Sáb 02.08.2014
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MUSICA › BARENBOIM, ARGERICH Y LA ORQUESTA WEST-EASTERN DIVAN

La música como una manera de enseñar a escuchar al otro

La magnífica orquesta sinfónica que dirige el argentino Daniel Barenboim, integrada por músicos israelíes y palestinos, comienza mañana una serie de conciertos extraordinarios, que incluirá también la presencia estelar de Martha Argerich.

› Por Diego Fischerman

“Cuando vivía en Israel quería la paz, por supuesto. Me parecía mal la guerra pero, al mismo tiempo, pensaba que los árabes debían estar en un lado y los israelíes en otro. Y en lo posible, lejos. En realidad, creo que nunca había conocido a ningún árabe de cerca”, contaba una de las jóvenes integrantes de la Orquesta West-Eastern Divan, durante su primera visita a la Argentina. Era una anécdota. Pequeña. Incomparable con las cifras infinitas con las que la historia mide sus horrores. Y ella seguía contando: “Cuando entré en la orquesta, mi compañero, el otro oboísta, era palestino. Y antes de darme cuenta de lo que pasaba, charlábamos durante horas. Hoy es mi mejor amigo. Ambos vivimos en Alemania, donde estamos becados, y él alquila un departamento junto con tres israelíes”. En esa misma presentación, Mariam Said, viuda del filósofo Edward, gestor intelectual de la orquesta, junto a Daniel Barenboim, dijo: “No pretendemos solucionar los problemas de la humanidad. No podríamos. Pero hay cosas que podemos hacer y las hacemos”.

La West-Eastern Divan, que toma su nombre de una colección de poemas realizada por Wolfgang Goethe, es por lo menos dos cosas: un gran organismo musical, capaz de lograr versiones extraordinarias del repertorio más exigente, y un gigantesco proyecto humanista. “Esta orquesta no es un proyecto político”, dice, taxativo, Barenboim. “Me preguntan cómo puede no ser político algo que implica que estén juntos israelíes, jordanos, sirios, egipcios, turcos. Y es que la política es el arte del compromiso y, también, la música es el arte de todo menos el compromiso. Se dice, muchas veces, que ésta es una orquesta para la paz. No es así. Para la paz se necesitan otras cosas: justicia, estrategias y comprensión. Esta orquesta es un modelo alternativo. Y pone en escena la pregunta de por qué quienes son supuestos enemigos pueden funcionar juntos en una orquesta y no en la vida cotidiana. Y la respuesta es sencilla. Ante una partitura de Beethoven, y digo Beethoven solamente porque es la música que haremos aquí, todos somos iguales. Nadie pregunta nuestra cédula de identidad y todos tenemos los mismos derechos y posibilidades, lo que, lamentablemente, no sucede en nuestra región, donde hay territorios que están ocupados desde hace casi cincuenta años. Por supuesto, siempre que hay un conflicto las culpas están repartidas. Pero, en este caso, hay una responsabilidad mayor de unos que de los otros, en tanto unos ocupan los territorios de otros. Una orquesta no puede solucionar eso. Eso se soluciona de otras maneras.”

Nació en Buenos Aires pero se fue del país muy pequeño. Se educó en Europa. Es ciudadano israelí y siente como su hogar a Alemania –y, por cierto, su herencia filosófica y estética es el territorio que él reconoce como propio—. Y, sin embargo, lejos de cualquier declaración demagógica, dice sentirse cada vez más cerca de su ciudad natal. “Los olores”, dice. Pero, sobre todo, esa tradición de sociedad abierta –mucho más que la mayoría de las del mundo, en las décadas de 1940 y 1950–, plural y caracterizada por una vida cultural sumamente activa, de la que, a pesar de la distancia, sigue considerándose parte. “La Argentina creció, en gran medida, gracias a los inmigrantes que vinieron desde principios del siglo XX”, dijo recién llegado a esta ciudad. “Fue una inmigración económica y no política. Los inmigrantes que vienen por su propia voluntad, aunque sea por algo tan material como la economía, tienen otra actitud hacia el país, y la población lo mira de forma diferente que a aquel que viene en busca de refugio. Ese factor dio la posibilidad de una convivencia entre múltiples identidades, sin ningún problema. Y eso, sin duda, marcó mi vida y mi pensamiento.” Tal vez sea por eso que, cada vez que regresa, lejos de limitarse a dar un par de conciertos geniales, provoca acontecimientos capaces de trascender ampliamente lo puramente musical (si es que lo puramente musical existe). En medio de la crisis posterior a diciembre de 2001 transformó lo que originariamente se había planeado como dos presentaciones en una integral de las 32 sonatas para piano de Beethoven. En un concierto gratuito, al mediodía, aprovechó para estrenar en el país una obra de Pierre Boulez, Dérives, y de paso brindar una notable clase de análisis musical en tiempo real, explicando algunos de los principios constructivos de la obra. Dirigió Aída y el Requiem de Verdi, al frente de los organismos musicales de La Scala, en el Colón recién reabierto después del proceso de refacción. Hizo Beethoven en el Luna Park y tango en la 9 de Julio. Y, esta vez, en una serie de actuaciones que comenzará mañana, el conjunto no será menos espectacular. Porque, además, habrá una coprotagonista excepcional, la genial Martha Argerich. Rara avis entre las aves más raras, la pianista más importante de los últimos cincuenta años, la única que le impuso sus condiciones a un mercado cuyas reglas nunca compartió y, tal vez, la más trascendente de la historia después de Clara Wieck Schumann, vuelve, también, a su ciudad natal, para ser parte de la Vorágine Barenboim. Después de una prolongada ausencia de trece años, que culminó en 1999 con una serie de conciertos memorables, y de un festival que organizó en Buenos Aires y que la hizo figura habitual, pero que terminó abruptamente cuando una medida gremial –y un planteo realizado de manera por lo menos descortés– le impidió ensayar junto a otros músicos en el escenario del Colón, regresa ahora para ser solista en uno de los conciertos de la West-Eastern Divan, para realizar una actuación a cuatro manos con Barenboim –en la que tocarán la transcripción realizada por Igor Stravinsky de su Consagración de la primavera– y para participar de un programa en el que también estará el grupo Les Luthiers.

Entre las presentaciones de Barenboim y la orquesta programadas por el Teatro Colón, una, el próximo lunes, estará dedicada a fragmentos de la ópera Tristán e Isolda, de Richard Wagner: el segundo acto, más el preludio y “Muerte de amor” (con nuevas funciones el miércoles 6, el sábado 10 y el martes 12). Mañana, a las 17, la West-Eastern actuará con Argerich como solista y el martes 5 se presentarán Argerich y Barenboim a dúo. El sábado 9 se les sumará Les Luthiers para hacer La historia del soldado, de Stravinsky, y El carnaval de los animales, de Camille Saint-Saëns. El domingo 10, a las 11 de la mañana, Barenboim y la orquesta que creó en 1999 darán un concierto gratuito en Puente Alsina. Y, además, el lunes 11 y el miércoles 13 realizarán dos presentaciones para el Mozarteum Argentino, una institución que mucho tuvo que ver con la sostenida presencia del músico en la Argentina –esta es la décima de sus temporadas en la que participa– y a la que Barenboim guarda un reconocimiento muy especial, particularizado asimismo en la figura de Jeanette Arata de Erize, motor del Mozarteum hasta su fallecimiento, el 8 de agosto del año pasado.

“La música enseña a escuchar al otro y, en un conflicto en que todos tienen razones para sostener la posición que sostienen, es indispensable poder reconocer que la postura del otro también es racional. Y es fundamental aceptar, también, que ese conflicto no puede tener una solución armada. Es decir, que cualquier supuesta solución de esa índole simplemente no solucionará nada”, decía Barenboim a Página/12. “Las dictaduras no dejan pensar. Por eso la gente, para pelear contra ellas y para defenderse, piensa. En las democracias se puede pensar. Es fácil. Y por eso se deja de hacerlo. Se pregunta cómo es posible que si todos dicen querer la paz, la paz no sea posible. Y es que antes de otras cosas, hay que pensar. Si no se piensa, la paz no es posible”, reflexiona. Para él, por otra parte, la educación musical es fundamental (“lo que se aprende haciendo música en conjunto no se puede aprender de otra manera”, afirma) pero, también, la formación del público. La crisis de la industria discográfica, o la de teatros tan ricos como el Met neoyorquino, que maneja el mayor presupuesto mundial dedicado a la representación de óperas y que acaba de anunciar el proyecto de disminución de los salarios de sus empleados para paliar las pérdidas económicas de sus últimas temporadas, no sería posible, opina el músico, si el arte, y en particular la música artística de tradición académica, no estuviera cada vez más divorciado de lo cotidiano.

Una foto temprana, publicada en la primera edición de su libro de memorias (o de reflexiones acerca de su vida con la música), muestra a Barenboim parado junto al piano, de pantalones cortos, con apenas siete u ocho años, pero con una expresión de extrema seriedad y concentración. La expresión no ha cambiado demasiado y el músico bromea. “Era un niño prodigio; sólo he dejado de ser prodigio.” Recordando esos comienzos, contaba: “En uno de los primeros conciertos en que dirigí a un solista, tendría 23 o 24 años, y me tocó dirigir a Rubinstein. Yo, que en ese entonces creía que sabía, le pregunté ‘¿A qué tiempo quiere que tome los tu-tti?’. ‘Al tempo giusto’, me contestó. ‘Trataré de seguirlo siempre’, dije entonces. ‘No lo haga’, me respondió él. ‘Si me sigue va a estar siempre detrás mío, y tenemos que estar juntos’”. Desde ese momento hasta la actualidad ha pasado mucho. Tanto como pianista como en el papel de director de orquesta ha impuesto su sello a cada una de las actividades que llevó adelante y cada uno de los organismos que condujo, empezando por la Sinfónica de Chicago o el Festival de Bayreuth. Es, sin duda, una de las estrellas del mundo de la música clásica y, no obstante, pocos se parecen menos que él a lo que el mercado espera de una estrella. Grabó siempre lo que le interesó, más allá de lo que las compañías discográficas pudieran preferir, y armó sus programas siempre como le vino en gana. “Mi padre me enseñó que la independencia es lo más importante, mucho más que la fama o el dinero”, reflexiona. “A veces digo que sé hacer muchas cosas, pero nunca aprendí a nadar. Un buen nadador busca siempre la corriente a la que acomodarse. Por eso no nado. Nunca pude y nunca quise acomodarme a las corrientes, así que voy en contra de ellas.”

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