MUSICA
› Por Eduardo Fabregat
Es una consecuencia inevitable, y una gran paradoja, que un tipo que desató tantas carcajadas provoque semejantes lágrimas. Mueren artistas a cada rato, pero sólo algunos generan esta desazón, esta tristeza: son esos que nos han mejorado la vida de verdad, que nos han hecho tan felices que no podemos despedirlos sino como a amigos del alma.
Daniel Rabinovich fue amigo nuestro. Un hombre de talento extraordinario que, sin necesidad de ningún gesto de demagogia, saltó la cuarta pared y acompañó nuestras vidas. Nos proveyó la invaluable sanación que ofrecen el humor, la música y la inteligencia. ¿Cómo no dejarlo todo y largarse a llorar cuando llegó la noticia? ¿Cómo no sentir que con él se va un cacho grande de nuestra alegría?
Una escena vuelve recurrentemente a la cabeza: en los años de mierda, la infame década de la persecución y la muerte, en el living familiar todos se reunían alrededor del Winco a escuchar los longplay de Trova y Microfón. Un ritual de escuchar bajito por las dudas, porque no eran tiempos de andar delatando el gusto por artistas “peligrosos”, aun cuando la Triple A primero y los milicos después no los registraran del todo por la sencilla razón de no terminar de entenderlos. “En Educación y Cultura, Cabo Primero Anastasio López”, anunciaba Mundstock, y la realidad gris perdía frente a la filosa luz de Les Luthiers.
Como parte del portentoso colectivo que lo contenía, Rabinovich modeló algo irrepetible. En casi cincuenta años de carrera, el conjunto de instrumentos informales ejerció –ejerce– una forma de humor que no necesitó satirizar o parodiar a lo conocido, sino que construyó un universo propio y lo mantuvo en perfecta órbita. En las grabaciones y en el escenario, Gerardo Masana (el fundador fallecido en 1973), Daniel Rabinovich, Jorge Maronna, Marcos Mundstock, Carlos Núñez Cortés, Carlos López Puccio y Ernesto Acher (que dejó el grupo en 1987) construyeron algo único e ini- mitable: si alguien se atreviera a emularlos sólo le quedaría el ridículo.
Y Neneco fue uno de los pilares de semejante palacio. Tocaba una multitud de instrumentos formales e informales, se lucía con la voz pero además descollaba en su gestualidad, su vis cómica. Le bastaba una mirada de esos ojos pícaros para decirlo todo; no necesitaba subrayar en exceso para destilar una ironía de alto vuelo. Experto billarista, fue también un artista a tres bandas, capaz de exquisitas carambolas. Fue responsable de tantas líneas y encarnaduras memorables que sería agotador detallarlas aquí: basta recurrir a los DVD de sus espectáculos o a YouTube para comprobarlo. Y volver a estallar en carcajadas, y que la realidad se entrometa y volver a sentir esa clase de tristeza que sólo produce la partida de un grande. De un amigo que nos hizo mejores.
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