MUSICA › JAIME TORRES Y RAMóN AYALA COMPARTEN ESPECTáCULO
El charanguista tucumano y el cantor misionero se juntan cada viernes en el escenario del Tasso para hacer “De los ecos de la puna a los cantos de la selva”. “Tenemos una vibración unísona en cuanto a sentir el verdadero ritmo de la tierra”, explican.
› Por Cristian Vitale
Ramón Ayala no para de tomar café, comer galletitas y hacer chistes, como siempre. Jaime Torres, bastante más serio, luce incrédulo ante el resultado de las elecciones para presidente del domingo pasado. No puede ocultarlo. “¿La verdad? No puedo entenderlo, no me cierra. Igual, por suerte lo único que nunca se equivoca es el tiempo”, reflexiona, observa alrededor, y se tranquiliza. O al menos eso parece. Ambos están compartiendo una tarde en la cálida casa del charanguista tucumano, esta vez con el fin de contar de qué va el espectáculo “De los ecos de la puna a los cantos de la selva”, que están presentando en el Centro Cultural Torquato Tasso cada viernes, hasta el 13 de noviembre próximo. El viernes pasado fue la primera fecha. “Siempre es importante, más allá de lo musical, cómo te llevás con el grupo humano, y la verdad es que he disfrutado de estar la primera noche con mis compañeros y, por supuesto, con Ramón. Eso se trasladó a la gente, que vio en la juntada un hecho feliz. Y esto tiene un gran valor para los que transitamos escenarios hoy, porque es algo que no vemos tan a menudo”, arranca Torres, de 77 años, con la única prueba que tiene a mano: la del concierto debut. “Lo más importante es lo que se trasmite a la gente y cómo ésta lo devuelve en forma de aplausos, afecto y palabras. Muy feliz, además, porque hemos tenido la suerte de contar con la presencia de Marcelo Simón, que presentó el concierto y dejó todo un espíritu dentro de la gente. Es muy importante eso”, sostiene Torres, y va mutando por sonrisas el desencanto coyuntural del principio.
“Tiene mucha razón el amigo Torres”, interviene Ayala. “Nosotros venimos conociéndonos desde hace mucho tiempo, tanto que perdí la cuenta, pero nunca nos habíamos hermanado así, en un escenario. Entonces, se trata de un hecho nuevo con una programación natural que deviene de nuestro amor a la tierra, de la urgencia de ser auténticos y de transmitir esa voz que nos viene de este misterio que es el suelo argentino, con sus crujidos, sus vientos, sus soledades, sus alturas y sus bajuras. Todo eso va en la música y en el tropel de la sangre, y a veces se manifiesta en una canción, o a veces en un solo de charango, un toque de guitarra o una poesía. Y, como tenemos esa vibración unísona en cuanto a sentir el verdadero ritmo de la tierra, su verdadera coloratura, sin caer en la fusión, para mí es un halago que me haya convocado”, determina el compositor, pintor y poeta nacido en Garupá, Misiones, un año antes que Torres.
–¿Cuál fue la causa de la convocatoria, de este “debut” juntos en un escenario?
Jaime Torres: –Hay cosas que terminan por ser felices de la manera más simple. Yo hacía un tiempo que era invitado al Tasso y por lo general trato de agregar cosas: algún grupo de danza o de música, pero no para compartir escenario sino para invitarlos, que es lo que se hace hoy en los recitales. Entonces, cuando lo llamé a Ramón, me preguntó “¿Cómo querés que vaya?”. Y le dije “No vengas como invitado, vení a compartir el escenario conmigo”. Y fue así porque un día, ensayando con mi grupo, alguien empezó a balbucear un hermoso tema suyo y dije: “Mirá, ahí está Ramón Ayala, llegó, está acá”. Entonces lo llamé. La verdad es que acerté, porque nos fue bien a nivel musical y a nivel convocatoria. A partir de ahí, de los cantos de los ríos, las brisas y los cerros, se me ocurre que estamos para un trabajo integral mayor. Esta es una sugerencia. Y después está el movimiento, la danza, el color... Es más que saludable escuchar una quena en “Mi pequeño amor”, de Ramón, o las sutilezas en la danza de mi hija Manuela, cuando interpretamos algún tema. Se disfruta esto de la calma sin gritos y sin insistirle a la gente a que tenga que acompañar con palmas. La apuesta es que el hecho festivo salga naturalmente.
–Ayala marcaba una confluencia entre el Noreste que sus músicas representan, con el Noroeste que representan las de Torres, a través de u apego común a la tierra. Jaime, a su vez, hablaba de una propuesta que no busca “arengar” compulsivamente al público. ¿Qué otras coincidencias se podrían hallar en estas regiones que son diversas, que no tienen un mismo “sonido”? ¿Cómo se encuentran ambos en la diversidad?
Ramón Ayala: –Yo pienso lo siguiente: hay acontecimientos en la vida que no son casualidades sino causalidades. En lo personal, nunca en mi vida estuve mejor que ahora, porque estoy en posesión del oficio de la poesía, de la música, de la vida y el logro de la comunicación que es un acontecimiento mayúsculo. Y aquí también se da la confluencia, que aparece porque sembramos la cordialidad, la hermandad, el interés de la gente por las cosas que uno cree que son verdaderas en este país... y que se relacionan con el hombre y el paisaje regional. Acá, el amigo Jaime es un gran catador de sonoridades y, pese a la distancia tan grande que hay entre las montañas y el río Paraná, somos argentinos, vibramos con la argentinidad, el país es nuestro y uno no debe ignorar lo otro: debe aprender y sentir lo otro. Soy un tipo que puede llamarse un argentino mil por cien. Y en lo puntual del noroeste, actué hace poco en el teatro Mitre de Jujuy, rescatado hace poco de las garras del tiempo destructor, con un éxito extraño. Después estuve en un centro cultural de Tilcara, pero siempre anduve por ahí. Por recónditos lugares de Salta como Nazareno, a cinco mil metros de altura... Anduve por esas soledades con sandalias de goma de auto, sombrero ovejuno y la guitarra cruzada en la espalda.
–Buscando el río Uruguay....
R. A. (riéndose): –No, eso lo llevo puesto ya. Lo que buscaba era el asombro del paisaje. Lo mínimo y lo máximo que existía, arriba de una mula y haciendo unas coplas: “En las capas de la mula, va la baguala, como llamando al duende, de la montaña”... ¿Qué le parece? “En las alas del cóndor, y en el misterio, pasa rasante a mi lado, un viento”. Coplas inspiradas en el propio paisaje, porque la verdad es que no me siento extraño en ningún lado. El planeta es nuestro y más nuestra Argentina. Y más cuando uno ama la tierra y la respeta.
–¿Y usted, Torres? ¿Cómo es su relación con los paisajes de Ramón Ayala?
J. T.: –En mi caso, desde los tres meses viví en Buenos Aires y entonces, contrario a lo que se podría pensar, el paisaje del noroeste me llegó muchos años después. A los 9 años, por ejemplo, cuando viajé a Bolivia y creo que me fui despertando a un camino. Eso es lo que se puede transmitir cuando hay un paisaje dentro de cada uno de los intérpretes, porque en definitiva, los que estamos en el escenario no somos más que representantes de un paisaje. Respecto de mi relación con las músicas del litoral, puedo decir que conocí a Ramón desde siempre y que, al vivir nueve años en Rosario, fui descubriendo la magia de los sonidos del NEA, y ahí fue cuando conocí “El Mensú”, ese extraordinario tema suyo. Lo cantaba un amigo boliviano, y me produjo una cosa muy particular. Fue el puntapié inicial para entrar a escuchar mucho más la obra de Ramón, como la de otros intérpretes que los hay en cantidad, sobre todo en lo instrumental. Creo que el aporte de él ha sido el de poner las palabras exactas a las instancias de la vida del cosechero, el jangadero, el murmullo de los ríos, el silbido de los vientos en la selva... Cuando escucho su obra, me trae todo ese mundo. Lo tengo ahí.
R. A.: Después de las palabras del amigo me siento como ese pozo chico que estaba al lado de un pozo grande y le dijo “me siento menoscabado” (risas).
J. T.: –Es increíble la alegría que tienen los músicos de tocar con él, además, porque es como un cacho de la página de un libro, o de algún cuaderno... De los inventarios nuestros, de las cosas que nos producen felicidad. La verdad es que con el grupo ponemos los instrumentos al servicio de esas músicas que son por primera vez interpretadas en charango.
–¿Cómo está estructurada la juntada, a propósito?
J. T.: –Primero va el repertorio de Ramón, luego el mío con el grupo y finalmente nos juntamos para hacer esa bellísima canción que es “Posadeña linda” y otra de la que ya hablé, que es “El Mensú”.
R. A.: –Ambos tenemos un criterio secreto dentro de nuestras intenciones musicales, pese a nosotros mismos, y es el de no confundir el qué con el cómo, porque hay gente que hace un asado y otra que hace otro asado. El qué es el asado, pero el cómo está hecho es otra cosa. Uno a lo mejor lo dejó semicrudo y el otro le ha puesto sabor. Lo mismo pasa con las poesías y las canciones. Hay tipos que quieren hacer las cosas, pero las sacan crudas, sin gusto, y aparte incipientes, porque el hombre no ha madurado. El otro día me preguntaba una persona qué era la poesía para mí, y se me ocurrió decirle que la poesía es una forma de atrapar la vida con una red de palabras. Si esa red está bien construida, la poesía se siente cómoda y se echa a dormir. Y si está mal hecha, se va por los intersticios de la red, como el agua. Ahora, para que esa red esté bien construida, se necesitan años de hacer, de romper, de empezar, de saber qué es ese misterio de la poesía. Poetas-poetas hay muy pocos.
J. T.: –Hay una diferencia entre el poeta y el letrista, sí. Otra cosa es que se demoró mucho integrar a los escritores y los poetas a la música criolla, en general. Cuando alguien llegaba a Salta, por ejemplo, llegaba por la promoción a orillas del canal donde estaba Balderrama. Hay cantidad de gente que te dice “estuve en Salta... ah, y estuve en lo de Balderrama”, y ésa es la magia de la canción. De la música, sí, pero además de una poesía que ayuda a que se pueda contemplar un paisaje cuando la canción lo pide. Muchas veces, el letrista lo logra pero no tiene la belleza del sentido poético como el que logra Manuel J. Castilla en esa canción. O el que logra Ramón en tantas de sus obras, que traen algo más que el encanto o lo pegadizo de la canción... Muestran el personaje, sin necesidad de que éste ande con el machete o el fusil arriba del hombro, sino desde la belleza misma de la naturaleza que le toca vivir.
Es casi redundante reparar en que tanto Torres como Ayala son dos enormes faros, influencias y referentes de la historia y la contemporaneidad del folklore argentino. Uno, porque ha popularizado como nadie la magia intrínseca del charango, a través de una enorme cantidad de obras, entre Humahuaca, el Colón y Berlín, empíricamente imposible de enumerar aquí. El otro, porque pudo transformar su paraje natal (Misiones y alrededores) no solo en forma de músicas como “El cosechero”, “El jangadero” o “Posadeña linda” –con sus respectivas letras–, sino también en forma de pinturas, de creador de un instrumento como el gualambao, y de escritor de libros. Por caso, uno que acaba de publicar bajo el nombre de Las trincheras ardientes del Paraguay. “Es un libro que versa sobre este tremendo hecho histórico que fue la muerte de la mayoría de los hombres durante la guerra genocida del Paraguay, instigada por Inglaterra, y provocada por la Argentina, Brasil y Uruguay. Sé que no es el tema de esta nota, pero quiero que se sepa, porque es un hecho tremendo de nuestra historia que no puede olvidarse”, cierra don Ramón Ayala, ante la mirada asertiva del anfitrión, y la pervivencia de una simbiosis que seguirá fluyendo por su cauce natural.
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