Mar 08.03.2016
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MUSICA › NIKOLAUS HARNONCOURT FALLECIó EL SáBADO EN AUSTRIA A LOS 86 AñOS

Dueño de ideas que cambiaron una época

El vienés fue un director de orquesta excepcional, un ensayista de singular claridad y agudeza y maestro de cada uno de los músicos que tocaron con él. Siempre procuraba encontrar su propia verdad a partir de aquella que anidaba en la música.

› Por Diego Fischerman

Existen las ideas de época, desde luego. Y las tendencias. Y hasta las modas. Pero también hay personas que por su fuerza, sus convicciones, la inteligencia y la originalidad de la mirada son capaces de torcer los rumbos. De mover a la historia. De hacer que, con sus ideas, cambien las épocas. Nikolaus Harnoncourt fue una de ellas.

Director de orquesta excepcional –tal vez el único capaz de insuflar en las interpretaciones de Mozart, Haydn y Beethoven la teatralidad de la retórica presente en el pensamiento de estos autores–, ensayista de singular claridad y agudeza, maestro de cada uno de los músicos que tuvo la fortuna de tocar con él, fue el primero en hacer mucho de lo que hoy es práctica corriente. Pero además fue capaz de revisarlo una y otra vez.

Nunca se quedó quieto, hasta que, en diciembre pasado, anunció la cancelación de sus actuaciones programadas y su retiro de la actividad musical. Le “faltaban las fuerzas físicas”, dijo. El sábado pasado, a los 86 años, murió en su casa de Sankt Georgen im Attergau, en Austria, acompañado por su mujer, Alice. Ella era la legendaria violinista de las versiones pioneras de Harnoncourt con el Concentus Musicus de Viena, la orquesta que fundó en 1953 y que cambiaría para siempre el paradigma interpretativo del barroco.

Nacido en Berlín pero vienés por elección, Harnoncourt había comenzado su carrera como cellista. En las primeras grabaciones con su grupo, adoptó la viola da gamba –de hecho, el disco inaugural del Concentus fue una interpretación de las Fantasías para violas de Henry Purcell– y fue el primero en grabar las sonatas de Johann Sebastian Bach para ese instrumento con una viola y no con un cello, aunque su manera de tomar el arco, con la palma hacia abajo y no hacia arriba, fuera la de un cellista. También tuvieron su firma los registros inaugurales de los Conciertos Brandeburgueses y La Pasión según San Mateo, de Bach, o de las óperas Orfeo, Il retorno d’Ulisse in patria y L’Incononazione di Poppea, de Claudio Monteverdi, con instrumentos originales o réplicas exactas y, más importante aún, respetando las dimensiones y proporciones de las orquestas antiguas y los modos de fraseo y articulación que se detallaban en los tratados de esas épocas, hasta ese momento ignorados por los intérpretes.

A partir de las décadas del 70 y 80, Harnoncourt comenzó a conducir orquestas “tradicionales” como la Filarmónica de Viena, la del Concertgebouw de Amsterdam o la Orquesta de Cámara Europea. Sus lecturas siempre buscaban, por encima –o por detrás– de las costumbres, encontrar su propia verdad a partir de aquella que anidaba en la música. “Es necesario limpiar las tradiciones en la interpretación de música sinfónica clásica y romántica”, decía en ocasión de sus referencial registro de las Sinfonías de Brahms junto a la Filarmónica de Berlín. “Sucede que en realidad son muy recientes; son tradiciones de los años 40 o 50. Para encontrar una voz propia hay que poder hacerlo a partir de la del compositor, y para eso hay que buscarla debajo de una cantidad de modalidades interpretativas que fueron adhiriéndose a la música alrededor de los años y, sobre todo, que se fijaron como verdades a partir de la grabación del sonido y la industria del disco.”

Autor de varios libros y ensayos fundamentales –El diálogo musical, La música como discurso sonoro y La música es más que las palabras son algunos de los que fueron traducidos al castellano–, Harnoncourt, cuyo nombre completo era Johann Nikolaus Graf de la Fontaine und d’Harnoncourt-Unverzagt, tenía el título de conde y era descendiente directo del Archiduque Johann, de la casa de los Habsburgo. Alumno de cello de Paul Grümmer y de Emanuel Brabec en la Academia de Viena, ingresó a la Sinfónica de esa ciudad en 1952 y continuó tocando con ella hasta 1969. Allí aprendió, decía, aquello a lo que no quería parecerse: “La precisión militar de directores como George Szell y la manera indiferenciada de tocar toda la música; Händel era tocado, mayormente, como Brahms, y el resultado era una rara mezcla de genialidad, tradiciones del siglo XIX e ignorancia”. Grabó La Pasión según San Mateo en tres oportunidades. La última, registrada en 2001 y con la extraordinaria participación de la mezzosoprano argentina Bernarda Fink en la voz de “alto”, es musicalmente impecable. Pero ése es apenas el comienzo. Es, además, de manera palpable, la historia de un hombre que muere y resucita en la fe de sus contemporáneos. Su Requiem de Mozart, con una cualidad de dramatismo casi eléctrico, sus sinfonías de Dvorak, las sinfonías de Brahms, el exquisito, casi camarístico Triple Concierto de Beethoven, con el pianista Pierre-Laurent Aimard, Thomas Zehetmair en violín y Clemens Hagen en cello como solistas, o, de Haydn, las Sinfonías parisinas y la ópera Armida, con Cecilia Bartoli en el papel protagónico, quedan como mojones de la interpretación musical. Sus fuerzas físicas lo abandonaron. Las del espíritu –las de su obra– seguirán estando aquí.

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