MUSICA › UN RECORRIDO POR LO QUE PASA MAS ALLA DE LA PLAZA
Los balnearios, la calle, las peñas, los vendedores de souvenirs criollos y los bailarines espontáneos. Los chivitos, el locro y la melancia. Hay un Cosquín que no se ve por televisión y es un espacio de encuentro e intercambio sociológicamente imposible en cualquier otro contexto.
› Por Karina Micheletto
desde Cosquin
“Córdoba, la docta... Yocsina, Carlos Paz, Villa del Lago y seguimos ascendiendo en un mundo que de tan hermoso parece un cuento. Santa María, Villa Bustos y... ¡por fin! Cosquín nos recibe con los abrazos abiertos y el corazón palpitante. A su entrada, orgullosamente, las letras que indican que allí se realiza el Segundo Festival Nacional de Folklore. Desde el mismo momento y hasta el instante de la partida, día y noche repicarán en nuestros oídos y en nuestro sentimiento zambas, cuecas, polcas, chacareras... En todas las calles los parlantes esparcirán música gaucha, en todos los hoteles voces aunadas que cantan con fervor y cariño... Y grandes y chicos, hombres y mujeres, viviendo al ritmo de la canción criolla.”
Así se entusiasmaba, en el estilo florido de la época, el cronista de la revista Cantando que cubrió Cosquín en 1962, en la segunda edición del festival. El artículo es atesorado por el periodista e investigador del Conicet Ricardo Kaliman, y describe con asombrosa posibilidad de comparación temporal la forma que ya entonces parecía adquirir esta fiesta, el núcleo que primero impacta al visitante primerizo. No es en el escenario –que por entonces consistía en un palco de madera sobre la calle San Martín, que es parte de la Ruta Nacional 38 y que atraviesa el pueblo– donde el entusiasta cronista centra su mayor admiración, a pesar de una descripción que consigna la actuación de artistas como Jorge Cafrune, Los Chalchaleros, Eduardo Falú y Jaime Dávalos. El “emocionante espectáculo”, según la publicación de 1962, está en la fiesta que se vive en las calles, y que ya entonces parecía estar hecha de contrastes: “Van de mano en mano las guitarras y los vasos. Junto a la bombacha típica del paisano, los ‘blue jeans de los jóvenes modernos. Junto al vino, la naranjada. Pero todos felices, orgullosos”.
Y si en el Cosquín siglo XXI al gaucho más fiel le costaría sentirse feliz u orgulloso con alguna de las cosas que se ven y se escuchan sobre el escenario principal, es posible trasladar el resto de la crónica a la actualidad, con su correspondiente aggiornamiento pero con el mismo espíritu que marca un estado de cosas entre tribal y turístico que sorprende al ojo del forastero. A pocos años de cumplirse el 50º aniversario de este festival, que aún es el más importante del género, Cosquín sigue siendo un fenómeno que excede, por suerte, los caprichos y arreglos de la plaza principal. Ese otro Cosquín se encuentra fácil, y suele salir barato, a veces gratis. Eso sí: reclama juventud de espíritu, disposición a jugar las reglas del juego. Por ejemplo, aceptar que en las escasas horas que quedan para el descanso el talento de algún bombisto –y aquí parecen darse cita todos los que hay en el país– siga repiqueteando desde algún lugar, siempre cerca. A tomarlo con paciencia o a dejarlo con presteza, aconsejará el avezado: ¡esto es Cosquín, hermano!
Hay veces que la fiesta serrana regala postales que parecen sacadas del más feliz riñón turístico peronista de los ’50, con burrito serrano y todo. En los balnearios, por ejemplo, donde todas las tardes hay mate en el río para unos, cerveza o vino en caja para otros, o melancia, ese producto típico que consiste en ahuecar un melón y llenarlo con vino blanco, o cualquiera de esas mezclas de alcohol con gaseosa implantadas en el gusto popular cordobés, que por aquí adquieren nombres extraños. Y empanadas, y churros, y perfume a choripán. Y siempre, pero siempre, tratándose de Cosquín, música y baile en un continuado que habilita a la orilla del río un espacio de encuentro e intercambio sociológicamente imposible en cualquier otro contexto.
En Cosquín hay tres balnearios en los que todas las tardes se programa música en vivo de corrido, de 15.30 a 20. Hasta estos escenarios llegan artistas desconocidos a nivel masivo, muchos de esos que vienen a trajinar las calles con la guitarrita al hombro, aficionados o aspirantes a profesionales. Y también, cada tanto, aparece alguno más famoso. Puede ser que caiga Julio Paz, del Dúo Coplanacu, a acompañar con su bombo, o Bruno Arias, o Rubén Patagonia, que siempre agita los balnearios.
La fiesta se completa con lo que pasa debajo de estos pequeños escenarios, y aquí es donde ocurre lo verdaderamente interesante. Y así es como esa estilizada chica que seguramente pertenece a un ballet, tan bonita y con el pupo tan al aire, se larga a bailar chamamé de lo más contenta con el cordobés morochazo de panza que brilla tirante, que como corresponde tiene el torso desnudo, y como corresponde se abraza a un melón ahuecado en cada pausa posible entre tema y tema. Al final, el conductor pide un bis y promete un CD del cantor en cuestión, “Darío el Chamamecero”, para la mejor pareja de baile, o para el que largue el mejor sapucay. Todos se sacan chispas. Ya son cerca de las 9, pero con esto del cambio de hora arde el sol de la tarde y el intercambio social promete seguir después de la jornada de río. Claro que nunca se sabe lo que se puede llegar a concretar efectivamente una vez apagado el calor del chamamé.
Y así como el río ofrece imágenes que transportan el recuerdo inmediato a las fotos coloreadas del viaje de luna de miel de la tía, un paseo por la peatonal y por sus exquisitas casas de souvenirs regionales produce el mismo efecto de túnel del tiempo argentino. Y aquí están estos locales espaciosos, dispuestos estratégicamente con unos metros de distancia entre sí, que ofrecen idénticos productos: mezclados con los ponchos seriados van el arrope de miel y el alfajor cordobés, en el medio cuelgan el bombo, el mate y las boleadoras, y más allá esos delicados presentes atemporales como el pequeño inodoro con la inscripción “fuerza suegra” o el angelito de pitulín sacacorchos, un verdadero clásico que ha sabido traspasar las fronteras regionales. Si la industria del souvenir serrano ha innovado tan poco en estos últimos sesenta años, debe inferirse que mal no le ha ido.
Al aire libre de la peatonal, en cambio, lo que prima es la diversidad. Partiendo de la plaza San Martín, la feria de artesanías exhibe buenos productos de todo el país, ya que los artesanos concursan para llegar hasta aquí. A un costado, el camioncito de una marca de yerba es un éxito de público invitando a la gente a bailar y regalando muestras gratis. Pronto los puestos de los luthiers de bombos santiagueños Froilán González y Mario Paz generan otros espacios de música y baile, y de aglomeración de gente.
A medida que avanza la tarde, la calle se va poblando de expresiones relacionadas con el folklore que pueden despertar ternura. Como este grupo de gauchitos de unos siete años de edad promedio, que malambean sin parar en plena calle, sacándole viruta al asfalto, y parecen divertirse a lo loco. O la familia que pone el grabador y baila, padre, madre, hijito e hijita, todos ataviados para la ocasión, y se ofenden si algún turista pregunta dónde dejar la moneda. “Por favor, señora, estamos bailando porque queremos, mientras se hace la hora para ir a la peña”, explica el padre. Uno que más que ternura da un poquitito de pena es la estatua viviente, que para seguir alguna coherencia temática decidió vestirse, con lógica férrea, de gaucho. Sólo que no calculó que aquí lo que sobran son gauchos, así que el efecto sorpresa de su arte es tirando a nulo. Mientras todos van y vienen en la peatonal, el gaucho quieto soporta estoico el calor bajo su sombrero de ala ancha, mientras se pierde quién sabe en qué pensamientos de hombre-estatua.
Regresando para el lado de la plaza del folklore, cuando ya faltan pocas horas para los fuegos de artificio que dan inicio a cada luna festivalera, las calles comienzan a ser tomadas por asalto por perfumes de perdición. Salen de los fogones ubicados en las esquinas de la plaza, que exhiben con impunidad rondas de chivitos asándose en cruz, ollones de locro que se revuelven a fuego lento. Un espectáculo que se vuelve obsceno si se lo mira con hambre.
Juan Abregu, el hombre al frente del asador desde hace doce ediciones de Cosquín, llega temprano por la tarde para dar inicio a su tarea. Una noche fuerte, como la del Chaqueño, despacha unos 30 chivos, 1000 choripanes, 40 pollos, 25 bondiolas para sandwich y otros tantos vacíos. El maestro locrero Duilio López también tiene los números afilados: cada noche tiene listos unos quince ollones de locro, y en cada olla se mezclan 9 kilos de falda, 5 de mondongo, 5 de patitas y 5 de cuero de cerdo, dos de panceta, dos de chorizo colorado, 8 de zapallo. Lo que se dice el anti plan nutricional de Cormillot. Todo esto debe ser multiplicado por los cuatro fogones oficiales de la plaza. La experiencia del fogón permite calcular cantidades según la noche, en base a las expectativas de la programación y el movimiento de las horas previas, y hay que tener mucho ojo y arte para no errarle al cálculo.
El bar de la plaza, donde por la noche sólo entran artistas y periodistas acreditados, este año mejoró su atención, históricamente mala. Es que ahora aquí funciona durante el año una peña a cargo de la bailarina Jimena Figueroa, hija de Hernán Figueroa Reyes, y al parecer su gestión dotó de algún rasgo más humano al lugar. Además, lo decoró con fotos históricas y viejos discos de vinilo, como el que muestra a un jovencísimo y casi irreconocible Yupanqui en la tapa de Camino del indio. El bar sigue siendo el espacio de encuentros y desencuentros de artistas, representantes y demás personajes del ambiente, y mientras ocurren muchas cosas en simultáneo y la tele transmite el festival en un rincón, en otro costado un pianista toca y toca, sin esperar aplausos a cambio, y tampoco que le presten atención.
Pero hay que guardar fuerzas para llegar a habitar el espacio más importante de ese otro Cosquín, el que conforman las peñas que cada noche proponen su propia fiesta para todos los gustos y públicos. Una de las peñas con más tradición es la de Los Carabajal, que desde hace diez años se muestra como una casa santiagueña abierta a músicos de todo el país, con un objetivo declarado: “que abrir la peña sea como abrir la puerta de la casa”. Con varios días de festival encima, a Musha Carabajal y Myriam Talone, responsables de la peña, empiezan a notárseles las ojeras por las pocas horas de sueño encima. “Es que somos perfeccionistas y lo tomamos como una responsabilidad, acá ponemos el corazón”, dice Musha. “Es como organizar una fiesta en tu casa, literalmente, durante diez días. Yo soy la que les abro la puerta y despido al público y a los artistas. Y la mayor satisfacción es que el que se va te agradezca porque pasó una buena noche”, asegura Talone. Su peña siempre está llena y hay buena música y buena comida garantizada.
La peña del Dúo Coplanacu es el lugar joven por excelencia, aunque la distinción no es tanto etaria como de disposición de ánimo. Aquí se viene a bailar mucho además de escuchar y comer, y el momento de la actuación del Dúo, en el cierre de cada noche, alcanza escenas de lo más rockeras que a esta altura forman parte del folklore de las tribus peñeras más inquietas. Hay una que se propone todavía más joven, se llama La Fisura Contracultural y a veces le hace honor a su nombre, aunque otras veces se va de mambo a puro cuartetazo. También está la peña de Facundo Toro, y la del papá de Soledad, que tiene el apoyo del nombre de su hija en el cartel de la puerta. Y la Peña Oficial, donde por contrato deben ir los artistas que pasan por el escenario mayor, so pena de sufrir una retención del 25 por ciento en su cachet. Siguen las peñas, imposible recorrerlas todas en una misma noche. Y también los lugares como la mítica confitería La Real, que manda música en vivo, bien fuerte, hasta entrado el día. La música no termina allí: para muchos de los que vuelven a dormir ya con el sol instalado seguirá repiqueteando algún bombito, siempre cerca. Así es Cosquín: tiene de todo, menos silencio.
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