarita? ¿No te importo una mierda como persona? Es una muestra del mundo miserable en el que vivimos. Como los videos en vivo de Amy Winehouse, donde la mina está borracha, muriéndose, casi que pidiendo ayuda, pero a la gente sólo le interesaba que cante para ella. ¿Cómo puede ser que nadie haya reaccionado? La masividad genera también una sensación de soledad y de abandono. Tengo respeto por la gente y me recopo, me gusta investigar la vida y conocer personas. Mantengo la curiosidad del niño que llevo adentro, lo cual también me refresca y me ayuda a escribir. Y si la gente es amable, me derrito. Pero no doy nada que no tenga. Como los que te piden que los hagas pasar a un show y te tildan de careta porque no los podés ayudar. ¿Quién mierda te creés que sos para acusarme de semejante cosa? Si me faltan el respeto, se los hago saber. Soy bien cabrón en ese sentido.
–¿Coincide con la teoría que indica que la base social del reggae argentino sale de las clases más acomodadas?
–Es cierto, aunque sólo en el comienzo. Estoy hablando de la época en la que Bob Marley aún estaba vivo. Gente que tenía acceso a viajes y andaba por Europa, Estados Unidos, Jamaica o incluso Brasil, donde hubo una cultura reggae muy fuerte. Ellos traían discos de tipos que hacían reggae con traje y pelo corto, ése es el nivel de rareza y fanatismo que se manejaba. También se coló mucho por el palo de surf, porque esa gente viajaba por el mundo y tiene su poder adquisitivo. Por eso Los Pericos pegaron mucho en ese público cuando empezaron. Lo que no creo es que haya sido el público que hizo crecer al reggae. Esa fue la gente del Gran Buenos Aires, que es la que se ve identificada con el mensaje, la que siente que les estamos hablando a ellos en temas como “A pesar”. La gente más sencilla y pura es la que entiende el reggae. Y no hablo de chetos o de pobres, aunque los de bajos recursos suelen están más cerca de las cosas naturales y ciertas. Lo notás mucho en el interior, en el campo, en la villa o en un barrio común y corriente, donde hay personas que están más en contacto con ciertas actitudes de hospitalidad. Los que fuimos criados en departamentos somos más fríos. En un edificio uno ve al vecino con mirada acusatoria, tildándolo de posible sospechoso. “Ah, ése debe ser el que grita” o “el de allá es el que tiene el perro que rompe las bolas todas las noches”.
–La historia del grupo revela que se conocieron en Parque Rivadavia, un emblema de otra era. ¿Cuáles serían los lugares de búsqueda de las generaciones actuales?
–Yo no iba al Parque Rivadavia, ésa la hicieron Adrián Canedo y Robba Razul. ¿Dónde leíste que fue así? ¡No hizo bien los deberes, señor periodista! El que va es mi hijo, no sé si te sirve ese dato. Tiene un amigo que vive de eso, comprando y vendiendo cosas. Es un pendejo, tiene 15 años, y mi hijo lo acompaña. Evidentemente, esa cultura del trueque aún no ha muerto, aunque no sé si perdura la de la búsqueda, que era la que curtíamos nosotros. Primero tenías que tener la suerte increíble de encontrar un tipo de música que te gustara, que tal vez no era la que te imponían las radios. En mi caso fue el reggae, y antes de eso el punk o el hardcore, onda GBH, The Exploited, The Damned, también Sex Pistols y The Clash. Uno tenía esa energía que brotaba de adentro, como el hambre o la sed, y dedicaba parte de su libido a la búsqueda. Parque Rivadavia era uno de los lugares, aunque yo me movía más por cuevas, viendo donde me cobraban más barato la copia en cassette, porque ni en pedo podía pagar un vinilo de ésos, que eran importados. Esa onda la desconocen los chicos de hoy, porque les sucede lo contrario: hay tanto que no saben cómo buscar. ¿Te gusta el reggae? ¿De qué país querés? ¿De Jamaica o de Ucrania? En vez de disfrutarlo, terminás agobiado. Además, sucede otra cosa: antes, vos comprabas un disco y te leías absolutamente todo. Ahora te descargás un mp3 y de pedo te dice en qué año se grabó, si es que el tipo que lo escribió puso la data correcta.
–¿El disco Classics Lovers Covers fue una forma de reconocer esa búsqueda que ustedes hicieron en sus comienzos?
–Nos abrió mucho la cabeza el hecho de hacer versiones de temas que nada tenían que ver con el reggae. Por ejemplo, tener que sacar “Rock with you”, de Michael Jackson, que es una orquestación de Quincy Jones, un enfermo que pone el bajo en un tono y otros instrumentos en otros, con acordes en novena menor, y blablabla. O al revés: sacar temas como “Woman” y, al pasarlos al reggae, ver que no son muy diferentes a lo que componemos nosotros. Son cosas que nos hicieron sentir cerca de música que veíamos lejana, y eso significó un gran aprendizaje. La música es un mundo rico, para aprender, para meterse. Y también para conectarse. Nos gusta resaltar las cosas en su sacralización completa. Los temas inocentes no van con nosotros. Pueden serlo desde lo naïf, pero a la vez encierran una segunda lectura que es bastante profunda. Siempre tomo como ejemplo la canción “Imposible”, que en su estribillo dice “Tuve que acariciarte”. No hay nada más estúpido que esa frase, pero habla también de una epifanía infinita, que puede significar que vos tengas una oportunidad con la pareja con la que estás, en contraposición a que esa relación se pueda terminar. Se trata de rescatar la fortuna enorme de poder estar con alguien a quien amás y que te ama. Que durmió con vos y que está ahí, la mirás y decís: “¡Por Dios, qué hermosa! ¡Tengo que acariciarla!”. Es esa foto que mirás y te hace disfrutar del momento, antes de que todo se acabe y vuelvas a patear tachos por la vida.
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