MUSICA › A LOS 57 AÑOS, MURIO PRINCE, UN ARTISTA ESENCIAL
En cuatro décadas de carrera hizo lo que se le antojó, en lo artístico y hasta en lo contractual. A pesar de algunos baches, en los últimos tiempos se mostraba con un vigor renovado y buenos discos. Su último show fue el viernes pasado, solo con un piano.
› Por Eduardo Fabregat
El 21 de abril de 2016, el púrpura viró al gris, y el mundo perdió groove.
Es de esas noticias que todos chequearon y recontrachequearon, rebuscando en todo sitio posible, porque con las redes sociales nunca se sabe y porque –en realidad– nadie quería creerlo: a los 57 años, murió Prince. Y uno escribe la frase y la vuelve a leer con incredulidad, porque todavía resuena el lamento por otro gigante como David Bowie, porque sigue costando creerlo. Murió Prince, y murió en su lugar en el mundo, su hábitat natural, el estudio Paisley Park de Minneapolis, allí donde parió una revolución aun para los estándares de la música afroamericana del siglo XX. Al cierre de esta edición no habían mayores datos que la fuerte gripe que lo había bajado de un avión el viernes 15, tras un show en Atlanta de Piano and a Microphone Tour, una gira en la que prescindía de la parafernalia de esas bandas que arrancaban la cabeza del espectador para concentrarse en una labor íntima. Al cierre de esta edición no se sabía mucho más, y la versión de la gripe parecía traída de los pelos. Al cierre de esta edición seguía ganando la incredulidad.
Sí, claro, todos son mortales, y Prince no es el primer caso de un artista que se va antes de tiempo. Pero –tampoco es la primera vez– cuanto más grande el artista más potente es el impacto. La pequeña humanidad de Prince contuvo a un músico a quien le cabe como a pocos el término de “excepcional”, algo que sucede muy de vez en cuando en una historia musical en la que ha sucedido de todo. Una explosiva combinación de genialidad compositiva, virtuosismo para la ejecución de múltiples instrumentos, expresividad vocal, talento performático y oreja para la producción, acompañada por una audaz visión de cómo llevar una carrera artística sin rendir cuentas ni pedirle permiso a nadie. La guitarra de Jimi Hendrix y el soul de Marvin Gaye, el endemoniado ritmo funk de James Brown y la exquisita sensibilidad de Miles Davis, el groove de Parliament / Funkadelic y el engrasado romanticismo de Barry White, en una coctelera donde cabía el amor platónico y el sexo explícito, el aura religiosa y la arenga política. Y todo ello no como copia y réplica, como canibalización ingeniosa, sino como ingredientes de un tipo con personalidad propia e irrepetible. Se ha dicho de muchos artistas que eran “únicos”. Prince fue único de un modo... único.
Hay que leerlo otra vez: murió Prince. Hay que tratar de creerlo.
¿Cómo hizo para, a sus escasos 19 años, convencer a los directivos de Warner Bros de que en su disco debut solo tocaría él, y que se encargaría de la producción? Parece evidente que, desde el comienzo, Prince Rogers Nelson hizo gala de un aura de autosuficiencia, y tuvo con qué respaldarla. Eso de cubrir con el cuerpo los cheques que extendía el ego: nacido en Minneapolis el 7 de junio de 1958, Prince creció con la influencia de sus propios padres artistas, el músico de jazz John Lewis Nelson (que solía actuar con su Prince Rogers Trio) y la cantante Mattie Shaw. La leyenda familiar afirma que a los 7 años el pequeño ya tocaba el piano y había compuesto su primera canción; como fuera, en 1975 ya estaba en una banda llamada 94 East, pero un par de años después se arreglaba solo y, con la sencilla herramienta de un demo grabado en un estudio de su ciudad, convencía al sello de que no había mejor acuerdo posible que darle el control absoluto en un contrato de tres discos.
Lanzado en 1978, For you tuvo alguna resonancia menor con “Soft and wet”, pero sobre todo sentó las bases de un modus operandi que se repetiría de modo sistemático en toda su carrera. Prince grababa todos los instrumentos en el estudio, pero para mostrar las canciones en vivo armaba mecanismos de relojería, ensambles en los que perseguía obsesivamente la perfección, donde ejercía de director de orquesta, donde le bastaba un mínimo gesto para detener en seco a todo el grupo en mitad de un compás. Su primera trilogía de discos, completada por Prince (1979) y Dirty Mind (1980), integró ejercicios alrededor de un funk bailable que pisoteaba alegremente las cenizas de la música disco: en una especie de reivindicación histórica, Prince venía a recordar que la música que había protagonizado los estertores de los 70 en Estados Unidos tenía una raíz negra, y de esa raíz podían salir expresiones superadoras de lo que llenaba las pistas. El provocativo Dirty Mind, con esa imagen de tapa en slip, el calenturiento “Uptown” como caballito de batalla y canciones tan sugerentes como “Head” –que no hablaba precisamente de una cabeza, sino de lo que podía hacerse con cierta parte de ella–, pusieron al jovencito bajo la atención del público, de los medios y del habitual coro escandalizado por los gemidos del moreno. Que en Controversy (1981) entregara otra de esas baladas húmedas como “Do me, baby”, y que mezclara sexo y religión en el tema que titulaba al disco no hizo más que agregar fuego a ciertas críticas. Las ventas iban bien, pero en Warner empezaban a preguntarse si el niño prodigio era tan prodigio para compensar los dolores de cabeza.
Y entonces llegó 1982. Y entonces llegó 1999.
“Esta noche voy a fiestear como si fuera 1999”, arrancó Prince su quinto disco, y el público ávido de otro sonido en el pop empezó a parar las orejas. Desde la tapa, el moreno daba un golpe de timón: en vez del personalismo de una imagen propia, dio un golpe visual con pura psicodelia púrpura, su nombre y el título en letras sinuosas que anticipaban algo distinto. Un disco ambicioso, doble, con apenas algunas asistencias en voces (sobre todo de sus socias Wendy Melvoin y Lisa Coleman) y un puñado de canciones que coparon la radio y abrieron la puerta grande. “1999” se encargó de llamar la atención, “Little red Corvette” y el infeccioso “Delirious” pusieron a Prince en un lugar diferente al de “ese morochito que te hace bailar”. Años antes del lenguaje tuitero, Prince empezaba a acostumbrar a su gente a utilizar el 4 en vez de “for”, el 2 para “to”, la U en lugar de “you” y un ojo en vez del pronombre “I”. Sus canciones, su voz y su magnética performance empezaban a acaparar espacios.
Y para colmo, su siguiente movida fue un golpe maestro. En búsqueda de un sonido más orgánico y “vivo”, Prince decidió para su siguiente álbum grabar con una banda hecha y derecha, a la que bautizó The Revolution e integró con compañeros de correrías en vivo como Wendy & Lisa, el baterista Bobby Z, el tecladista Matt Fink y la cantante Apollonia Kotero. La misma Apollonia era coprotagonista de la película que cimentó el proyecto, un film clase B dirigido por Albert Magnoli y escrito por el mismo Magnoli y William Blinn, aunque con las evidentes directivas de Prince. La historia era menor, la lucha de un muchachito por triunfar en el competitivo mundo de la música: lo que valía eran las canciones. Y vaya si valían.
Purple rain (1984) fue el salto al superestrellato. Vendió un millón y medio de copias en su primera semana en EE. UU. (donde terminaría llegando a 13 millones de unidades), desbancó al Born in the USA de Bruce Springsteen del número 1 y le dio al Príncipe de Minneapolis el status que buscaba desde hacía seis años. Esta vez, la balada perversa tenía la fiereza de “Darling Nikki” –que hizo enrojecer a Tipper Gore y redoblar su campaña para pegarle stickers de advertencia a los discos–; el pop podía oscurecerse tanto como “When doves cry” o deformarse al punto de “Computer blue”; los sintetizadores y la guitarra distorsionada podían casarse tan bien como en “Let’s go crazy” y había cumbres de dramatismo como “Take me with U”. Pero la cereza púrpura era esa monumental canción final, grabada en vivo el 3 de agosto de 1983 en un show en Minneapolis: ocho minutos cuarenta de un clásico instantáneo que al día de hoy, con sus escalas ascendentes y descendentes y el coro desgarrado del final, sigue erizando la piel. “Purple rain” hizo de Prince uno de los artistas esenciales de los años 80. Y no hacía más que comenzar.
Una célebre anécdota describe la cara de estupefacción de los ejecutivos de Warner el día que Prince les hizo escuchar su nueva criatura. A pesar de otra canción épica como “The ladder”, Around the world in a day (1985) no era la segunda parte de Purple rain. Lo nuevo de Prince & The Revolution era un viaje lisérgico, un ejercicio psicodélico y deforme al que pocos le tuvieron confianza, hasta que “Paisley Park”, “Pop life” y sobre todo “Raspberry beret” hicieron estallar las radios. El muchacho braceaba tranquilo en su período de gracia, disfrutaba cuando la prensa definía al disco como “el Sgt. Pepper de Prince” y comandaba a una banda que no dejaba nada en pie. Cuando todos esperaban otro estallido de color, les tiró por la cabeza otra película más bien olvidable, dirigida por él en blanco y negro. Pero Under the cherry moon fue el soundtrack de otro disco desafiante, que se desmarcaba del sonido anterior: Parade (1986) podía sonar tan retorcido como “Christopher Tracy’s Parade” o “Life can be so nice”, tan naïf como “Do U lie?” y tan melancólico como “Under the cherry moon”, pero al cabo trajo otro hit monstruoso, con Prince alternando el falsetto con su voz normal y seduciendo a las multitudes con la guitarrita de “Kiss”.
En una era en que los músicos se toman cuatro o cinco años para parir un solo disco, asombra el derrotero de Prince en su década ganada. Exactamente un año después del lanzamiento de Parade, ya tenía otro disco. No solo uno: un disco doble. Un disco ya sin The Revolution, en el que volvía a tocar casi todos los instrumentos. Un disco de influencia planetaria llamado Sign’O’the Times.
Es imposible minimizar la potencia de la obra cumbre de Prince: Signo de los tiempos define una época e influye en las que siguieron. Por dar solo un par de ejemplos cercanos, sin ese disco Parte de la religión y Ciudad de pobres corazones serían otra cosa. Desde el clínico relato de la sociedad reaganista de “Sign’O’the times” a la cabalgata de “The Cross”, de la invitación al baile de “I could never take the place of your man” a las inquietantes “The ballad of Dorothy Parker” e “If I was your girlfriend” –donde se desdobla en un alter ego femenino llamado Camille– el disco de 1987 es quizá demasiado bueno: aunque Prince siguió trabajando y grabó grandes obras, Sign’O’the Times es difícil de superar. La película de concierto (que en Argentina se pudo ver en el Broadway, en funciones auspiciadas por Página/12) mostraba a una banda feroz, comandada por un tipo que, antes de los 30 años, alcanzaba una madurez reservada a los muy grandes. A la altura de su noveno disco, con su estudio Paisley Park casi terminado, Prince ya no necesitaba demostrar nada y podía dedicarse a hacer lo que se le antojara.
Lo hizo. En los últimos dos años de la década, grabó un disco maldito –The black album– que vería la luz mucho después; desconcertó a los que esperaban otro Sign... con el inspirado Lovesexy (que irritaría a unos cuantos con una primera edición en CD con sus nueve canciones integradas en un único track); le puso canciones al reboot de Batman de Tim Burton reciclando algo del Album Negro y entregando grandes momentos como “Electric chair” y “Partyman”. Y cerró el decenio por todo lo alto con un disco magnífico, Graffiti Bridge (1990), con el que hizo una película en la que otra vez jugó al pobre músico incomprendido y presentó a su nueva banda The New Power Generation. Mientras algunos todavía estaban tratando de descular los yeites de Sign’O’the Times, el sonido de bombo de Graffiti Bridge hizo temblar las paredes y darse por vencidos a varios.
Como no podía ser de otra manera después de semejante seguidilla, los años ‘90 de Prince fueron más irregulares, y estuvieron signados por su conflicto con Warner, que lo llevó a pintarse la palabra “esclavo” en la mejilla. De todos modos, en el arranque de la década aprovechó el envión con Diamonds and Pearls (1992), un disco bien “de banda”, de sonido poderoso y con canciones que hicieron lo suyo, como “Cream” y los demoledores “Gett off”, “Jughead” y “Daddy pop”. Esa banda fue la que protagonizó el legendario show en la Argentina (ver aparte), pero se fue desgajando con el correr de los discos hasta desaparecer y dejar a Prince nuevamente como solista.
Pero la industria ya no era la misma, el estallido del CD llevaba a una proliferación de productos que competían en las vidrieras y los responsables del sello querían que su artista bajara el ritmo. La disponibilidad de Paisley Park hacía que Prince grabara sin parar, compusiera para otros artistas y quisiera editarlo todo: lo consiguió con “el disco del simbolito” que contenía “Sexy Motherfucker” y “7”, pero que quisiera editar otro tres meses después y apareciera con la idea del quíntuple The Crystal Ball llevó a un conflicto sin retorno. Come (1994) anticipó la ingeniosa solución que craneó el moreno, que en la tapa puso un enigmático “Prince 1958-1993” y luego anunció al mundo que ya no era Prince sino... ese símbolo impronunciable que combinaba los masculino y lo femenino. “El paso que tomé para emanciparme de las cadenas que me atan a Warner en cambiar mi nombre Prince por el de Love Symbol. Prince es el nombre que me dio mi madre, y Warner lo tomó, lo convirtió en marca registrada y lo usó como herramienta de marketing para promocionar la música que escribí. Me convertí en un peón para producir más dinero para Warner”, declaró, afirmando que “Love Symbol” o AFKAP (sigla en inglés para El Artista Antes Conocido Como Prince) no tenía ningún contrato.
Aunque parezca mentira, se salió con la suya. El simbolito le sirvió para sacar un disco tras otro, algunos tan buenos como Chaos and disorder (1996) y otros con buenos pasajes como el triple Emancipation (del mismo año) o Rave Un2 the joy fantastic (1999). En la primera década del nuevo siglo volvió a su nombre para grabar discos de alto nivel como Musicology (2004, para Sony) y 3121 (2006, para Universal), y hasta regalar Planet Earth (2007) con el periódico inglés The Mail on Sunday. Aunque el centro de la escena estaba ocupado por nuevos artistas, en todos los discos encontró momentos para brillar y demostrar que Prince seguía siendo Prince.
En el camino de Prince quedan muchos misterios, como su conversión al veganismo y a los Testigos de Jehová, y la oscura historia de su matrimonio con Mayte García y el nacimiento de un niño que murió poco después; el espíritu reclusivo que lo llevó a no dar entrevistas con grabadores o anotadores y el celo obsesivo con el que eliminó de la web todo material sonoro o audiovisual que no estuviera bajo su control, restringiendo su música a la plataforma Tidal. Pero lo cierto es que los últimos años de su vida estuvieron signados por un reverdecer de su creatividad: tras algunas pausas de grabación inéditas en su ritmo, en 2014 retornó a Warner con un disco soberbio, Plectrumelectrum, en el que se acompañó por una banda femenina (3rdeyegirl, integrada por Hannah Welton, Donna Grantis e Ida Kristine Nielsen), editado al mismo tiempo que otro disco al estilo solista, Art Official Age. En 2015 volvió a la carga con Hit’N’Run Phase One, y en enero de este año siguió con la Phase Two, aún inédita en CD en la Argentina, que abre con “Baltimore”, una canción alusiva a los asesinatos de jóvenes afroamericanos a manos de la policía en Estados Unidos: en ambos suena un Prince renovado, gozando del resultado de una gira estadounidense y europea que lo mostró en excelente forma artística.
Y todo eso, sin embargo, debe hoy conjugarse en pasado. Y hay que escribirlo de nuevo: murió Prince. Y sigue costando creerlo.
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