Lunes, 11 de abril de 2016 | Hoy
MUSICA › A CIEN AñOS DEL NACIMIENTO DE ALBERTO GINASTERA
Fue uno de los compositores argentinos de música académica más notables del siglo XX, pero también hurgó en las raíces criollas. Fue maestro de Piazzolla y fundador de espacios musicales. Escalandrum y el colectivo de músicos Cimap lo homenajearán este jueves.
Por Cristian Vitale
Cultura es muchas cosas. Es la sonrisa que brilla en todos lados, como canta León. Que se refugia en las manos de un trabajador, porque es todo lo que el hombre modifica precisamente con sus manos. O con su intelecto. O con la imaginación. O con sus asombros sobre la tierra, las ideas, las artes, las costumbres y el entorno del lugar que habita, que puede ir del pago chico al universo, y volver. Todo hombre o mujer, por tanto, es un ser cultural. Descartada cualquier otra intención “erudita” o de elite (aquello que llaman “la alta cultura”), aún no se ha inventado un concepto, o no se ha mensurado qué grado, qué dosis de esa cultura que tiñe de realidad la realidad, le tocaría a un músico que vaya si modificaba “lo natural” –entre mil comillas, tratándose del tema– con las manos, la imaginación y el intelecto. Tipos así nacen cada cien años. Y justo un día como hoy –hace cien años– nacía uno de ellos: Alberto Ginastera. El 11 de abril de 1916, una casa de Barracas daba sus primeros cobijos, mimos y alimentos a quien se convertiría en uno de los compositores argentinos de música académica más referenciados del siglo XX. En uno de los más relevantes, incluso, a nivel mundial.
Alberto Evaristo Ginastera –a quien Escalandrum y el colectivo de músicos CIMAP, Ministerio de Cultura de la Nación mediante, homenajearán este jueves a las 18, en la Casa de la Cultura Popular de la Villa 21-24– daba con varias de las mil y un acepciones del término cultura que existen. O con casi todas las que se acotan –por bajar un cambio– en la creatividad musical. Y un posible nudo entre ellas tiene dos nombres y un apellido: Astor Pantaleón Piazzolla, popular y académico a la vez; “erudito” y transformador; “culto” y trabajador; amo y esclavo, tomando la idea hegeliana. Lo podría ser porque, a través de su obra, se puede divisar mejor la dimensión creativa y laboriosa de Ginastera. Don Astor Pantaleón no solo fue –allá por los albores de la década del cuarenta del siglo pasado– uno de sus alumnos más brillantes sino que impregnó sus músicas de improntas clásicas (Bartók, Stravinsky, Ravel) que a su vez se colarían, conscientemente o no, en varias de las bellas piezas tangueras que vendrían a posteriori. Y también en simultáneo, porque por esos tiempos, Piazzolla era bandoneonista de la orquesta de Aníbal Troilo y, según le cuenta el mismo Astor a Natalio Gorín en el libro A manera de memorias. “Todo lo que estudiaba con Ginastera lo quería probar en su orquesta (...) Le metí una introducción con cello, bastante larga, a ‘Inspiración’ y a Troilo no le gustó”, evocó el marplatense, acerca de un momento clave de su vida: el acercamiento a la música académica –Ginastera mediante– que le traería bravos enfrentamientos con varios de sus compañeros de orquesta, excepto con Kicho Díaz y Hugo Baralis. “Me llenaban de porquerías el estuche del bandoneón”, recuerda Piazzolla, en otra parte del libro.
Otro brazo popular –muy posterior– fue cuando el trío progresivo Emerson, Lake & Palmer tomó de Ginastera el cuarto movimiento de su primer concierto para piano y lo traspasó al mundo del rock bajo el nombre de “Toccata”, en uno de sus discos más brillantes: Brain Salad Surgery (1973), algo que le cayó muy bien al músico de Barracas. Resultaría un error, sin embargo, acotar el aporte de Ginastera a la cultura musical universal con estos dos ejemplos. Su empiria personal marca que se graduó en el Conservatorio Nacional de Buenos Aires, en 1938. Que dos años después –beca Guggenheim mediante– estudió con Aaron Copland en Estados Unidos. Que además fundó y fue decano de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de la Universidad Católica Argentina. Que colaboró en la revista Sur. Que hacia fines de los cuarenta, fue creador y director del conservatorio de La Plata. Que vivió en Estados Unidos en plena época de flower power (¿por dónde le habrá pasado esto?) y que luego se mudó a Europa, continente que aspiró (Ginebra, puntualmente) sus últimos suspiros en 1983, a los 69 años.
Y que en medio de ese largo hiato que cobijó al aprendiz, al maestro y al fundador de espacios musicales, Ginastera dedicó gran parte de su tiempo a la creación, en especial de músicas con auras tradicionales criollas que representó su período de “nacionalismo objetivo” –luego vendrían el “subjetivo” y el neo expresionista– como las danzas argentinas de 1937 (conformadas por la tríada “del viejo boyero”-“de la moza donosa”-“del gaucho matrero”), la vidala inmiscuida entre sus doce preludios americanos, obra de 1944 en la que la licenciada en artes Lisa Di Cione –según consigna en un artículo del libro Tangos cultos, compilado por Esteban Buch– visibiliza uno de los poquísimos vínculos explícitos de Ginastera con el tango, más allá de haber “formado” a Piazzolla. Y lo hace justamente en el preludio número 8, titulado “Homenaje a Juan José Castro”, figura “académico tanguera” que casualmente había dirigido el estreno de la suite orquestal del ballet Panambí en el Teatro Colón, en 1937.
Por esa línea nacional, también concibió la música de la película Malambo (1942), de Alberto de Zavalía; algunos ballets destacados como el mencionado Panambí y Estancia, parida en 1941. Luego de esa época nacional y tradicionalista, y fruto de un intenso devenir, desembocó en el “nacionalismo subjetivo”, período al que pertenecen su “Sonata Número 1 para piano” (1952) y las “Variaciones concertantes para orquesta de cámara” (1953), entre muchas otras obras. Y un profuso tercer período al que se llamó neo expresionista y contempla las tres óperas de su trayecto (Don Rodrigo, 1964; Bomarzo, 1967 y la dramática Beatrix Cenci, en 1971, junto al poeta Alberto Girri), más el concierto para piano número 2 (el de “Quasi una fantasía”) y los Estudios Sinfónicos de 1967, momento en el cual el dodecafonismo de Arnold Schönberg ya había dejado de ser algo ajeno a su “heterodoxo” nacionalismo, y se mezclaba en un todo que podía recorrer el mundo sin provocar extrañezas.
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