Sábado, 23 de junio de 2007 | Hoy
MUSICA › ENTREVISTA A MANOLO GARCIA
Con una larga trayectoria a cuestas, es uno de los referentes de la canción española.
Por Cristian Vitale
Alguna explicación hay que encontrarle a que Manolo García sea un absoluto desconocido en la Argentina. El idioma no es. Habla en perfecto castellano por una simple razón: nació y vive en Barcelona. La trayectoria tampoco: de 42 años viviendo, junta 14 –con siete discos incluidos– como parte de la emblemática banda El último de la fila y casi diez como solista, que contienen tres discos y un girar, pendular pero intenso, por buena parte de Europa. Menos aún, lo que podría sospecharse: García no es mediocre carne de cañón de la industria sino un compositor libre, de buena pluma, cuyas canciones operan como plafón ideal para sus historias cotidianas. ¿Será el nombre, la vagancia mediática o apenas una forma de ser? “¿Sabe qué?, cada vez que termino un disco dejo de ser músico. Vuelvo a la vida civil, porque no me gusta perder el pie del suelo, vivir la vida de la calle me nutre para nuevas canciones. Una vida de aeropuertos, videoclips y televisión no te da canciones”, sostiene, como tratando de desentrañar el enigma.
Más concreto es el hecho de que García pisó cuatro veces la Argentina, aunque sólo dos en tren de músico. La primera, cuando aún era uno de los últimos de la fila, pero una semana cantándoles a las paredes no le alcanzó para penetrar en oídos argentinos. La segunda fue en el Ateneo, presentando Para que no se duerman los sentidos. “Espero visitar esos campos que tienen allí para que me den canciones”, se esperanzaba entonces el hombre. La necesidad de verde pampeano sintoniza con sus ensueños poético-naturalistas, muy bien plasmados no sólo en Para que no se duerman... sino también en sus dos trabajos anteriores: Arena en los bolsillos (1998) y Nunca el tiempo es perdido (2001). En los tres priman imágenes simples, abrasadoras y cálidas como aroma de almizcle, porque García construye con paciencia de artesano viajes hacia lugares idílicos, utópicos, de ensueño. “Entiendo que soy un poco de otro tiempo, porque noto en mí un disgusto con esta sociedad tecnológica y una complacencia con un mundo rural que no conozco, que apenas he olido”, confiesa este hijo de obreros emigrantes, que dejaron el destruido sur español después de la guerra civil. Manolo deja entrever ese mundo romántico –socialista y libertario, si se quiere– en canciones como “Si te vienes conmigo”, donde le promete a su amada ser “ácratas de bajo consumo”. “Sé que es una lucha estéril, pero me siento bien practicándola: no uso reloj, no llevo celular y veo muy poca televisión. Intento formarme un mundo a mi medida... habitar un paisaje que yo mismo genero. Me dibujo paisajes a mí mismo y los comparto, soy un urbanista poco convencido”, dice.
–“Busco una isla de orilla esmeralda”, “En los valles me pierdo, en las carreteras duermo”... ¿por qué alude a ese mundo sobrenatural en sus canciones?
–Somos una sociedad industrial y en la mayoría de los países se está abandonando el campo. Se opta por una política de servicios, de edificar para especular con el territorio y eso. Se le ponen trabas a la agricultura y me parece una idea estrambótica, porque se trata del alimento. Vivimos al capricho de unas multinacionales que nos envenenan. Esas situaciones me desazonan e inquietan, me demuestran que nuestra coherencia no es la normal.
–¿Es de los que piensa que todavía se puede cambiar el mundo?
–No. Pero por lo menos hacerlo un poco más habitable.
–En sus letras, los mensajes optimistas se mezclan con imágenes abrumadoras como “tormentas en mares de llanto”.
–Soy un escéptico participativo. Digo, no me creo nada pero trato de participar del caos interplanetario. A eso me lleva mi curiosidad, pero estoy forzado a ser positivo porque lo que me rodea es desalentador. Siempre en la historia del mundo hay motivos para llorar, pero estamos obligados a existir. Sabina tiene el suyo, Drexler el suyo y los Iron Maiden el suyo.
–Su música cruza elementos del rock con otros más mediterráneos. ¿Se autodefine como un rockero?
–El rock me ha impulsado desde crío. Me interesó siempre el trayecto rebelde del rockero, pero esa rebeldía se ha trastocado en los últimos años. El rockero entró al redil y hace cultura al hilo del dinero. Yo quiero estar en las filas del rockero inquieto, del que busca la utopía. Siempre tiendo a la ensoñación, a buscar un mundo perfecto que jamás voy a encontrar. Y a veces tengo que anclarme, ponerme piedras en los bolsillos para no estar volando demasiado.
Un viaje rápido hacia el pasado de García lo ubica como parte de Los Burros, banda que acompañó al argentino Sergio Makaroff cuando éste recaló en España en los ’80. “Duré un año y medio con él y después formé Los Rápidos, un grupo, digamos, fracasado. Nos pasábamos tocando en clubes chicos y al sacar un segundo disco y no vender, se nos tomó como carne de sepelio.” García recuerda que el nombre de su banda más sólida –El último de la fila– tiene que ver precisamente con eso. “La mofa de reírnos de nosotros mismos nos llevó a ponernos así y realmente salimos de las malas, El último de la fila para mí fue una escuela magna. Siempre buscamos el cuerpo a cuerpo, el peligro, el riesgo en la creación. Y es la idea que subyace en mí, porque para ser rockero tenés que sentirte orgulloso de ello. No podés sucumbir ante el éxito fácil.”
–Sabina, Serrat, Bunbury, Serrano. ¿A cuál de estos coterráneos elegiría como influencia directa?
–Me tienta decir Serrat porque ha aportado datos a los rockeros, pero no es rock. Entonces opto por Sabina. Sus textos me parecen magníficos: escribe con tino, gracia y desparpajo. Me gustan su ironía y su punto de cachondeo, algo que a mí me cuesta lograr.
–Su mirada es más íntima.
–Reservada e introspectiva. El mundo que dejo entrever en mis canciones es menos descifrable que el de Sabina.
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