Mar 20.01.2015
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MUSICA › RECITAL DE FOO FIGHTERS EN EL ESTADIO CIUDAD DE LA PLATA

Feliz ejercicio de exageración

El sexteto de Seattle, liderado por Dave Grohl, aportó durante tres horas distorsión, tempos rápidos pero no tanto, estribillos y épica rockera. Pero, fundamentalmente, entregó canciones. Todos sus hits, además de versiones de temas como “Detroit Rock City” y “Miss You”.

› Por Mario Yannoulas

FOO FIGHTERS
9
Lugar: Domingo 18 de enero, Estadio Ciudad de La Plata.
Músicos: Dave Grohl (voz y guitarra), Nate Mendel (bajo), Pat Smear (guitarra), Chris Shiflett (guitarra), Taylor Hawkins (batería y voz), Rami Jaffee (teclados y acordeón).
Público: 30 mil personas.
Duración: 180 minutos.

Desde La Plata

“Va a ser un show largo, ya lo saben.” El domingo, Dave Grohl no dudó en fijar los términos del contrato. Foo Fighters copó la escena a las 21.15 y no desapareció sino hasta tres horas después, cuando “Everlong” se apagó y se llevó el final de su set. La otra parte del contrato, que fue el público, que eran muchos pero no tantos –el Estadio Ciudad de la Plata estuvo ocupado a la mitad, con 30 mil personas–, aceptó sin más la oferta del hoy guitarrista y cantante. El y sus cinco compañeros abordaron el escenario en modo ganador, conociendo el cariño profesado por la gente local desde aquellos shows de 2012 en la cancha de River, cuando ni una atroz tormenta eléctrica pudo alejar a la audiencia de sus ídolos.

El ex baterista de Nirvana propuso entonces un nuevo ejercicio de exageración, en respuesta a la templanza moderada que en los últimos años pareció subyugar a la corporación del rock & roll. La exageración está grabada en la carta magna del sexteto de Seattle, desde las caritas cómplices de Grohl en aquellos videoclips hasta la necesidad de hacer un documental sobre Sonic Highways, su último disco, y emitirlo en partes por HBO. Tres horas de concierto pueden ser un bodrio, una agonía gomosa, un monólogo infumable, un trámite repleto de tropiezos burocráticos, un viaje sofocante vía ripio hacia ningún lugar. Pero no hubo nada de eso. Si bien en el estadio los fanáticos eran mayoría, no era esa condición necesaria para poder captar la energía de ese tipo que se levanta todos los días antes de que salga el sol y llega a la noche como habiendo tomado cien yogures de esos que venden las propagandas.

El camino estuvo asfaltado por el corazón de la obra de Foo Fighters a lo largo de más de 20 años: distorsión, estridencia, tempos rápidos pero no tanto, estribillos y puentes voluminosos, épicos, contundencia y, centralmente, canciones. El desplazamiento recto devino en un repaso parejo por su discografía hasta la fecha, como había anunciado su líder: “Vamos a tocar cosas viejas, cosas más nuevas, y algunas que nunca escucharon”, prometió. Los hits se dispersaron en la lista como volcados con pulverizador, resignando todo protagonismo, y el público lo comprendió, dándoles el mismo trato que al resto de los temas. Así, pudieron atravesar quince años en retrospectiva con un comienzo elocuente que incluyó a “Something from Nothing”, “The Pretender”, y la bella “Learn to Fly”, de There Is Nothing Left to Lose, álbum en el que terminaron de abandonar la casa del grunge.

“Nosotros no hacemos bises ni nada de esa mierda. Simplemente tocamos hasta que no podemos más”, explicó Grohl entre “My Hero” y “Hey, Johnny Park!”. La primera parte del camino se cerró con una versión no tan prolija de “Monkey Wrench” que, en una de las tantas estiradas de la noche, terminó cayendo en casi todos los lugares comunes del rock de estadios, abarcando luces de celulares y encendedores, un “olé, olá”, y un minisolo de batería. A pesar de todo eso, nada fue aburrido. Ese tramo lineal se interrumpió con tres paradas al costado que propusieron, en verdad, un mismo mensaje: que una banda exitosa de música puede ser, además, un grupo exitoso de amigos. Sea verdad o no, la venta fue muy buena.

El primer corte –de estilo, porque la banda nunca dejó de proponer cosas– llegó antes de “Cold Day in the Sun”, cuando Grohl destapó una cerveza y presentó a los cinco músicos en un largo pero atractivo paso de comedia que incorporó fragmentos de “Wratchild”, de Iron Maiden, o “Another One Bites the Dust”, de Queen, un eructo, un amague con “Stairway to Heaven”, de Led Zeppelin –”No voy a hacer eso, ¿están locos?”, jugó el cantante– y elogios hacia su baterista, el gran Taylor Hawkins. “No hace falta mucho solo, alcanza con cada puta canción. Es el mejor del mundo”, soltó. Si lo dice uno de los bateros más relevantes de los ’90, por algo será.

La segunda parada, previo desplazamiento desde el presente hasta el principio con “In the Clear” y “I’ll Stick Around” –única cita de su ópera prima epónima, de 1995–, encontró a Grohl con una guitarra acústica, parado al final de la extensa plataforma, que llegaba casi hasta la mitad del campo. “Skin and Bones”, primero, junto al tecladista Rami Jaffe en acordeón, y “Wheels” después, ya sin compañía. “Es bueno estar tan cerca de ustedes”, les dijo a los que ocupaban el fondo del campo y la popular.

Ese calor humano terminó de sublimar con la gestación de un escenario alternativo y una tercera parada, al emerger el resto de la banda sobre una plataforma giratoria en el medio de la pasarela. “Así empieza la mayoría de los grupos: se juntan en una habitación o en un garage y tocan estos temas”, subrayó, a propósito de las versiones de “Detroit Rock City” (KISS), “Young Man Blues” (Mose Allison), “Stiff Competition” (Cheap Trick), con Grohl en batería y Hawkins en voz, “Under Pressure” (Queen y Bowie) y “Miss You” (The Rolling Stones), con Dave Krusen, baterista fundador de Pearl Jam, y la voz de Jonny Kaplan. La remera de Yes de Hawkins mientras tocaba un cover de KISS certificaba la celebración rockera más allá de los estilos. “Es divertido tocar las canciones que crecimos escuchando. Las bandas arrancan con esto y después llegan a un gran estadio. Nosotros, que estamos en un estadio, quisimos hacerlo así”, cerró Grohl, que supo ponerle palabras al espíritu de cada momento.

Grabando una canción en una ciudad diferente de Estados Unidos la banda pretendió, en su último disco, Sonic Highways, destacar el carácter geográfico de la música frente al halo desanclado, homologador y globalizante de las facilidades tecnológicas. De la misma forma, vale analizar el show de Foo Fighters desde la perspectiva del tiempo. La figura de Grohl es esencial para ese propósito, como una suerte de mediador entre aquel tiempo de épica y grandes relatos –con Nirvana como último gran plot point en el argumento del rock mundial–, y el actual, más volátil, desarraigado, que él conoce muy bien, y al que no quiere terminar de pertenecer. Foo Fighters es, a su manera, reservorio de una ética de raíces históricas, en la que la sangre caliente del músico no se negocia. Basta con mirar quiénes participaron de su reciente fiesta de cumpleaños para corroborarlo.

La exageración tomó cuerpo no sólo en el formato continuo del set, sino también en la figura del líder carismático, que le imprime al grupo su personalidad y no descuida jamás a su audiencia ni a sus compañeros. El trazado de los temas, que suele responder a una estructura repetitiva, fácil de planificar pero difícil de ejecutar bien, encuentra su curso dramático en el pulso del potente Hawkins, con su cara de mono radiante y su capacidad de embrollarse sin perder solidez; y después, claro, en los gritos enrojecidos de Grohl. En ese sentido, si bien el sonido acompañó bien, cuando el cantante no gritaba, su gola sonaba escondida.

Una última cita a Sonic Highways con “These Days”, y el regreso a dos discos de inflexión con “Best of You” y “Everlong”, alcanzaron para cumplir con su parte del contrato y acumular más ovación. “Los vamos a hacer bailar, y cantar también. ¿Pueden cantar durante más de dos horas y media? Sí, pueden”, había pronosticado Grohl, sin error. La aludida exageración fue el vehículo, el formato, la vestimenta de un espíritu. Lo que Foo Fighters planteó el domingo fue una celebración, sin ninguna otra excusa aparente que la música misma. Una celebración del rock en su faceta performativa y no tan libertaria, pero también de su costado más luminoso y fraternal: en definitiva, una apología de la amistad, y de esa zonza convicción que hace que, todavía hoy, tantos chicos quieran armar su banda.

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