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Lunes, 5 de mayo de 2008

MUSICA › PRESENTACIóN DE LOS VAN VAN EN LA TRASTIENDA

El ritmo que baila el pueblo cubano

Trasplantada al barrio de San Telmo, la timba patentada por la reconocida agrupación fundada hace 38 años por Juan Formell parece perder algo de su espíritu. El público, no obstante, disfruta a pleno de su velada “caribeña”.

 Por Cristian Vitale

Por una simple asociación fonética, el movimiento de pelvis –en parte– está asociado a Elvis. Puede ser, además, causa del avasallamiento mediático que irradió del centro a la periferia en un momento clave de la historia –la posguerra– instalando a ese héroe ro-cker estadounidense como icono de liberación sexual. De todos. O de todo el universo occidental. Elvis y su pelvis, a ojo liberal, estaban emancipando al mundo de dos mil años de represión. Está, además, la canción de Charly (“te acuerdas de Elvis cuando movió la pelvis y el mundo hizo plop...”), por buscarle un sentido más de patria chica. Pero en La Trastienda, este fin de semana, no hay nada que recuerde al rockabilly marmolizado de Memphis. No es rock. No hay delirio ni gritos. No hay una maquinaria mediática dispuesta a convencer al mundo de un nuevo sujeto de liberación. Hay, solamente, 16 músicos tocando salsa que entran apretados en el escenario y personas, también apretadas, bailando. Y, claro, moviendo la pelvis como aquél. Apoyándose. Un festival de tetas danzantes más un combo interracial de mayoría masculina y una cantante, también, con los pechos en flor: Yenisel. Se llaman Van Van y hace 38 años hacen la música que baila el pueblo cubano. El pueblo raso.

Transportada a la ciudad del tango, la secuencia adquiere otro matiz. No es el campesino de Santa Clara que deja la plantación de azúcar para sacudir la cinturita de su negra el que está: es el porteño medio, querendón y supuestamente feliz con su mujer que toma clases de salsa lunes y miércoles, porque está de moda. Alguno, renegado pero claro –como cierto loco de Arlt–, diría “superficial”, así, en seco. O un método al paso: ¿cómo ponerle una careta a la tristeza? Pero nadie parece estar preguntándose cosas así aquí: el marco es el de una fiesta de casamiento sin torta, ramo ni novia: un grupo de buenos músicos –cómo negarlo– asumiendo un doble rol: tocar y convertir el recital en una especie de “talk-show” a lo Tinelli pero sin caño. Fórmula: el rasta que canta –Mario Rivera– avisa que va a citar a algunas de esas chicas que se incendian abajo para elegir a la más alegre. Suben dos, tres, cinco y acto consumado, ¿quién es la que baila mejor?

¿Qué es esto sino la previsibilidad en una de sus tantas formas? El concierto se transforma en una recurrencia premeditada. En algo ya visto en fiestas armadas por algún gerente de marketing, contratada. De casino privado o ágape empresarial. Los Van Van, así trasplantados, no caen bien parados. Tienen que actuar “de” para convencer “a”... no son los mismos que en Cuba. Actúan. Representan poco, al menos en las formas, a ese grupo legendario, nacido de la militancia sonera de Juan Formell –director y contrabajista– en 1969, que hizo de la salsa y el son una escuela: la timba cubana. Están el ritmo contagioso, sí; el ensamble perfecto de instrumentos, también, y el aura popular de una música bailable por definición. Pero no el espíritu. Está la cáscara, pero no la esencia. Y el autobombo, latiguillos mediante, es permanente: en cada pieza dicen Van Van y cada dos mandan un “Argentina, te queremos”; hablan de los cortes de carne y se dejan absorber por un marco que no les es propio; el del porteño que omite su naturaleza intrínseca, difícilmente omitible: el gen rioplatense. Un ser que no tiene sol y verano todo el tiempo. Tampoco negras bailando a orillas del mar, ni alegría natural en las venas. Que se parece, mucho más, a los desgarrados versos de Homero Manzi. Y, a veces, no se da cuenta.

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Los Van Van volverán a actuar el viernes y sábado próximos.
Imagen: Rolando Andrade
 
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