Lunes, 16 de junio de 2008 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR SERGIO CHEJFEC
Frente a la reedición de dos de sus obras de los años ’90, el autor reflexiona sobre el giro autobiográfico en la literatura argentina y relativiza el carácter anticipatorio del menemismo que se le atribuye a la novela El aire.
Por Silvina Friera
Pocos escritores consiguen provocar en vivo y en directo un efecto similar al que genera la lectura de sus libros. El estilo narrativo de Sergio Chejfec –elogiado por Beatriz Sarlo y Rodolfo Fogwill– parece traducirse, o amplificarse, en una oralidad tan morosa como puntillosa, modulada por un tempo interno alejado de las pautas de celeridad; una oralidad que pone en duda las frases hechas, no por timidez, ni mucho menos por inseguridad o desconfianza hacia el lenguaje. El escritor apela a ese modo lento, pausado, reflexivo –en un tono que a priori puede sonar cansado o pesimista– porque lejos de resultar taxativo prefiere inclinarse por ensayar respuestas desde una perspectiva en diagonal y un tanto desviada, desplegar pensamientos vacilantes, aproximarse a tientas, cavilar y deambular como un modo de enunciar.
Algo así le sucede a la mayoría de sus personajes y narradores. Le pasa a Barroso, el protagonista de su tercera novela, El aire, publicada en 1992 y reeditada recientemente por Alfaguara juntamente con El llamado de la especie, de 1997. Benavente, su mujer, lo abandona y le deja una carta con un breve mensaje: “Me voy a Carmelo. No me sigas. Más adelante voy a escribirte”. El lector no conocerá las razones de esa separación, sólo asistirá a las consecuencias: la perplejidad inicial, el desmoronamiento y la desintegración de Barroso, que se fundirá con la escenografía de una Buenos Aires que también se desmorona, donde el dinero ha sido reemplazado por el vidrio, donde los hombres caminan por las veredas “mirando hacia abajo y pateando piedritas con desgano como si arrastraran la desocupación, la angustia y la vergüenza”; un paisaje urbano del que emergen nuevos traperos, lúmpenes, desamparados, con asentamientos en los techos y terrazas de las casas y edificios donde levantan sus ranchos.
Escrita en Caracas (Venezuela), donde Chejfec vivió durante quince años hasta que en 2005 decidió radicarse en Nueva York, El aire es una novela que, vista en retrospectiva, puede leerse como doblemente anticipatoria. Desde una mirada política, pronostica las consecuencias del menemismo, eso que estaba en el aire y que el narrador y poeta captó con una prosa tan bella como desconcertante. Desde el conjunto de su obra, esa novela bien podría ser el preludio del “efecto César Aira” en la narrativa de Chejfec.
–¿Por qué el narrador de El aire, pero también el de otras de sus novelas, está siempre relativizando o poniendo en duda lo que afirma?
–En mis narraciones hay una suerte de indecisión o vacilación entre lo que se considera falso y verdadero. Esta vacilación es un eje bastante radical en la literatura. Durante mucho tiempo la literatura se consideró como un discurso dominado o atravesado por el eje de lo real y lo no real. A mí me interesa más considerarla en términos de verdad y falsedad porque me parece que es una vacilación muy productiva de la literatura, y productiva para nosotros como género humano. Nosotros estamos constantemente vacilando entre lo verdadero y lo falso, incluso tratamos de buscar qué es lo verdadero dentro de lo falso y qué es lo falso dentro de lo verdadero en los hechos y en las circunstancias más importantes de la vida y en las cosas más nimias, sencillas y casuales. En mi literatura existe ese tipo de juego que tiene como efecto que el narrador ponga en duda o relativice lo que previamente se ha considerado elocuente, factible o real. Al mismo tiempo eso se combina con mi manera de escribir; no es una escritura que avance por la acción o por la intriga sino más bien por la puesta en duda, por la cavilación alrededor de lo que se está contando.
–¿El aire es un momento bisagra en el que incorpora a Aira como influencia?
–Pasó mucho tiempo y me resulta difícil reconstruir lo que ocurrió. El aire fue la primera novela que escribí cuando llegué a Caracas. Sí recuerdo que Saer me produjo un impacto profundísimo como escritor y como lector. Lo mismo me pasó con Aira. Me cuesta tener una opinión tajante; es verdad que uno puede pensar que El aire tiene algún tipo de alusión al apellido de Aira (risas). Los buenos escritores siempre nos producen un impacto muy fuerte, y yo nunca me consideré un escritor concluido, en el sentido de formado y ya formateado por mi propia formación, cristalizado en mis temas, en mis motivos y en mi forma de escribir. Siempre lo que me impresiona se refleja en lo que estoy escribiendo o lo que voy a escribir. De manera que no sería muy erróneo o alocado pensar que quizás hubo un efecto Aira en mi novela.
–¿Cómo explicaría ese “efecto Aira” en la literatura argentina de las últimas dos décadas?
–Lo que tiene de curioso Aira es la profundidad y la rapidez de su intervención, quizá derivada de la radicalidad de su estilo, de su propia producción y de cómo logra modificar lo que era hasta ese momento la ideología literaria argentina. Aunque se escriba alejado, en contra, a favor o más allá de él, Aira es uno de esos escritores que siempre se lo puede utilizar como eje de comparación. En ese sentido, Aira es parecido a Borges o a Saer, aunque Saer es distinto porque el impacto que ha tenido en la literatura argentina es de otro orden, es un efecto más soterrado, más estético. Aira apunta mucho más a lo que es la ideología literaria. Saer quizás está ubicado más hacia el pasado; Aira es un escritor que ya parece obviar toda la problemática de las vanguardias; es un escritor que a través de su literatura no establece divisiones entre lo que pueden ser diferentes registros y niveles de literatura, cosa que es muy central para Saer. Pero al mismo tiempo, si uno ha conocido tanto a Aira como a Saer, puede ver también que en el aspecto individual y en sus campos de intereses esta correlación se invierte: Saer estaba mucho más interesado por todo tipo de géneros; en cambio, Aira es alguien más anclado en el universo de la vanguardia, al contrario de su obra.
–En la novela aparece una Buenos Aires en ruinas donde se percibe a cada paso la crisis social. ¿Es una anticipación de las consecuencias de las políticas neoliberales del menemismo?
–Cuando la escribí, no pensaba en una novela de anticipación, no tenía ese tipo de preocupación. Más bien la descripción de ese paisaje social y urbano se debía a tres razones. En primer lugar, al efecto que me producía irme de Buenos Aires, una ciudad bastante horizontal en términos de circulación urbana, abierta a los caminantes, cualquiera sea su condición social. Llegar a Caracas fue muy crudo porque no solamente me encontraba viviendo en una sociedad secularmente acostumbrada a convivir con un 50 o 60 por ciento de la población en niveles de pobreza sino porque, al ser una ciudad con estribaciones, medio montañosa, las villas, que ahí se llaman barrios, eran sumamente visibles e incluso existían como amenaza social y política. En segundo lugar, yo estaba muy cercano a cierta ideología del pesimismo, el caso más emblemático puede ser el de (Ezequiel) Martínez Estrada. Todo ese tipo de carga pesimista, anticipatoria, premonitoria respecto de la condena del país me interesaba, y en ese momento pensaba que había una zona de la literatura argentina de los años ’40 y ’50 que quería representar el carácter nacional y dejar sentado un tipo de alarma, de señal, de advertencia. Me interesaba incluir este aspecto en la composición de mi novela porque era una manera de tramar crisis social y pertinencia literaria. En tercer término, aunque en ese momento la crisis no había ocurrido, había mucha gente que percibía que la estructura económica de la Argentina iba a cambiar de manera radical, y que los porcentajes de pobreza y marginalidad social no sólo iban a aumentar sino que iban a ser estructurales, como ocurrió finalmente.
Chejfec se saca un rato los anteojos, se frota un poco los ojos como si una esquirla de ese menemismo que vivió a la distancia, pero que respiró en el aire antes de irse a Venezuela, ahora regresara en la forma de una basurita que le irrita la vista, la mirada. Barroso, ese personaje condenado a vivir solamente en el presente, es un adicto a la lectura de los diarios. “La prensa es la instancia que regula el tiempo político cotidiano –explica el escritor–. Los diarios siempre han tenido esa capacidad para regular y pautar el tiempo, siempre he sido un lector adicto de los periódicos. En Barroso volqué parte de mi experiencia más abstracta en la lectura de los diarios, desde cómo un periódico te sirve para comenzar un día hasta las consecuencias metafísicas, en el sentido de que los diarios apilados por tu propia desidia materializan una cantidad de tiempo que te resulta cercana y al mismo tiempo completamente ajena, incluso hostil, porque es tiempo que ves traducido en papel.”
Chejfec plantea la existencia de una especie de juego de intromisiones en El aire. “Por el atributo de regularidad que tiene la prensa, pero al mismo tiempo por la capacidad política para instalar temas y cuestiones en la opinión pública, muchas veces son las noticias de los diarios las que crean la realidad y no la realidad misma. Barroso lee primero la noticia y después la ve traducida en la experiencia –señala el escritor–. Pero también me interesaba representar que lo que se le pedía a la literatura lo estaba haciendo la prensa.”
–Cuando hoy se habla del giro autobiográfico en la literatura argentina, ¿se está buscando que el autor “cuente su verdad” en un registro cercano a lo que se le exige al periodismo?
–Hay una tendencia de lectura que subraya determinados aspectos de las obras, pero con la misma vocación autobiográfica podrías leer la literatura de los ’60 o los ’70. Uno se pregunta por qué subrayarlo ahora y no antes. Tiene que ver con una tendencia de lectura, pero también con una demanda realista, en el buen sentido de la palabra, que tiene la crítica. Por la crisis de la crítica y de los saberes de las ciencias sociales, los textos literarios son cada vez más oscuros, tienden a jugar más con el sentido y no está claro qué es lo que quieren decir. En la medida en que no está claro qué es lo que quieren decir, la interrogación sobre la autobiografía aparece como una forma de dirigir esa falta de sentido. No sé si esto obedece a una inclinación casual de algunos autores; más bien responde a una necesidad de la crítica, académica o periodística, de establecer una especie de clasificación, cosa que siempre ocurre, siempre la crítica tiende a clasificar y a organizar los materiales de alguna manera. De pronto las propias vidas se tornaron muy narrables, pero eso siempre fue así. Lo que ocurre ahora es que hay una suerte de actualización. Siempre se ha dicho que en la literatura argentina no ha habido muchas autobiografías, que el género autobiográfico ha sido bastante esquivo, pero como contrapartida hay muchísimas novelas a lo largo del siglo XX que son completamente autobiográficas.
–¿En cuáles autores o novelas está pensando?
–Podemos pensar tanto en Roberto Arlt como en Marechal, como escritores menos leídos ahora, Enrique Wernicke o Haroldo Conti... esa literatura autobiográfica siempre estuvo presente. Lo que vemos es una “literatura del yo”, como se la llama, tramada con una diferente composición. Ahora el yo se representa de otra manera.
–¿Qué características tiene esta representación del yo?
–Es un yo más deliberado y es una individualidad más atravesada por órdenes diversos. Antes, esos órdenes eran bastante sacrosantos y rígidos; estaba el orden de lo sexual, de lo político, de lo ideológico, de lo histórico. Ahora, esa literatura del yo da cuenta de un cambio de sensibilidad, pero como todo cambio implica un desafío grande porque puede ser una propuesta que se cristalice muy rápido y se convierta en mera fórmula. Es muy difícil concebir algún tipo de elocuencia o de equilibrio cuando alguien se propone escribir literatura a partir de las demandas del momento.
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