MUSICA › SKAY BEILINSON PRESENTO EN THE ROXY “LA MARCA DE CAIN”
Al frente de una banda cada vez más sólida, el guitarrista recurrió a lo mejor de su cosecha post Redondos, afianzando su apuesta al futuro. Pero no se privó de tocar tres temas ricoteros, entre ellos el himno “Jijiji”, para delirio de su público.
› Por Cristian Vitale
Vuelve del intervalo y Skay se clava en el medio de la escena. El deseo de los que están debajo ensordece: “Sólo te pido que se vuelvan a juntar”. El, guitarra al cuello, detiene la marcha, escucha y deja traslucir un gesto afirmativo: puede ser un guiño o un espejismo, un futuro probable o un juego. O una coartada eficaz para sostener la magia, la utopía... lo cierto es que el espíritu de los Redondos pasa de costado esta noche en The Roxy. Renace y se manifiesta en su forma menos sutil –cánticos que aluden a Bulacio, al antisodismo militante, a las exigencias de retorno–, o en ciertas canciones que el guitarrista recrea para saciar la sed de la hinchada –apenas tres, entre 21–, pero el resto es un Skay autónomo, capaz de emocionar con vuelo propio... mirando hacia delante. Es la presentación en Buenos Aires de su flamante tercer disco (La marca de Caín) y él tocará, sistemáticamente, todas sus canciones. El, más una banda –Los Seguidores de la Diosa Kali– consolidada, poderosa y segura de sí, porque si hay un acierto que opera como constante es su tacto para elegir buenas compañías: Claudio Quartero es un reloj al bajo, Oscar Reyna, guitarrista, parece su otro yo; El Topo Espíndola, baterista, se pierde perfecto en el cosmos sonoro y Javier Lecumberry aporta la dosis exacta de teclas para que todo esto sea excelente rock and roll, con alguito más.
Sutilezas: más allá del toque Skay, único e incomparable, las canciones que suceden –y que todos corean– portan un más allá del rock. “Arcano XIV”, la primera que suena de La marca..., mixtura pesadillescos riffs zeppelinianos con aires arabescos, fruto –comprobable– de las inquietudes exóticas de Skay; “Canción de cuna”, la escéptica historieta de un niño robot, es un “arrorró” blusero que arranca como cualquier tema de John Lee Hooker y se autosostiene con un guitar slide narcotizante, y “Los caminos del viento”, rock hecho y derecho, se corta –y pierde– en el medio con una tensión atípica, que puede remitir a viejas gemas beatle (“The inner light”, de George Harrison), o, globalmente, a reminiscencias de otra época. Así es el microcosmos de Skay: con un pie posado en un pasado “atemporal” y otro en el futuro. Con un pie en los desangelados de ayer –”Angeles caídos”, por su fraseo vocal, es un tema inevitablemente redondo– y otro en los cainitas de hoy... una transición que el guitarrista parece disfrutar, una tensión en la que se mueve cómodo.
“La doble marca” podría ser el tema clave para hurgar en esta transición. Esa gente que transpira debajo, que vive la noche como la última, podría asumir las características del paria, del marcado –y condenado– por la marca de Caín. Del desangelado cuya llaga no cicatriza, y que solamente puede “aliviarse” en noches así. La lírica, a veces sórdida, a veces sarcástica, de Skay recorre mundos sangrantes –“El pibe que fuiste dejó de jugar (...) sos una sombra que acecha en la oscuridad”–, al final se sublima con música... como si él fuera un constructor de laberintos, que juega a perderse y participa a todos de las dificultades para encontrar la salida. Para adobar la presentación íntegra de su último disco, Skay recurrió a lo mejor de su cosecha post Redondos: de A través del Mar de los Sargazos (2001) extrae la avasalladora “Memorias de un perro mutante”, “El gourmet del infierno” –para disfrutar con el cuchillo entre los dientes–, la atrapante “Oda a la sin nombre”, un tema apocalíptico y maravilloso (“Astrolabio”) en el que la banda parece alcanzar su cenit y “Genghis Khan”. De Talismán (2004) opta por esa canción con lindes punk–rock llamada “Paria”, otra de las excluyentes (“Flores secas”) y “El golem de La Paternal”. Todas subsumidas por un aura zen, porque si hay otro rasgo clave en Skay es la sensación de tener todo controlado, todo a su merced: esos movimientos articulados, calculados, marcan un pulso interno, un autodominio del yo que parece alinear los planetas en su órbita. Un autocontrol que apenas libera cuando accede a los deseos más primales de la gente y que esta vez, como en las últimas presentaciones, fue por tres: “Rock para los dientes”, “El pibe de los astilleros” y “Jijiji”. Fluir y dejar fluir –pero poquito– parece ser la fórmula.
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