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Martes, 1 de abril de 2008

MUSICA › LA FECHA INAUGURAL DEL QUILMES ROCK, ANTE CASI 50 MIL PERSONAS

Una leyenda llamada Osbourne

El ex líder de Black Sabbath puso en escena sus verdades y sus excesos, y salió airoso. Los estadounidenses Korn demostraron por qué tienen la patente del nü metal: mal panorama para arrancar con un homenaje de Carca al rock argentino.

 Por Cristian Vitale

¿Cómo mandarlo al frente así? Carca es grandote y una piña suya podría destruir al más pintado, pero que encaren de a uno... 50 mil es demasiado. Vaya a saber a qué cráneo del rock business se le ocurrió implantar un miniset de “homenaje al rock nacional” en medio de la fecha más (anglo) pesada. Como un sandwich de jamón crudo –entre Rata Blanca y Korn–, el músico, viejo y solitario batallador, asumió el rol de reinterpretar a los grandes (Pescado Rabioso, Manal y Almendra) y ni siquiera la intervención de una gloria (Edelmiro Molinari) pudo evitar una lluvia de vasos, insultos y proyectiles provenientes del más allá. Fue la nota extramusical del festival de la cerveza –primer día– y, a esta altura, situaciones así ni siquiera ameritan juicios de valor. Es lo que es: un público afiebrado, ansioso de ver por primera vez en sus vidas a los inventores del nü metal, y alguien que se planta para tocar “Rutas argentinas”. A ojo moderado, casi abstracto, podría tratarse de un aperitivo disfrutable; pero a ojo fanático, la situación se vuelve cuanto menos molesta. Ocurrió lo mismo, por caso, con Spinetta cuando tuvo que telonear a Rod Stewart y con Miguel Abuelo cuando casi le perforan un ojo en aquel festival Rock & Pop... Aunque no parezca, las cosas en el rock no cambian mucho. Fue, apenas, otro ejemplo en el que la historia cuenta.

Lo que los lanzadores de vasos estaban esperando era que apareciera el portentoso Jonathan Davis para hacer estallar River. Tras un set bien profesional de Carajo, otro pirotécnico de Black Label Society y Rata Blanca –muy bien Giardino en “Confortably Numb”–, la cancha se transformó en un torbellino imparable. A través de 14 temas, Korn demostró vigencia pese a la decadencia de su propio engendro. Davis –pollera escocesa, musculosa negra– salió a matar o morir y eso ocurrió: mató y murió. Murió con la suya. Korn es una banda salvaje, cruda, endemoniada y contundente. Contagia porque pone huevos y se entrega íntegra. Condiciones que hechizan al todo: a esos fanas casi al borde de la despersonalización, y a los demás, mortales escuchas. Al hijo y al padre. Al periodista y al que vende hamburguesas. Una lista heterogénea en cuanto a épocas (“Adidas”, “Bagpipes”, “Evolution”, “Blind”) y una reinvención global del género que le lima la punta anacrónica –o directamente la oculta– a la vez que reverdece su parte atemporal. ¿Resultado? Durante una hora y media, River se transforma en el ojo de un huracán que se impregna en los cuerpos. Sudor y adrenalina.

Si Korn expresa esas sensaciones, entonces Ozzy Osbourne –la verdadera estrella de la noche– expresa otras. Muchas más. Primero, la de estar escuchando –quizá por última vez– la mismísima voz que inventó algo de lo que Korn emerge como uno de sus muchos hijos díscolos y reformados: el hard rock. Es Ozzy quien está ahí, con esa risa maldita o mostrando el culo; arrojando baldes con agua al público o saltando como un arlequín. Es Ozzy, el que calentó a más de una generación ubicando ese tono único e irrepetible en la cuadradez sublime del primer Black Sabbath. El de los seis discos –también únicos e irrepetibles– que son el motor inicial de un devenir tormentoso. De una matriz de gemas que él y su banda sólo mostrará en parte: no está “Evil Woman”, pero sí “War Pigs”, con su densidad original; no está “The Wizard”, pero sí “Iron Man” y su correlato coral en el público; no está “Electric Funeral”, pero sí “Paranoid”, que provoca el cenit de la noche: el cierre.

A oído formal –haciendo a un lado la historia y lo que implica– es cierto que el show de Korn e incluso el de Black Label Society –la banda de Zakk Wylde, guitarrista de Ozzy– fueron superiores. En calidad y sonido. En justeza. Por momentos, la banda de Ozzy sonó anárquica y desfasada. Como si cada uno fuera a su tiempo: el frontman lento, Wylde demasiado rápido y la base tratando de congeniar con ambos. Sucede, sobre todo, en los primeros temas: un par de Black Rain, el último disco (“I Don’t Wanna Stop”, “Not Going Hawai”) y en dos recreaciones épicas de Blizzard of Ozz, su debut solista: “Suicide Solution” –aquel que casi termina con Osbourne tras las rejas por “inducir al suicidio”– y “Mr. Crowley”, el homenaje al ocultista que tiñe River de un simbolismo lúdico. Que expresa, a la vez, el maniqueísmo que atraviesa la vida artística –y privada– de Ozzy: él juega a ser malo, y entonces puede generar un clímax casi solemne (las plateadas cruces de Black Sabbath del inicio junto a la turbación que provoca Carmina Burana eyectada de un órgano gótico) y mezclarlo con un collage bizarro/escatológico de serie televisiva en el que aparece defecando en el piso.

No hace falta –a menos que el estado físico de Ozzy amerite descansar tanto– un solo de guitarra tan largo, pesado, molesto y chillón como el que encara Wylde a la altura de “Crazy Train”: una bola de ruido que, incluso, le quita puntos como guitar hero. No hace falta, tampoco, que Ozzy grite tanto entre tema y tema. No hace falta que, pese a todo, alguien discuta semejante personaje: él fue el primero, él sentó las bases para que el rock genere una de sus pocas revoluciones permanentes. El es Ozzy Osbourne, el hombre que resiste al mito.

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Ozzy dejó caer clásicos de Black Sabbath, algo de su último disco y un par de perlas de Blizzard of Ozz.
Imagen: Gonzalo Martínez
 
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