MUSICA › ENTREVISTA AL MUSICO JUJEÑO BRUNO ARIAS
› Por Cristian Vitale
Desplegar la portada de Atierrizaje –segundo y flamante disco de Bruno Arias– implica internarse en visiones, personajes e iconos que componen su microcosmos... el ojo le avisa al oído lo que el oído va a escuchar. A ver: de los cerros baja el de los siete colores y se transforma en la wilpala, la bandera de los pueblos andinos. Sobre –y alrededor– de ella, el paisaje se va poblando: Ricardo Vilca toca la campana del pueblo, Tomás Lipán calza poncho y guitarra, aparecen rostros desconocidos de poetas-musiqueros. Una empanada montada en dos alacranes; duendes y diablitos tocando el erkencho, una llama con cuerno heavy en la cabeza; la flor de la maconia estampada en un bombo y peces meando fuera del río... suma: un caos que, revisado dos veces, deviene lógico. “Todo tiene que ver con todo –explica Arias–, los bagres meando fuera del río exigen pedir que los dejen tranquilos, a ellos y a la naturaleza; la llama con cabeza de cuerno implica el pogo andino, y así.”
Y en el centro está él, con su charango y su chulo, secundado por el changuito volador. Quedan así, enlazados, los dos grandes pasos que dio, hasta hoy, este joven musiquero nacido hace 28 años en El Carmen, Jujuy. Ayer nomás –hace dos años– fue el chango que volaba alrededor de los sueños y hoy, el que “atierriza” sobre suelo firme, con un pie en la quebrada y otro en esta pampa de cemento. “Yo no vine a Buenos Aires a probar suerte –piensa en voz alta–, vine con el firme propósito de grabar un disco. Necesitaba crecer como músico. Estar en tu pueblo, donde toda la gente te conoce, te impide abrir los ojos y mirar más allá de tu nariz. Te quedás cómodo porque tenés trabajo, pero mi idea era crecer. Y al irme, mi personalidad como jujeño tomó más fuerza”, dice. Hace seis años que este guitarrista con aura de duende bajó del Norte, pero su pertenencia permanece intacta. No sólo por la matriz sonora de un disco que recorre bailecitos, huaynos, carnavalitos y zambas norteñas con mucho tacto regional, sino por una huella inobjetable de origen.
–¿Pero estar lejos de su lugar de origen no le quita relación con las condiciones materiales de existencia que son, al fin, el principio motor de sus canciones?
–Eso se relaciona con cada personalidad. Conozco amigos jujeños que, al estar en Buenos Aires, cambian los hábitos e incluso hasta la tonada. Para mí fue al revés: estar lejos me dio más fortaleza en la parte compositiva... me ayudó a valorar más mi provincia, a mi gente. Gracias a estar lejos, aprendí a conocer más mi pueblo. Es como dice Atahualpa: “Cuando uno se va, empieza a conocer más su tierra”.
Bruno presenta Atierrizaje hoy en La Trastienda junto con figuras del folklore (Tomás Lipán, la pareja Juan Saavedra-Sandra Farías, el ballet infantil Raíces Norteñas) y con una intención: reproducir a escala porteña la mística de su región. “Yo me crié entre la noche, la bohemia y los guitarreros anónimos. Ahí te enseñan a componer desde un lugar diferente, a darle más importancia a lo que uno transmite desde el sentimiento que a demostrar si es virtuoso con el instrumento”, cuenta, mientras revuelve el café con paciencia de araña. El Carmen, su pueblo natal –el mismo de Jorge Cafrune–, queda a 22 kilómetros de San Salvador. Sobrevive gracias a la producción de tabaco y prolifera el verde de los valles. “Por ser el pueblo de Cafrune y de muchos poetas desconocidos, hay una parte gaucha muy fuerte y eso juega mucho en mi música.”
–Hay una corriente de folklore joven que trata de “decir” de una manera heterodoxa y otra que respeta la tradición. ¿En qué punto se encuentra usted?
–Depende. Mi banda, por sonido y energía, suena muy rockera. Igual, trato de respetar el género. El huayno, por fraseo, rasguido y acentuación, suena a huayno, no hay duda. Si no estuvieran la batería y el bajo, sonaría como si lo tocara un viejo de mi pueblo.
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