Lunes, 23 de marzo de 2015 | Hoy
MUSICA › ROBERT PLANT Y JACK WHITE, LO MAS DESTACADO DE LA PRIMERA JORNADA DE LOLLAPALOOZA 2015
El ex Led Zeppelin y el ex The White Stripes, entre otras agrupaciones, encendieron la noche en el Hipódromo de San Isidro. St. Vincent, Interpol y The Kooks fueron algunos de los partenaires de la jornada.
Por Joaquín Vismara
La edición 2015 de Lollapalooza será recordada como la que trazó un puente necesario entre dos generaciones que, por algún motivo no del todo claro, se mantenían inconexas. Al momento de hacer el balance de lo mejor que ocurrió en el año, el número puesto será para el momento en el que Robert Plant apareció en el escenario durante el show de Jack White sin previo aviso para una rendición furibunda del clásico de Led Zeppelin “The Lemon Song”. Durante poco más de cinco minutos, en San Isidro se forjó la unión entre dos camadas de artistas que, aun cuando tomaron distintos caminos a lo largo de sus carreras, tienen como denominador común el haber cimentado su trayectoria al aferrarse al blues primigenio para enchufarlo a 220 voltios. El cruce con Plant, realizado a la hora de los bises, fue tan sólo una de las tantas luminarias del show de White. Durante algo más de hora y media, el hombre de Detroit se encargó de repasar sus dos discos solistas, como también el repertorio de las bandas con las que pisó fuerte en la escena rockera con el cambio de milenio.
Presentado como plato fuerte de la primera jornada del festival, White se amontona con sus músicos en el centro del escenario. Son seis en total y espacio tienen de sobra, pero quizá por eso mismo se mantienen cerca, como si cada miembro buscara retroalimentarse de la energía ajena.
Al frente de un combo afiladísimo sostenido por el baterista Daru Jones, White da rienda suelta a lo suyo, que se posiciona como un punto de balance entre el garage y el blues rural. Hay rendiciones a The White Stripes de la mano de “Dead Leaves and the Dirty Ground”, “Hotel Yorba” y “Cannon”, y también a otro de sus proyectos, The Raconteurs, cuando “Broken Boy Soldier” y “Steady, As She Goes” van al frente. Lejos del purismo, White y los suyos readaptan su cancionero metiendo los dedos en el enchufe. Canciones que fueron concebidas para no más que guitarra y batería ganan matices gracias al apoyo del tecladista Dean Fertita y del bajista Dominic Davis. A sendos laterales del escenario, la violinista Lillie Mae Rische y el poliinstrumentista Fats Kaplin (lap steel, theremin y mandolina) agregan colores y sonoridades a lo que se plasmó en estudio, sin sacrificar su crudeza.
Aun con un pasado al frente de tres bandas distintas, lo de White en San Isidro fue una reivindicación de su presente. La mitad de su show se concentró en Blunderbuss y Lazaretto, sus dos álbumes en solitario, que funcionan como una carta legitimadora de por qué es considerado como el héroe que el rock estaba necesitando con creces con el cambio de milenio. A guitarrazo limpio, White usa al blues más añoso como punto de partida, pero lo electrifica sin culpas ni reparos. Y sabe administrar bien sus fichas: su estocada final es una caótica versión de “Seven Nation Army”, de The White Stripes, el último gran riff de guitarra que tuvo el rock en varios años, un pergamino que nadie se atrevió a disputarle.
Parte del linaje de White tiene su raíz en Led Zeppelin, sobre todo por la búsqueda que el grupo británico emprendió a fines de los sesenta. La actualidad de su vocalista Robert Plant, sin embargo, va por otro camino. Después de años de estar al frente de una verdadera aplanadora del rock, el cantante decidió concentrar su búsqueda artística en la música africana y oriental. Al frente de su banda de apoyo, The Sensational Space Shifters, Plant revisita su pasado desde este tamiz. Clásicos como “Black Dog” se presentan en versiones que parecen desafiar la percepción del público para ver quién reconoce primero la canción despojada de sus características más distintivas. Pero aun sin la guitarra de Jimmy Page guiando la cabalgata estruendosa de “Rock & Roll”, Plant magnetiza con los aullidos quebrados de su voz y su performance chamánica. En definitiva, la canción sigue siendo la misma.
Bastante antes en la jornada, a St. Vincent le tocó la difícil tarea de llevar adelante un show de tintes nocturnos en el horario de las cuatro de la tarde, con el sol otoñal en todo su esplendor. Sin poder hacer gala de una puesta lumínica ambiciosa pero apenas perceptible a plena luz del día, Annie Clark salió al cruce con un show en el que nada falla, porque todo está calculado con obsesión. Ella y su tecladista y guitarrista Toko Yasuda se mueven con pasos coreografiados en sintonía con el ritmo de un pop que hace equilibrio entre lo exótico y lo perturbador. Con una formación académica a cuestas, Clark explora el diapasón de su guitarra para extraer de ella sonidos exóticos, cortesía de una amplia gama de pedales de efecto a su disposición. Más cerca del avant garde que del pop, su show encontró el punto de equilibrio sobre la hora, con una versión eufórica de su hit “Birth in Reverse”.
Interpol no corrió la misma suerte. El ahora trío neoyorquino entregó una cuota de dramatismo post punk que no supo llevarse bien con el aire libre. Pasándole de lejos al manual de la demagogia festivalera, la banda liderada por Paul Banks apeló a lo mejor de su repertorio (“Say Hello to the Angels”, “PDA”, “Slow Hands”), pero el contexto conspiró contra la empatía del público. Los británicos The Kooks, en cambio, supieron capitalizar la situación. Con el pasar de los años, el grupo de Luke Pritchard aprendió a abandonar en el escenario la pátina de prolijidad excesiva que decora sus trabajos de estudio. Con su último disco de estudio, Listen, el grupo sumó ínfulas souleras a su fórmula de pop todoterreno, y la reinvención terminó jugando a favor de lo que fue el primer show convocante de la fecha. Casi al mismo tiempo pero en el escenario alternativo, el australiano Chet Faker hacía lo posible para trasladar al vivo los bits, samples y secuencias de su álbum debut, Built on Glass.
La diversidad de la programación de Lollapalooza hizo que la antesala de los shows de Plant y White estuviese en manos de los californianos Foster the People, que poco hicieron por buscar nuevos adeptos a su causa. Su pop sintético no busca marcar la diferencia con otros exponentes del género, y el cantante Mark Foster hizo pocos esfuerzos para disimular el desinterés con el que encaró su máximo hit, “Pumped up Kicks”. Pasados los sets de los dos pesos pesados de la noche, el cierre de la jornada quedó en manos del dj Calvin Harris. El productor ya-no-tan estrella apeló a recrear el clima de pista de baile en pleno hipódromo, con una secuencia efectista que echó mano a todos los recursos posibles. Visuales hipnóticas, pirotecnia, papeles de colores y juegos de luces frenéticos buscaron ponerle el listón a una jornada que en realidad ya había tenido un remate altísimo sobre el final del show anterior, cuando dos potencias se saludaron sobre el escenario principal. Sin saberlo, a Harris no le quedó otra que ser el encargado de musicalizar la retirada.
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