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Viernes, 19 de octubre de 2007

MUSICA › WALTER Y JAVIER MALOSETTI, EN OTRO CAMINO CONJUNTO

“Valió la pena esperar”

El dúo –padre e hijo, señalados de manera unánime como músicos de excepción– encuentra en su cruce artístico la continuación natural de una historia que tiene música desde sus primerísimos años.

 Por Cristian Vitale

Resulta problemático escuchar la anécdota de Malose- tti, el padre. Parece interesante, porque remite a ese boliche border de los ’60 en el que Piazzolla solía trenzarse a trompadas con sus detractores (Jamaica), pero su voz cascada, de tono bajo, sumada al ronroneo del público –que es muchísimo en La Trastienda– impide enterarse de qué va. Hay que esperar que empiece el tema que sigue. Con Javier –su hijo bajista– al lado y Pepi Taveira –baterista excelso– equidistante de ambos, resulta el “Blues for Walter” y la anécdota se revela por sí: es la pieza que Jim Hall, el notable guitarrista de Buffalo, escribió alguna vez en su honor, luego de compartir una jam session allí, en Jamaica. Hall, en una de sus tantas visitas al país, se la entregó escrita en un papel y Walter la desentrañó como pudo: esta noche suena bellísima y caliente. El recorte le entra por la parte al todo: al todo de los dos recitales que padre e hijo Malosetti brindaron, por primera vez, juntos. Y prenuncia lo que pasará hoy en el bis. “Tardó pero llegó”, dirá Javier en el medio. “Es la primera vez que hacemos un show entero juntos, ya que los anteriores cruces siempre habían sido como invitado uno del otro.” El show quedó grabado y la idea mutua es editar un disco en vivo, que saldría entrado 2008. “Valió la pena esperar”, remarca Walter, con el hecho consumado.

El feeling entre ambos es pleno. Durante el set, Javier aprueba los yeites del padre moviendo bruscamente la cabeza o sonriendo. Y en cada pausa le acomoda el pelo, le cuenta situaciones graciosas. Lo mima. El público –en gran parte producto de las tres generaciones que Walter formó– disfruta de la complicidad. “A la gente le gusta esto de ver a padre e hijo juntos, es lindo y muy familiero... pero para nosotros es natural. No le damos tanta pelota, porque convivimos toda la vida así”, explica Javier. “El es socio, amigo y compañero de mis peores juergas. Cada vez que viene a casa, me da un beso y lo primero que hace es fijarse arriba de qué cama hay una viola. Se pone a tocar, yo agarro el bajo y tocamos juntos antes de hablar de nada... Después, por ahí se queda dormido mirando la tele y le pido un taxi”, se ríe. “Entonces, lo de La Trastienda –sigue– es el desarrollo lógico de los acontecimientos que comienzan de igual manera, pero en calzoncillos en el living de la casa de alguno de los dos. Tocar juntos para nosotros es más natural que comer juntos.”

–¿Es para tanto, Walter?

–Sí. Al tocar con él se me aparece toda la vida... desde que él era chiquito y estaba sentado en una alfombra, cuando ni siquiera sabía caminar, y ya entonaba canciones. Las inventaba y eran coherentes. Pero mucha oreja de Javier deriva también de la madre, eh.

El show tiene sus matices. Javier y Walter se mantienen estoicos, libres y calientes, pero en la mitad cambia el baterista. Taveira, cuya garra impresiona, reemplaza al sutil Oscar Giunta y le cambia el tono al clímax. Pero el público lo recibe igual: proliferan los movimientos cortos de cabeza y muchos pies marcan el swing sobre el piso. Nadie quiere irse esta noche. Javier explica que lo más difícil fue elegir un repertorio de doce temas de entre los ¡700! que han tocado durante treinta años. “Las convenciones de los temas y los arreglos son cosas que nacen de las curtidas, de tocar juntos e improvisar. No necesitamos ensayar, casi”, explica. A Walter, el cariño colectivo no le llama la atención: “Es producto de algo real. Yo, por mi forma de ser, enseñé con mucho cariño. No sé si seré el mejor profesor o el peor, pero entendía y entiendo a mis alumnos, me da igual si les gusta el rock, el tango, el folklore o el jazz, porque pienso que si no tenés amplitud sos un gil. Hay que escuchar de todo”.

–¿Javier fue un buen alumno?

–Yo le noté condiciones desde muy chiquito. A los 12 años ya lo llevaba a tocar la batería, y a veces lo retaba porque tocaba muy fuerte (risas).

–¿Cómo funciona el vaivén musical entre ustedes? ¿Discuten, se pelean, se enseñan, se influyen?

Walter: –Es un vaivén que siempre está entre los músicos, sea tu hijo o no. Generalmente, hablamos de gustos. ¿Te gusta éste? ¡Mirá lo que toca el animal!, y así, pero los gustos personales no se imponen. A lo mejor, a él le gustan cosas que a mí no... pero las terminé incorporando.

–¿Cuáles, puntualmente?

–Me descubrió a The Beatles cuando yo les daba una importancia relativa. Pero también aprendí mucho de mis alumnos. No hay que negar la espontaneidad. Si podés aprender algo todos los días, mejor. La integración en música es fundamental, porque un tipo que toca solo toda su vida encerrado en una pieza, no procede.

–¿De qué manera resuelven la cuestión del ego? Es una condición casi “natural” del músico y, a veces, traba la relación cuando une la sangre.

Javier: –Es cierto... sé de muchos músicos que tienen padres o hijos músicos, que son como una carga el uno para el otro. Se da una relación traumática o tortuosa, en el que uno aparece como la sombra del otro. En este caso no ocurrió nunca, porque cada uno está en su mundo, feliz de los logros del otro. A la par, 50 y 50, hombro a hombro. Entre nosotros no existe la competencia. Yo vivo y soy músico gracias a él...

Walter: –Si veo que tiene condiciones excelentes, no voy a estar diciéndole “vos este género lo tocás como el culo”. Javier es muy bocho, porque tiene mucha memoria... se acuerda de lo que le dije cuando tenía tres años. La gran memoria es la ayuda número uno del músico. Y yo, en ese sentido, fui medio desmemoriado. Otra cosa es la información: él está más informado que yo. Tiene cosas que a mí no me llegan, porque estoy como estancado. Aunque también es cierto que el que está al día con la música no tiene mucha personalidad. No es el caso de Javier, que es inalterable, pero hay personas que quieren estar en todas las nuevas formas y yo soy más tradicionalista.

–¿Hasta dónde llega su tradicionalismo? ¿Le gusta el jazz moderno?

–Sí, pero no adhiero a la corriente del jazz atonal. No es cuestión de entender o no, de estar en contra o no, sino simplemente de atracción. No lo digiero, no va con mi sensibilidad. A mí me gustan Miles Davis, Bill Evans o Jim Hall, que toca pocas notas pero tiene una musicalidad atroz. O músicos de otros géneros, como Horacio Salgán, Pugliese y Atahualpa Yupanqui, que iba a tocar a Alemania y llenaba el teatro con una música completamente básica. Los europeos no entienden nada de cerros o pastores, y sin embargo notaban una fuerte carga de calidad artística. Eso trasciende fronteras. Armstrong, otro caso, no necesitaba documento de identidad para ningún país. Al que no le gustaba no tiene idea de nada... su voz no tenía nada que ver con el género humano y sin embargo lo amaba todo el mundo. El arte es totalmente libre.

Javier: –Yo no sé qué es el jazz atonal... la barrera es bastante difusa y la define la persona que escucha. Mi viejo es un poco más clásico que yo para definir conceptos. Para mí, la frontera entre lo tonal y lo atonal es la condición musical de la persona que escucha. Seguro que lo que yo toco, que es de lo más popular, porque es una música con acordes convencionales, en 4x4 y con un lindo ritmo, parece una deformidad para alguien que escucha tropical. Y por ahí para otro es aburrido, poco osado. La atonalidad, en el jazz o en cualquier música, no me divierte mucho... el free jazz no es tan osado como dicen.

–¿Y qué es?

Javier: –Un lugar cómodo para un músico que no tiene ganas de aprenderse las formas. Tocar cualquier cosa no es nada osado, me parece más osado poder decir sobre ciertos cánones. No es loco el free, es una boludez. Lo valiente es todo lo contrario. Un ejemplo: es más fácil andar en bolas por la calle, pero eso es de boludo.

–Una pregunta cabezona: ¿cuánto vale tener los dedos rápidos para tocar?

Walter: –Si los tenés, bien... si no, vale para desarrollar más tu intelecto (risas). La musicalidad de Armstrong es tan fuerte que no tiene medida: él toca tradicional, antiguo. No tiene nada que ver con el sonido clásico de la trompeta, ni nada, y sin embargo es único. Charlie Christian tocaba cuatro notitas y me hacía llorar; ésa es la esencia del arte. Después si estudió o no es otro tema. El arte, a veces, está metido en una cabezota cuyos dedos no son muy ágiles.

Javier: –Mientras no se sea presa de eso tiene un valor incalculable. Ahora, si vos no podés parar de tocar rápido estás en un problema, porque a veces la música requiere un pasaje vehemente y otras, el máximo de síntesis. Tocar todas las notas todo el tiempo es como no tocar ninguna: la inspiración te dice cuándo elegir. Jaco Pastorius era un tipo que podía tocar rápido o tocar dos notas y dejarte boludo.

–Como B. B. King...

Javier: –Viene al caso. Comparo a B.B. King y Al Di Meola. King toca las mismas tres notas de toda la vida, y el otro las toca todas. Yo prefiero a King mil veces, porque esas tres notas las toca con profundidad, como si hubiese nacido para tocar eso. Y Di Meola toca todas sin parar: es como alguien que está sentado en una mesa y habla boludeces todo el tiempo. Llega un momento que decís: “Sacá a este boludo de acá, que se calle la boca ya”.

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“A veces se da una relación tortuosa, en el que uno aparece como la sombra del otro. A nosotros no nos ocurrió nunca.”
 
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