Martes, 4 de diciembre de 2007 | Hoy
MUSICA › ENTREVISTA A DIANA KRALL
Pianista y cantante, también compone sus canciones y ha superado sus propias virtudes. Hoy se presenta en Buenos Aires.
Por Diego Fischerman
Es buena pianista y buena cantante. Tiene, sobre todo, un timbre pastoso y un registro grave que combina a la perfección tanto con el repertorio que elige como con su imagen de rubia peligrosa. Empezó su carrera discográfica en un pequeño sello. Allí la escuchó Tony Li Piuma, el mismo productor que, a finales de los ’70, había logrado que Miles Davis volviera a grabar. Entonces llegó un disco para GRP, con algunos invitados en esa época más famosos que ella –Ray Brown en el contrabajo, Stanley Turrentine en saxo–, y, luego, ya en Impulse, la edición que la catapultaría a la fama: un homenaje a Nat King Cole bautizado All of You, con un trío à la Nat, conformado por piano (ella misma), guitarra eléctrica (Rusell Malone) y contrabajo (Christian McBride). Después llegaría el disco con arreglos de Johnny Mandel, otro con orquestaciones de Claus Ogerman y, más tarde, las canciones compuestas en conjunto con su entonces flamante marido, Elvis Costello. Y una fama –y un volumen de ventas– que ningún artista de jazz había alcanzado en mucho tiempo. Diana Krall era una estrella.
Hoy, la cantante y pianista canadiense actuará en el Luna Park. Nacida hace 44 años en Nanaimo, en la Columbia Británica, estudiante de piano desde pequeña y formada más adelante en la Escuela Berklee de Boston, Diana Krall no se cansa de decir que sus verdaderos maestros fueron su padre (y los discos que con él escuchaba) y, sobre todo, el pianista Jimmy Rowles. “Es el músico que más me marcó”, dice. “El acompañó a grandes cantantes y me enseñó qué es lo que debe hacerse: escuchar la voz. Cuando la que canta soy yo, las cosas no son diferentes. Tengo que tratar de oírme como si fuera otra y seguirme. Dejar que sea la letra, las inflexiones de la canción, lo que las palabras van diciendo, quienes sean la guía de lo que toco con el piano.” El otro músico con quien siente una deuda particular es Ray Brown. Como Rowles, él la escuchó en sus primeros años como artista, todavía en su ciudad natal, cuando tocaba con bandas locales. Tenía 19 años y Brown se le acercó y le sugirió que fuera a Berklee. “El fue mi padrino, mi protector”, cuenta Krall.
Si bien en los últimos discos aparecen canciones suyas, el núcleo del material en el que abreva pertenece a ese territorio que el jazz no duda en llamar standards. “Trabajar con canciones clásicas del jazz, y, desde ya, con canciones que han cantado artistas de la talla de Nat Cole, Shirley Horn, Sarah Vaughan o Ella Fitzgerald, no necesariamente significa una cuestión de pura nostalgia. La cuestión es si se logra o no imprimir una interpretación fuerte; una firma. Hay que recordar, por ejemplo, lo que hace Keith Jarrett. Allí hay un riesgo, una inteligencia curiosa, una libertad formal, que son la marca de una verdadera actitud creativa, mucho más allá de cuáles sean los temas elegidos”, asegura la cantante. Admiradora de Cassandra Wilson entre sus colegas vivas, de Shirley Horn y, previsiblemente, de la glorificada trinidad integrada por Billie Holiday, Vaughan y Fitzgerald, Krall cuenta entre sus ídolos a alguien menos obvia: Aretha Franklin. “Parte de mi afinidad con algunas de estas artistas tiene que ver, precisamente, con el hecho de que eran pianistas y cantantes. Yo soy las dos cosas al mismo tiempo, no una después de la otra. Y Fats Waller, Nat Cole, Carmen McRae, Shirley Horn, Dinah Washington y Aretha Franklin también lo eran. Tal vez el hecho de que yo no haga scat (improvisaciones vocales) tenga que ver con eso. En el momento de desarrollar una idea melódica y armónica me siento más cómoda en el piano.”
En 2000 llegó por primera vez a Buenos Aires, en trío con el contrabajista Ben Wolfe y Rodney Green en batería. Cinco años después repitió la visita pero esa vez, como esta noche, frente al gigantismo del Luna Park. La penumbra y ese invento increíble llamado micrófono, que permite susurrar para multitudes, lograron que la intimidad no se perdiera. Pero entre ambas actuaciones sucedió algo: el disco más original y el que más se alejó del modelo “cantante de hotel de lujo” (o de la cantante de hotel con aspecto de modelo de lujo). Más allá de los Grammys con los que la venía mimando la industria y con las millonarias cifras de venta con las que la industria era mimada por ella, con The Girl in the Other Room entró en profundidades de las que muchos no la creían capaz. Allí estaban sus propias canciones y varias de ellas, claro, escritas junto a Elvis Costello. También aparecía allí una exacta, sintética –y nada mitchelliana– versión de “Black Crow”, de Joni Mitchell. Podría pensarse que Diana Krall tenía demasiado a favor y estuvo a punto de que se le volviera en contra. Era tan exactamente la imagen de lo que debía ser, que sólo podía ser falsa. En ese disco demostró que no. Que podía ir más allá de su carisma natural, de su voz irremediablemente bella y de su justeza en el piano y que podía internarse en otros territorios. Su último disco, casi un homenaje a sí misma, es una excelente antología que trasciende los rutinarios “grandes éxitos”. Y para este show porteño, Krall promete precisamente eso: una recorrida por su carrera. “Las canciones de Nat King Cole, Joni Mitchell, mis propias piezas y las de Elvis. Yo soy todo eso y cada una de esas músicas es una parte de mí.”
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