Mié 15.08.2007
espectaculos

MUSICA › UNA NUEVA MILONGA EN LA TRASTIENDA PROPONE UN CRUCE NO ENSAYADO

A bailar, pero también a escuchar

Hasta ahora, la asistencia a las milongas estaba reservada a los que se atrevían, con mayor o menor destreza, a lustrar la pista. Durante cuatro lunes, el local de San Telmo ensaya una variante más integradora... pero que dispara debates en las mesas.

› Por Karina Micheletto

La tan promocionada “fiebre del tango” se materializa en Buenos Aires en formas de lo más diversas. Tanto que a veces parecen antagónicas. Están los lugares donde la reina es la lentejuela, y los reyes, los gringos del cambio a favor. Allí nunca faltan el bailarín que hace la media luna y el cantor que gorjea, y los consumidores locales se vuelven de lo más medidos ante el acecho del mozo. También están los centros culturales de donde da pena irse antes de que termine la rutina de los músicos, para no hacer que el caudal de público se vea reducido tan drásticamente. Y está, sobre todo, el territorio sobrevaluado de la milonga, ese lugar sagrado donde acude tanta gente y donde –cualquier bailarín principiante lo sabe– pertenecer tiene sus privilegios. No cualquiera se atribuye hoy por hoy el título de milonguero. Y hace bien.

La grilla nocturna de milongas porteñas está bien provista, de lunes a lunes, y las ofertas son variadas: hay desde clubes de barrio tradicionales, como el Club Sunderland, hasta milongas gay. Los ambientes y el público para el que están pensadas son muy diferentes (puede decirse que no se invitarían mutuamente a ninguna fiesta), pero en casi todas hay una regla de oro común: el que no baila se queda afuera. El sapo de otro pozo enseguida cae mal y la concurrencia se lo hace saber con miradas sutiles; es discriminado por ignorante o por pata dura. Si se va y deja el lugar a otro, mejor. Nada de “ir a ver cómo es”, “bailar un poquito”, o mostrarse tímido. En la milonga, la más linda es la que mejor baila, a prescindencia de su cara o de su cuerpo. Esta última característica –que no se repite en ningún otro espacio de danza y/o de diversión y/o de levante– debe apuntarse como la gran dimensión democrática de la milonga.

Entre tanta guía tanguera en papel ilustración, siempre lista para ser hojeada por el turista, parecía que no quedaba una milonga más por agregar. Pero el ingenio criollo no descansa. El lunes pasado se inauguró La Trastienda Tango Club, una milonga que se propone de perfil joven y –aquí está la grandísima novedad– híbrido: se ofrece escuchar tango, además de bailarlo. Y todo en una misma noche y en un mismo espacio. La inauguración abrió la apuesta: ¿Tiene futuro un lugar pensado para que convivan los milongueros y los que no lo son, o, en todo caso, para los expertos y los principiantes? La primera noche fue una suerte de muestrario ilustrativo de las posibilidades e imposibilidades a futuro en tal sentido. Sólo el tiempo, como siempre, tendría la palabra, si hablara. La nueva milonga –que en principio tiene programados cuatro lunes y apuesta a extender las fechas si la cosa marcha bien– mixtura clases de baile, exhibiciones a cargo de expertos milongueros, música en vivo y posterior pista libre para el baile, con la guía experta de un DJ tanguero. Los que ofician de locales son los integrantes del Cuarteto Típico Catenacho, dirigido por Diego Kvitko, y cada noche está previsto un cantor diferente. Para celebrar la inauguración, el lunes pasado se reunieron cuatro de los cantores del momento: Javier “Cardenal” Domínguez, Alfredo Piro, Walter “Chino” Laborde y Verónika Silva.

Cada uno en su estilo, ellos hicieron desfilar las múltiples formas posibles del tango de hoy: una versión de “Viejo smoking” en la voz melodiosa del Cardenal; una recia declaración tanguera a cargo de Piro (“A ver, que sirvan más copas, para poder olvidar...”); una puesta en escena con el sello del Chino Laborde (equipo de gimnasia, corbata finita y una gran versión de “Tinta roja”); Piazzolla y Ferrer bien abordados por Silva. Entre los que escuchaban, era fácil distinguir a los que habían ido preparados en función del baile, con vestidos y tacos al tono. A pesar de la invitación al “bautismo” de la pista, costó lograr que dos parejas rompieran el hielo.

En la previa a la milonga, los Primeros Campeones Mundiales de Baile de Tango, Gisela Galeassi y Gaspar Godoy (un título pretencioso, aunque bien ganado en su momento, que ellos admiten que sólo sirve en el exterior), dieron clases de tango a un alumnado de principiantes. Este alumnado, como es lógico, se quedó mirando cuando se largó la pista de baile. Y se fue rapidito, cuando terminó la oferta de música en vivo. Habrá que ver qué pasa con el correr de las clases y las milongas híbridas.

En medio de tanta música para bailar y para escuchar, en una de las mesas dispuestas alrededor de la pista se alzaron voces acerca de un debate que devino teológico. Estaba quien expresaba cuánto le gustaría manejar los pasos básicos, lo mínimo para defenderse en alguna fiesta familiar donde los tíos tangueros copan la pista. “Ver qué onda”, explicaba la dama. Estaba quien le respondía que tal misión es imposible: “No se puede bailar tango viendo qué onda”, aseguraba el milonguero viejo. “O bailás o no bailás. ¡Para bailar tango, hay que sentirlo!”, se encabritaba. Y estaba quien acotaba que uno y otro jamás iban a poder ponerse de acuerdo: “Ustedes parten de dos paradigmas distintos”, advertía el mediador de anteojos. Este último parecía haber cursado unas materias en Filosofía y Letras o algún seminario optativo, lo suficiente para el chamuyo de la mesa de bar. El argumento de los paradigmas no prendió entre los concurrentes: el tema parecía despertar pasiones cada vez más encontradas.

En medio del debate –que a cierta altura de la noche y de la sucesión de brindis se tornó acalorado– el DJ largó el set de la orquesta de Di Sarli. El milonguero viejo, emocionado, con gesto de paren las rotativas, recorrió la mesa con el índice en alto: “Escuchen. Pero escuchen bien. Es suave y tiene fuerza. Es una música hermosa”. En esto último coincidieron todos los presentes. Ante las grandes verdades, no hay paradigma que valga.

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