Dom 14.02.2016
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MUSICA › LOS ROLLING STONES SE DESPIDIERON CON OTRO SHOW DESCOMUNAL

El último estallido de una historia de amor inigualable

La relación entre el cuarteto inglés y el público argentino llegó a su pico más alto durante los tres shows en La Plata, en los que además Jagger, Richards, Watts y Wood demostraron que no envejecen sino que añejan. Entonces, ¿cómo no soñar con otro reencuentro?

› Por Eduardo Fabregat

Ya está. Terminó. Es el último estallido. ¿Será, efectivamente, el último estallido de The Rolling Stones en la Argentina, esa historia de amor que existe desde siempre, pero que se convirtió en locura desenfrenada a partir de febrero de 1995? Acaba de disiparse el último tableteo de ese riff inoxidable, la multitud en el Estadio Unico sigue coreando “Satisfaction” y los cuatro veteranos saludan ahí, abrazados, y todos quieren eternizar el momento. El “Ooooh, vamos a volver, a volver, a volver, vamos a volver” que le dedicó un grupo de fans al móvil de TN en la primera fecha tiene ahora un doble filo: ¿por qué, consumada por todo lo alto esta cuarta visita, no soñar con una quinta? ¿Por qué no, si al cabo estos Rolling Stones exhiben una forma envidiable, si uno no deja de repetirse asombrado que Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Ron Wood no envejecen sino que añejan?

Pero antes de ese momento, lo que se vive en La Plata tiene más que ver con la electricidad de la última cita que con lo que puede suceder en el futuro. Adentro y afuera, donde (otra vez, lamentablemente) algunos intentan entrar por la fuerza y se vuelven a producir choques con la policía. Pero los que están adentro del estadio no saben nada de eso, se sienten protagonistas de una velada especial, la noche de cierre, la despedida de las Majestades Satánicas de la Argentina, que podría ser definitiva y entonces hay que estar ahí. Por eso, cuando a las 21.10 se apagan las luces, vuelven a desfilar en las pantallas las imágenes Stone de todas las épocas y el Obelisco en la lengua y el “Bienvenidos a Argentina” provoca un rugido general, Richards rompe el fuego con “Start me up” (como en el primer show, el domingo pasado) y el piso literalmente vibra y se mueve. El show acaba de empezar y la gente ya está encendida. Frenética.

En estos shows, la lista de los Stones tiene una estructura que admite movimientos, pero siempre en el primer segmento hay una declaración de principios que dice “It’s only rock’n’roll (but I like it)”. En la era de los megaconciertos, lo de “es sólo rocanrol” siempre parece algo desvirtuado; pero también es cierto que el escenario de este América Latina Olé Tour pone más el acento en distinguir la música que en aquellas grandilocuencias de la cobra gigante que lanzaba fuego en 1995 o el puente levadizo de 1998. Las megapantallas hacen que hasta en el último asiento del estadio se pueda seguir la performance al detalle, pero cuando Jagger se menea y baila y vuelve a cantar ese estribillo con cuatro décadas de antigüedad, ya no hay contradicción. Lo que sostiene a este grupo de setentones es el rock and roll. Tan ajados como elegantes, los Stones suenan en este febrero de 2016 mejor que en anteriores visitas; y si en 1995 a los fotógrafos les costaba un Perú conseguir una toma de Jagger y Richards juntos, hoy exudan una camaradería y una cercanía que no es pose. Es solo rock’n’roll, pero les sigue gustando. Es solo rock’n’roll, pero suenan como nunca, con una garra que galvaniza los sentidos. Cómo no van a contagiar a más de 50 mil personas que, además, vinieron a buscar eso.

“¡Hola vieja!”, saluda de nuevo Jagger, y hace el gesto con los dos dedos bajo la cara haciendo estallar a la multitud antes de “Tumbling dice”, otro número inamovible de estos conciertos. Las pantallas se llenan de dados de colores, pero es aún más disfrutable ver a Wood y Richards, socios de las cuerdas, intercambiando licks con un disfrute evidente. En su ya extendido estado de sobriedad, Wood es quien luce especialmente renovado, con momentos de lucimiento personal y punteos que le dan otro protagonismo. Pero, claro, nada se compara a lo que produce Mick cuando le agradece a Ciro (con quien estuvo charlando largo rato en el backstage) y dice “Qué linda semana pasamos en Buenos Aires, es el último show pero no se preocupen, compré un dos ambientes en Chacarita”. Entonces la banda larga “Out of control”, quizá no lo mejor de su producción reciente, pero que siempre encuentra eco en el público y así justifica la decisión. Para remachar el momento, la banda elige seguir con un tema que aún no había rescatado en esta visita, una caliente versión de “Beast of burden” que propicia un duelo vocal entre Jagger y Bernard Fowler. Tras la novedad en la lista llega el momento democrático de la noche, la canción “by request”: esta vez, las cuatro opciones ofrecidas en el sitio rollingstones.com eran “Bitch” (de Sticky Fingers) “Rocks off” (Exile on Main Street) , “Doo Doo Doo Doo Doo (Heartbreaker)” (Goats head soup) y “You got me rocking” (Voodoo Lounge). El peso de los hits se hace sentir, y el voto popular consagra a la última, un rock stoniano de pura cepa que provoca el enésimo mar de brazos en alto.

Se ha dicho ya con respecto a esta gira que opera como un “greatest hits” en vivo, y el concepto se refuerza con el combo que sigue. El próximo mayo se cumplirán cincuenta años de la publicación de “Paint it black”, y su potencia no disminuye con el correr del tiempo: en La Plata basta que suenen las primeras notas de reminiscencia oriental para que el remanso quede atrás y vuelva a desatarse un delirio general. Y, otra vez, apenas se escucha el cencerro que abre la apenas más joven “Honky Tonk Women” (de 1969), el delirio se convierta en baile, en una masa de gente que va y viene, que se entrega a la fiesta, que ni siquiera advierte que recién está llegando la mitad del show y el termómetro está al rojo, y no precisamente por el verano caliente de estas tierras. Como si fuera necesario, Jagger arenga revoleando una toalla: de pronto las tribunas y el campo atestado se llenan de remeras al viento.

Llega el momento de las presentaciones, pero Jagger se reserva otra sorpresa: “Entre nuestros invitados de esta noche está el famoso Charly García”, suelta y señala el palco de honor, provocando un “Olé, olé, Charly, Charly” que atruena. Tim Ries y Karl Denson, encargados de llenar los zapatos nada menos que del fallecido Bobby Keys, son saludados con cortesía, al igual que el tecladista Matt Clifford; el cantante Bernard Fowler, que ya desarrolló su propia historia con el público local (el jueves pasado aprovechó y dio su propio show en el Roxy Live) y el ya veterano acompañante Stone Chuck Leavell (teclados) levantan el aplausómetro; Sasha Allen, la vocalista debutante en este tour, recibe sobre todo la aprobación masculina general. Por su veteranía en el lugar del bajo, Darryl Jones sube otra nota. Y no hay sorpresas en el habitual ranking stoniano: la escala ascendente arranca en Ronnie (“El Jorge Luis Borges de la guitarra”), que hace una reverencia y finge una lumbalgia; sigue por Charlie y esa simple remera blanca que contrasta con las sedas de sus compañeros; y llega a otra atronadora expresión de amor popular por Keith, el Stone que vino antes que los Stones (en aquel Vélez de 1992), el que tanteó el terreno a ver si era cierto que aquí había una patria rolinga, y volvió y le dijo a sus compañeros que era hora de bajar al sur.

“Muchas gracias”, deja caer, con esa sonrisa de oreja a oreja, el Stone de pelo blanco y vincha, antes de lanzarse a su miniset, que en la primera fecha revisitó a “Can’t be seen” y “Happy” y en la segunda a “Slipping away” y “Before they make me run” y que ahora se detiene en una acústica “You got the silver” y nuevamente “Happy”, gran momento de Exile on Main Street. Con Richards también sucede algo extraño, algo que también se percibe en su reciente disco solista Crosseyed Heart: la voz que parecía definitivamente estragada en shows anteriores luce hoy más entera, y su momento solista bajo las luces es un disfrutable minifestival desmadejado, otro show dentro del show. Pero el protagonismo del guitarrista se extiende en el momento más experimental que ofrecieron los Stones en este regreso, una demoledora versión de “Midnight rambler” que consigue convertir a una cancha de fútbol en un bar de mala muerte impregnado del más sucio rhythm’n’blues: en sus idas y vueltas, en sus aceleraciones y momentos arrastrados, en los solos de armónica de Jagger, el tema de Let it bleed –última participación de Brian Jones antes de su salida forzada– es sin dudas uno de los momentos altos de un show que abunda en ellos.

Porque lo que viene, precisamente, es un blitzkrieg que conmueve los cimientos del Unico, que rinde definitivamente a un público a esa altura extasiado. “Quiero saber algo: ¿son el país más Stone del mundo?”, provoca Mick, generando una contundente respuesta popular que reactiva el afiebrado “vamolosestón, vamolosestón” de todos los rincones. La negritud rítmica de “Miss you” propicia nuevos pasos de baile de un Jagger que agota todas las referencias a su impecable estado físico. Ya todos saben que el tipo es un atleta, que hace mucho tiempo abandonó el menú de excesos que aterraba a los adultos y cultiva el entrenamiento necesario para comerse el escenario. Pero aún así sorprende que haga lo que hace, y que a pesar de la enésima repetición de los ritos del frontman consiga siempre ponerle onda, ser el Mick Jagger que la multitud espera ver. El es el encargado de llevar a la bella Sasha al borde de la pasarela para otro momento caliente e impregnado de soul, la “Gimme shelter” que sirvió como manifiesto antibélico de la banda sobre el cierre de los ‘60. Enredada en un caliente dueto con Jagger, Sasha cumple y dignifica: la demoledora versión que resuena en La Plata es la mejor puerta de ingreso a la parte final del show.

Porque el final, claro, es de fiesta desatada. Entre tantos y tantos himnos Stone, “Brown sugar” (a pesar de los pifies en el arranque) es uno de los que mejor funciona para la ceremonia de ida y vuelta con el público, felizmente entregado a lo que ya se vive como apoteosis rockera, debidamente arengada por un Mick de brazos alzados. Es el momento en que todo se tiñe de rojo para una de las más perfectas y seductoras provocaciones de la historia del rock, ese “Sympathy for the devil”, que, en combinación con una incendiaria rendición de “Jumpin’ Jack Flash”, le pone el moño a un concierto demoledor.

Las últimas dos escalas en el viaje Stone por tierras argentinas se abren con voces celestiales. En su tercera participación, ya canchero en esas lides, el Grupo de Canto Coral le pone clima a “You can’t always get what you want”, que a esa altura de la noche y ante los rostros que abundan en la multitud suena más bien a paradoja. En la despedida, todos los que llenaron el estadio parecen estar obteniendo exactamente lo que querían. Y la sensación se convierte en éxtasis cuando suena el himno de himnos: cómo no obtener satisfacción de dos horas y cuarto frente a una banda que parece haber encontrado el secreto para rockear en la tercera edad.

Y ya está, se terminó. “Vamolosestón, losestón, losestón, vamolosestón”, aúlla un público feliz que, si le daban la oportunidad, llenaba tres estadios más. Ya saludó la banda completa y ya saludó el cuarteto de señores ajados pero elegantes, capaces de mejorar en vez de degradarse con el tiempo, poniéndole un moño a 21 años de amor con la patria rolinga celeste y blanca. Se acabó la fiesta. ¿Se acabó la fiesta?

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