MUSICA › LAS PRESENTACIONES DE HERNAN JACINTO Y DANILO PEREZ EN LA SALA ARGENTINA
› Por Diego Fischerman
La luz quedó concentrada sobre el escenario. Y Hernán Jacinto, uno de los más destacados pianistas del jazz argentino, se sentó al piano de gran cola y empezó a tocar. Era el principio de un festival de características inéditas y era la inauguración de una sala excepcional (otra) en el nuevo Centro Cultural Kirchner. Después, al promediar su actuación, otro virtuoso, el panameño Danilo Pérez habló, quizá sintetizando la sensación de muchos: “Cuando entré aquí me dije: ‘Esto no es un centro cultural; es mucho más’ –dijo–. Tuve la sensación de que éste es un lugar desde el que puede fundarse el futuro.”
Jacinto y Pérez compartieron la noche inaugural de este encuentro que a lo largo de 26 conciertos reúne a muchos de los más importantes músicos locales, a varios de distintas partes de América latina y el Caribe y algunas luminarias estadounidenses y europeas. Allí coexisten el jazz –que por su trabajo sobre los desarrollos instrumentales tiene una presencia significativa– y los abordajes creativos sobre materiales de distintos folklores, rurales y urbanos. Pero claro, lo más inusual, sobre todo para los artistas de tradición popular, son las propias salas, bellísimas y a la vez austeras, y de acústicas perfectas, y, sobre todo, los pianos. El de la nueva Sala Argentina, aun cuando su condición flamante pudiera jugarle un poco en contra –en el campo dirían que, como a un buen caballo, hay que andarlo–, tiene un sonido poderoso, un timbre homogéneo y, sobre todo, destaca, de una manera que a los instrumentos habituales en los clubes de jazz y aun a los de la mayoría de los teatros les resultaría imposible, matices, ataques y sutilezas como el sobrevuelo sobre el teclado o los delicados clusters (racimos de notas, tocados con el puño o el antebrazo) de Pérez, o los juegos con la mano dentro del encordado, asordinando determinadas notas, por parte de Jacinto.
El riesgo es el de aprisionar a los músicos en esa fascinación. El de provocar una especie de síndrome jarrettiano de trascendencia obligada. O, simplemente, el de hacerles sentir que visten un smoking al que no están acostumbrados o que les han dado para manejar un auto demasiado nuevo, demasiado potente y, también, demasiado lujoso. Y en muchos momentos de las actuaciones tanto de Jacinto como de Pérez, como si ambos hubieran sido hechizados por el mismo sortilegio, los músicos fueron el instrumento de su instrumento. Jacinto eligió el formato de una larga improvisación encadenada, en donde pasó por temas propios y composiciones clásicas como “A felicidade”, de Tom Jobim y Vinicius de Moraes (en ocasiones tan sólo por algún motivo). Exhibió un pianismo sorprendente, dueño de un extraordinario manejo del sonido y el fraseo pero, por momentos, fue capturado por el virtuosismo y por una estética singularmente más inorgánica y menos contundente que la que exhibe cuando toca con su propio grupo y en contextos más jazzísticos.
Pérez, por su parte, brilló en los momentos en que se liberó de la hipnosis y se acercó a Monk. Con una fantástica mano izquierda y un muy interesante manejo del contrapunto, cuando quiso ser “clásico” tocó pálidos remedos de Ravel; cuando fue él mismo –o, eventualmente, esa parte de él mismo por la que Dizzy Gillespie lo apadrinó y por la que se convirtió en el pianista de Wayne Shorter– mostró solidez y lució su indudable swing. Faltó aquello que muchos de los presentes esperaban: un poco de bueno y viejo jazz latino. De aquella ecuación que deslumbró en su disco de 1996, Panamonk, se hizo extrañar bastante el segundo término y el primero por completo. Y a cambio no llegó a articularse nada muy definido. Fue, de todas maneras, la ocasión para disfrutar a un gran pianista. “Ustedes, con este Centro maravilloso, tienen un reto”, dijo, casi sobre el final. Y agregó: “Me vuelvo a mi país loco de envidia”.
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