Viernes, 28 de diciembre de 2007 | Hoy
MUSICA › PANORAMA DE LO CLASICO
Más allá de la loable labor privada, el Colón fue protagonista de un año movido.
Por Diego Fischerman
Un balance siempre se refiere al pasado. Pero nunca tanto como el que puede hacerse del último año transcurrido en relación con el Teatro Colón. No sólo todo lo que pueda decirse remite a una gestión terminada, sino que, en este caso, los nuevos encargados de la administración del principal teatro público de América del Sur dedicado a la música de tradición escrita europea decidieron desconocer absolutamente todo lo actuado por sus antecesores, como si se tratara del producto de un gobierno de insalvable ilegitimidad. Podría decirse que, esta vez, no sólo se evalúa el pasado, sino que se lo hace con la certeza de que nada de lo próximo se le parecerá. Empezando por la decisión de mantener una temporada de ópera y ballet a toda costa, sostenida por los directores salientes, y la extraña simetría propuesta por sus reemplazantes, que han decidido evitarla a rajatabla.
Más allá de la loable tarea de las sociedades privadas de ópera, entre las que se destacan Buenos Aires Lírica y Juventus Lyrica, y de las que programan conciertos, como el Mozarteum, Harmonia y Festivales Musicales –que en 2007 produjeron hitos como las visitas del Cuarteto Hagen, del pianista Robert Levin, de la Orquesta barroca de Venecia y de la Orquesta juvenil Gustav Mahler, con el notable Thomas Hampson como protagonista–, el Colón fue protagonista, incluso sin sala propia. Una apertura de gran nivel musical y teatral, con la puesta de Marcelo Lombardero de Wozzeck, de Alban Berg, puso en escena cuáles serían los ejes de la programación: una utilización inteligente de espacios que estaban lejos de ser los ideales, en el caso de las propuestas escénicas, y un buen aprovechamiento de los mejores cantantes locales en los papeles que mejor les sentaban. Hernán Iturralde y Adriana Mastrángelo brillaron en esa ópera y, a lo largo del año, fueron varios los cantantes –Luciano Garay y Víctor Torres, entre ellos– que dieron vida a un repertorio equilibrado, donde coexistieron los clásicos junto a títulos menos frecuentados. Un José Cura excelente, en el Sansón y Dalila de Saint-Säens, y la fantástica Elektra, de Richard Strauss, que cerró la temporada operística, fue lo que el Colón hizo de muy bueno, a pesar de las condiciones adversas. También presentó en México, “llave en mano” –con orquesta, coro, cantantes y escenografía–, su producción de Roberto Oswald de Turandot, estrenada en 2006 en el Luna Park y pensada especialmente para ser montada en estadios.
Entre lo positivo debe contabilizarse también el cambio de rumbo dado a la programación de la Orquesta Filarmónica después de la mediocre temporada programada en 2006 por Arturo Diemecke –que en ese entonces era su titular– fue jerarquizada por la tarea conjunta de Lombardero, Stefan Lano y el musicólogo Julio Palacio. Las nuevas autoridades relevaron a Lano, reemplazándolo por el meritorio aunque inexperimentado Carlos Vieu, y, créase o no, acaban de designar nuevamente a Diemecke como director artístico de la Filarmónica. Director con condiciones y un cierto carisma que cuenta con defensores en las filas de la orquesta, el mexicano carece, en cambio, de antecedentes meritorios para la función que se le ha encomendado. Como en los juegos infantiles, la gestión encabezada por el ex rector del Colegio Nacional de Buenos Aires Horacio Sanguinetti ha decidido que el pasado sea pisado. Y en el camino quedan algunas de las mejores cosas que el Colón hizo en los últimos años, aprovechando de la mejor manera posible lo mejor de lo que tenía a mano.
Por fuera del Colón y de la corriente central del repertorio, instrumentistas como el cellista Martín Devoto, directores como Santiago Santero o Marcelo Delgado –ambos son además compositores– y grupos de cámara como la Compañía Oblicua o el Trío Luminar –integrado por Patricia Da Dalt en flauta, Marcela Magin en viola y Lucrecia Jancsa en arpa–, más ciclos como el organizado por el Colegio Pestalozzi y la tarea, acompañando muchos de estos proyectos, de la Fundación Alejandro Szterenfeld, hacen que los sonidos de Buenos Aires sean todo lo variados que la tradición modernista y la curiosidad del público demandan. Son ellos los que permiten, en esta mirada al ya pasado 2007, imaginarse un futuro.
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