Lunes, 18 de diciembre de 2006 | Hoy
MUSICA › RECITAL DE LA RENGA EN EL ESTADIO MUNDIALISTA
El trío de Mataderos presentó su flamante doble cd, Truenotierra. El título fue premonitorio: el show estuvo a punto de suspenderse debido al diluvio y al apagón que sufrió la ciudad. Pero se hizo y hubo fiesta para todos.
Por Cristian Vitale
Desde Mar del Plata
Viernes temprano. Ultimo fin de semana pre fiestas. Mar del Plata está de pretemporada y el paisaje humano equidista entre los desérticos días de invierno (cuando la ciudad es más bella que nunca) y los de la urbe-hormiguero que es en enero. Está en un punto medio. Hay calma y ritmo tranquilo en las calles. Turistas extranjeros se mezclan con lugareños expectantes por la temporada que vendrá y el sol –muy fuerte a las tres de la tarde– es una invitación a entrelazarse con la olas sin tener que pisar gente alrededor. Todo es así, hasta que llegan el primer tren del día, procedente de Constitución, y los micros de la mañana. Al momento del crepúsculo, el casco más urbano de la ciudad de Alfonsina muta. Está atiborrado de fanáticos de La Renga y aún falta un día para el recital. Pibes con heladeritas, mantas, esterillas, almohadas y guitarras transforman el paisaje en un auténtico muestreo de incondicionalidad rockera. Un bolichero –acostumbrado a recibir, en esta época, a la avanzada cholula marca Mardel– tilda la invasión de renga de “gasolera”, pero lo que brota, en todos los rincones, son anónimos e ilusionados representantes de la clase trabajadora que encontraron en el trío un refugio de felicidad. Un modo de pertenecer.
La noche es mágica. Plaza San Martín se convierte en un fogón enorme y la peatonal es la sede ideal para el descontrol afectivo. Los 40 pibes que la atraviesan ida y vuelta –aplaudiendo y cantando ¡con redoblantes!– no son hinchas de Estudiantes o River. Son de La Renga y tienen camisetas de todos los colores. La “victrola” del refugio rocker Pizza Libre estalla con “El revelde”, “El final es en donde partí” o “La nave del olvido”, y todos juegan al borracho amigo, que abraza a cualquiera, cuando el código es el de la esquina del barrio. Hacía casi un año que el trío no tocaba –-el último recital fue el de enero, en San Roque– y los momentos previos son festivos y ansiosos. Se baila, se canta, se aplaude, se bebe. O se va a la orilla del mar, donde la luna abraza, entiende esas cosas del corazón que la razón no. Al otro día, cuando un diluvio moja la ciudad y un apagón inmenso la deja a oscuras, el trío –con la veintena de amigos que lo acompaña en la producción– entra en desesperación. “¿Cómo hacemos para suspender esto?”, es la pregunta que circula en las horas previas y no hay manera de resolverlo, mientras el agua sigue cayendo y la luz no vuelve.
Treinta y cinco mil personas, estoicas e ilusionadas, ya van rumbo al estadio y los cánticos no dejan opción: hay que tocar. A las ocho de la noche, hay 20 mil fanas en el campo de juego. La masa se vale del plástico de hule azul, que la organización había puesto para no arruinar el césped. El piso muta en techo y desde la platea, también descubierta, se ven miles de cabezas debajo del hule. Se banca cualquier cosa, menos que La Renga no toque. Ayuda el generador propio del estadio, más otro alternativo. También que la tormenta amaina. Pero, sobre todo, la voluntad superadora de Tete, Chizzo y Tanque, que se arriesgan a dar un recital “a media máquina” con tal de no desahuciar a su gente. Desaparecen, empapadas, las típicas pantallas de los costados. Se esfuman los vendedores ambulantes, suenan de fondo temas de Pink Floyd, Led Zeppelin y Lennon –¡algunos silban “Imagine”!– y dos horas después de lo previsto La Renga empieza a presentar un disco, cuyo título termina siendo toda una premonición: Truenotierra.
La primera canción es del flamante disco doble. Se llama “Oscuro diamante”. Es ganchera y rápidamente reconocible, porque suena parecida a “Triste canción de amor”, el tema de El Tri, popularizado por La Renga en A dónde me lleva la vida (1994). Chizzo camufla muy bien el detalle al cambiar la melodía de voz, pero la canción –por símil a– ya tiene olor a clásico. Después, transcurren dos horas de estrategia inteligente para presentar buena parte del disco nuevo sin desesperar a los ortodoxos. A cada canción estreno le sucede un clásico y el mix resulta bien. “A tu lado” es el segundo tema y el primer estallido corporal colectivo. Después, retorna la calma con “Almohada de piedra” y otra vez descontrol, traccionado por la adrenalina de “Al que ha sangrado”. Y así. Entre los estrenos, hay canciones que marcan ciertos giros estéticos. La Renga no entraba a estudios desde Detonador de sueños (2003) y se nota que el largo hiato compositivo activó nuevas visiones. Otras inquietudes. No sólo en las historias que canta Chizzo –sus letras son más “crípticas”– sino en la música: “Montaña roja” es un ejemplo. Suena trabado, distinto y la base rítmica parece escaparles a las claves del éxito de antaño. “Cualquier historia” es denso, crudo, zeppeliniano, poco “coreable”. Y “Palabras estorbantes” (¿?) destila una atmósfera viscosa. Oscura para los cánones rengos. Los solos de Chi-zzo hieren y Tanque modera el tempo como nunca. Enreda y aletarga el ritmo que la canción exige.
Pero hay otros más familiares para la ortodoxia. “Llenado de llorar” –una balada acústica que Chizzo debe electrificar por problemas técnicos–- amerita un comentario anónimo acorde: “Alto tema”. “Cuadrados obviados” tiene la potencia marca “Hielasangre” y “Ruta 40”, clásico rocanrol de batalla, detona el comentario más lúcido de la noche de parte del cantante. “Este es un tema para escuchar en esa ruta que cruza el país. Lástima que la están promocionando tanto al turismo, pero igual viene bien, así toman conciencia del destierro al que son sometidos los primitivos dueños de esas tierras. De sus ventas injustas”. La otra parte del recital es la obligada y no hay mucho que agregar sobre la explosión hormonal que siempre generan “El revelde”, “Balada del diablo y la muerte”, el inédito “Viva Pappo”, “El final es en donde partí” o “Lo frágil de la locura”.
Tres de la mañana del domingo. Uno se da cuenta de los que estuvieron en la cancha porque el barro les llega a las rodillas. Las calles son como un hotel sin techos, paredes ni límites. Hay rengos y rengas durmiendo en las esquinas, en los bancos de la peatonal, a orillas del mar o en los bares de cerveza barata. El primer tren del día devuelve una tanda a los suburbios de Buenos Aires. El resto se evapora en colectivos escolares, micros de línea y –los menos– en auto. El sol estalla otra vez en la ciudad y el bolichero cuenta varios billetes salvadores. Y calla. Tal vez esté esperando que el rock de la clase trabajadora vuelva a pisar la ciudad, alguna vez.
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