Vie 17.07.2015
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MUSICA › MARTHA ARGERICH ACTUARA ESTA NOCHE EN EL CENTRO CULTURAL KIRCHNER

El reencuentro con una artista única

La notable pianista finalmente se presentará hoy a las 21 en la bellísima Ballena Azul, en lo que será, seguramente, uno de los acontecimientos artísticos del año. Y desde el próximo viernes participará del festival que Daniel Barenboim desarrollará en el Colón.

› Por Diego Fischerman

En el concierto con entrada gratuita Argerich tocará obras propias, de Luis Bacalov y transcripciones de piezas de Piazzolla.

En el comienzo de la novela La inmortalidad, de Milan Kundera, una mujer está con su instructor en el borde de una pileta de natación y hace un movimiento. Es un gesto de seducción juvenil, casi perdido, en el que la adolescente, por un momento, vuelve a apropiarse de ese cuerpo que ya le es ajeno. Martha Argerich es, permanentemente, esa mujer. La adolescente –y hasta la niña– está presente todo el tiempo detrás de su cuerpo actual. Sus mohínes, su aire de Lolita genial y caprichosa, sus carcajadas repentinas, sus súbitos momentos de introspección y melancolía lo atraviesan.

Ella no ha respetado jamás ninguna de las reglas de la industria del entretenimiento. No sigue el juego de fingir intimidad y suministrar supuestas revelaciones en el que se fundamenta el género de la entrevista periodística. Sólo habla públicamente cuando cree que tiene algo para decir. “En general, no me siento establecida en ningún aspecto. Es como si estuviera siempre construyéndome. Pero pienso que eso es la vida: hasta que nos morimos estamos siempre construyéndonos”, decía a este periodista en 1999, concluyendo una de las escasísimas entrevistas concedidas a lo largo de su carrera. Así como se ríe, explosiva, y cambia de idioma, y hace pausas eternas o se desvía; de la misma manera en que nunca se sabe, cuando ella comienza a hablar de un tema, cómo ni con qué ánimo terminará, es absolutamente imposible predecir cómo será su primer acorde o cómo fraseará las primeras notas de una melodía. En su manera de tocar hay una contradicción entre términos que sólo son (maravillosamente) conciliables en ella: la liviandad y la fuerza. Martha Argerich flota (sobre las notas, sobre todo) y al mismo tiempo puede imprimirle una profundidad y un peso únicos a aquello sobre lo que se posa.

Hay algo en su sonido, y sobre todo una cualidad de duda infitesimal, de improvisación, de inspiración repentina, que aparece en cada una de sus interpretaciones y que es absolutamente única. Hay, y hubo, muchos grandes pianistas. Pero ninguno toca como Martha Argerich. Algunos, aunque basados tan sólo en testimonios, desde luego, la han comparado con Clara Schumann. Lo cierto es que el raro y mágico equilibrio entre explosión y contención sobre el que ella se mueve con la mayor de las naturalidades convierte la música que pasa por sus manos en una experiencia irrepetible. “En la práctica, cada vez que toco algo lo hago de manera diferente a la anterior. Cuando vuelvo a retomar una obra, siempre veo cosas distintas. Siempre busco otras cosas y sigo buscando hasta último momento”, decía. Y, al mismo tiempo, hay algo de estabilidad. Algo reconocible que sigue estando y que ya aparecía, definitivo, en su primer disco, el extraordinario recital grabado por Deutsche Grammophon en 1960, cuando ella tenía 19 años: esa misteriosa combinación entre lo que se insinúa y lo que se explicita; esa forma de devorarse la música, de anticiparse a ella, de acometerla y, al mismo tiempo, lograr que cada nota esté precedida por un imperceptible temblor. Si en toda obra de arte hay un resto del texto esencial, que se resiste al análisis, en las interpretaciones de Argerich hay una especie de sonido no dicho –pero siempre presente–, de aura fantasmática que es la que acaba de dar significado a la frase.

Desde que viajó a Europa su relación con la Argentina fue tempestuosa. Entre 1966 y 1999 no tocó en el país. A partir de ese momento pareció que retomaba una ligazón tanto musical como afectiva, y comenzó a realizar, anualmente, un festival con su nombre en el Teatro Colón. Una medida gremial que interfería en la realización de ese festival y el trato recibido por parte de algunos empleados del teatro, mientras estaba ensayando, cuando fue virtualmente echada de la sala, provocaron, en 2005, una nueva ruptura. Y, en 2012, una secuela impensada: un viaje en que Argerich tocó en Paraná y en Rosario, pero no en Buenos Aires. En 2015 el festival iba a retornar a esta ciudad para inaugurar, en mayo pasado, el Centro Cultural Kirchner. Sin embargo no fue así. Una operación mediática enrareció el clima de tal manera que la pianista decidió suspender sus actuaciones (y el festival). La ministra de Cultura de la Nación, Teresa Parodi, dijo en ese momento que no perdía las esperanzas de que Argerich finalmente pudiera tocar allí. Finalmente, hoy a las 21, estará en la bellísima Ballena Azul, la sala que funciona como sede de la Sinfónica Nacional.

“Nunca tuve la sensación de que el público se fascinara conmigo. Todavía no la tengo”, dice Argerich. “Pasan tantas cosas juntas cuando uno toca. La primera, obviamente, es el interés que me produce lo que estoy tocando. La música. Después, cuando se toca con otras personas, hay un registro muy preciso de lo que tocan ellos pero, también, de sus movimientos, de sus gestos. Aunque no los esté viendo, sé cuándo cierran los ojos, cuándo sonríen. Hace ya mucho tomé la decisión de no tocar sola. Es un poco misterioso. Yo no sé bien por qué. Resulta que no me gusta mucho estar sola. Y no me gusta la soledad en el escenario.”

La pianista oscila entre dudas casi permanentes y certezas brutales. Lee textos teóricos, le interesan los tratados, y ha tocado recientemente con un fortepiano del siglo XIX. Y no deja de preguntarse acerca de la naturaleza de cuestiones que, por otra parte, asume con seguridad pasmosa. Una de sus interpretaciones ejemplares, en ese sentido, tal vez sea la de la Partita en Do Menor de Johann Sebastian Bach, donde sin cambiar ni una nota, obviamente, pero además con un rigor rítmico extremo, suena, sin embargo, cercana al jazz. “Cuando toqué esa Partita en Estados Unidos, se me acercó un crítico de jazz a decirme que nunca la había oído así, que yo la tocaba con swing. Por ahí es eso, ¿no? Se trata de tocar con swing.”

En Argentina, sus profesores habían sido Ernestina Kusrow, famosa porque enseñaba a los niños a tocar de oído, y el célebre Vicente Scaramuzza. Pero ella reconoció siempre como su guía principal a Friedrich Gulda, con quien estudió en el Conservatorio de Viena. Y lo reconoció en un momento en que hacerlo era poco menos que subversivo. Ese pianista que no anunciaba los programas de sus conciertos, que tocaba lo que decidía en el momento y que alternaba sonatas de Beethoven con obras propias, inspiradas en el jazz, no era lo que el establishment de la música clásica hubiera podido considerar un buen modelo para una niña prodigio. “El era un revolucionario, pero eso a mí me iba muy bien”, cuenta. “A mí me atraían, además, los pianistas que, como él, hacían repertorio clásico. Es extraño porque, aparentemente, después me volqué del otro lado, más hacia los románticos.”

La técnica de enseñanza y la instrumental, por otra parte, según Martha Argerich, no tienen nada que ver una con la otra. “Scaramuzza nunca tocaba el piano. Nunca tocó ni una nota delante de sus alumnos. Gulda era un músico extraordinario. Lograba una máxima expresión sin hacer ningún cambio de tempo, ni siquiera entre primer y segundo tema. El era tan inmaculado y, al mismo tiempo, tenía un sonido tan especial. No tenía nada que ver con lo que me decía Scaramuzza, que siempre hablaba del ‘canto’, de la ‘expresión’. Esta cuestión rítmica me fascinó totalmente en Gulda. Además, Scaramuzza ponía el énfasis en el sonido redondo y Gulda a veces lograba un sonido que podía, incluso, ser desagradable para la gente. Y eso me encantaba.” Al mismo tiempo afirma no haber tenido ninguna clase de revelación con respecto a su vocación: “Nunca supe que sería pianista. Y aún no lo sé. Por ahí es un poco infantil hablar de esa manera, pero yo soy un poco infantil. Un poco, porque si lo fuera del todo no lo diría. Pero no estoy muy a gusto con mi profesionalismo. Nunca lo estuve. Tal vez, para mi vida social y mi vida afectiva hubiera elegido otra cosa. Esta es una profesión bastante anacrónica. Esta vida impide estar donde uno querría y con quien uno querría. En ese momento, se está con el cuerpito en un avión, yendo a dar un concierto. Me hubiera gustado ser médica”.

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