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Martes, 20 de febrero de 2007

MUSICA › ENTREVISTA CON RAUL BARBOZA

“Quiero que mi acordeón cuente lo que no sé decir con palabras”

El notable músico argentino, radicado en Francia, vuelve a Buenos Aires para ofrecer su refinado abordaje del chamamé.

 Por Karina Micheletto

Pájaros. De eso habla Raúl Barboza con entusiasmo. Cuenta que los graba desde su ventana, que les saca fotos, que desde hace un tiempo hasta se anima a dibujarlos. Uno puede imaginar a este hombre que arrastra las erres con dulzura, en ese castellano cruzado por dos décadas de estadía en Francia, abriendo la ventana de su casa parisina a las 4 de la mañana, atento a los trinos que la ciudad no tapa a esa hora. Son otros pájaros, distintos a los de esa exuberante geografía litoraleña que su acordeón acerca cuando suena a chamamé. Pero unos y otros aparecen en su música, tal como vuelve a confirmar su último disco, Confidencial. Los martes y miércoles de febrero, Barboza hace sonar su acordeón en Notorious (Callao 966), acompañado por el guitarrista Horacio Castillo.

Además de ser apadrinado por Astor Piazzolla y Atahualpa Yupanqui, en su carrera Barboza tocó con gente como Cesaria Evora, Paco de Lucía, José Carreras y Mercedes Sosa. Como solista, al frente de diferentes formaciones musicales, fue dotando al chamamé de nuevas posibilidades expresivas. “Desde hace veinte años vivo en contacto con otras culturas y he podido ver, escuchar e interesarme. ¿Para qué? Para que mi acordeón cuente cosas que yo no sé decir con palabras”, explica, mientras desenfunda con cuidado su entrañable acordeón, “El morocho”, concebido artesanalmente por la casa italiana Piermanía.

Sus visitas a la Argentina están supeditadas a sus trabajos en Francia, pero son frecuentes. Aquí ya tiene hasta un documental que retrata su vida y su obra, El sentimiento de abrazar, de Silvia Di Florio. Su música lo ha vuelto todo un profeta en su tierra.

–Con este camino hecho, ¿cómo siente que es recibida su música hoy en la Argentina?

–Esto es como el fuego: uno lo prende, y después hay que echarle las ramitas para que no se apague. Tengo el conocimiento de una determinada música y cultura, y tengo muchos años de amistad con el instrumento. Eso hace que me sienta con una cierta seguridad, pero no quiere decir que el concierto o el disco vayan a ser un éxito. Eso nunca lo sé, siempre tengo que hacer mis esfuerzos, no para tocar mejor ni peor, sino para hacer el esfuerzo de no pensar en nada, para poder dejarme llevar por ese momento.

–¿Cómo es eso?

–Al momento de tocar me invade un sentimiento de enorme responsabilidad. No es que me pese, no me crea tensión de estrés, pero sí estoy, digamos, expectante. Yo no puedo salir pensando que está todo ganado, esto no es un tiro al blanco. Siempre puede pasar que el público no escuche lo que quiere, o de la forma en que desea escucharlo. Por suerte, nunca me ha ocurrido eso. En los últimos años más bien la gente se ha acostumbrado a aceptarme... ¡también con los defectos!

–A la hora de componer, ¿el paisaje ya está adentro o necesita volver cada tanto?

–El paisaje ya está adentro, yo no tengo que mirar para aprender. Pero es como cuando uno tiene mucho calor y espera que el viento sople un poco para refrescarse. Yo me refresco cuando vuelvo a ver lo que conozco, puedo recortar imágenes queridas, confirmarlas: sí, todavía está eso ahí, es cierto, existe... Están el tero, el zorzal cantando a la mañana, en lugar del mirlo, como allá. Son otros cantos, pero la actitud de la naturaleza en el pájaro es la misma.

–Y en su música están los pájaros de Francia y de Argentina.

–Están todos. Mi vida cotidiana se desarrolla en todos los sonidos que hay en la vida. Yo soy autodidacta y el oído me trabaja mucho, por eso presto mucha atención. A lo mejor no hablo porque estoy prestando atención a lo que pasa arriba, abajo, detrás... No es que miro: escucho, me quedan muy grabados todos los sonidos. Y los pájaros me encantan, no sólo por sus trinos, sino por lo que representan, con su libertad de volar; son animales que hacen soñar al hombre. Por ahí me despierto a las 4 de la mañana y me pongo a grabarlos, si tengo una máquina a mano les saco fotos, últimamente me he puesto a dibujarlos. Son una belleza los pájaros...

En Francia, Barboza está estudiando guaraní, el idioma que hablaban sus padres pero prefirieron no enseñarle. “No era vergonzoso, pero quien lo hablaba estaba marcado. Ellos quisieron ocultarlo para que no me sintiera apartado, para protegerme”, cuenta el músico. A los 9 años, Barboza comenzó a tocar el acordeón. Tenía como referentes a Tránsito Cocomarola, el Cuarteto Santa Ana, Aníbal Troilo y Carlos Gardel. “Maestros espirituales” que ahora enumera junto a otros como Piazzolla o Adolfo Abalos.

–¿Cree que el chamamé está lo suficientemente difundido?

–Hay que tener en cuenta que nuestra Argentina es muy grande, y hay artistas que son muy conocidos en Buenos Aires y no son para nada conocidos en Salta o Corrientes, y viceversa. Es cierto que todo pasa por Buenos Aires, pero no forzosamente es lo mejor. Muchas veces esta ciudad se pierde cosas maravillosas por una actitud chauvinista. A mí me hizo muy feliz ver a aquella niña que apareció en el Cosquín pasado con sus coplas y su caja, Mariana Carrizo. Salió y se ganó a todos, porque es una gran artista. Este es un país que fabrica grandes artistas de mentira, y ella, que lo es de verdad, tendrá que luchar mucho. Mucho más que si hubiese nacido en Francia, seguramente. Pero así es la vida, y no hay por qué quejarse: no me da tristeza, tiene la fuerza para luchar, porque la vida se le ha presentado así. En un país al que amo, también con sus defectos.

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Barboza actúa los martes y miércoles de febrero en Notorious.
 
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