Lun 05.01.2009
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LITERATURA › SE PUBLICó UN HOMBRE AFORTUNADO, UN TEXTO NOTABLE DE JOHN BERGER

Curar a otros y curarse a sí mismo

En el libro, el escritor retrata con maestría la vida del doctor John Sassall, a quien acompañó en 1967, junto con el fotógrafo Jean Mohr, para observar y compartir la experiencia del ejercicio de la medicina en un pueblito inglés.

› Por Silvina Friera

Los paisajes pueden ser engañosos para la mayoría de los mortales, pero John Berger, una de las voces esenciales de la literatura contemporánea, tiene tan entrenada su mirada que puede ir más allá de las apariencias hasta sumergirse en cada uno de los pliegues de un mundo regido por un “proceso dialéctico”: el vínculo de un médico rural y sus pacientes. En Un hombre afortunado (Alfaguara), crónica con una prosa poética admirable, bellísima, o novela –qué más da el género, en todo caso es lo que menos importa–, el escritor retrata la vida del doctor John Sassall, a quien acompañó en 1967, junto con el fotógrafo Jean Mohr, para observar y compartir la experiencia del ejercicio de la medicina en un pueblito inglés. El libro comienza con la anécdota de un “caso”, el de un leñador que quedó atrapado debajo de un árbol. La llegada de Sassall supone un gran alivio para el herido y sus tres compañeros, testigos del accidente. A pesar de que les garantiza que no perderá la pierna, sus compañeros, cada vez que miran el hoyo en el que había estado atrapado el leñador, ponen en duda las palabras del médico. Además de las historias de varios pacientes y el relato minucioso de sus sentimientos, Berger bucea en la subjetividad del doctor, en las reacciones de la población y en una suerte de imperativo categórico de Sassall: “Curar a los otros para curarse a sí mismo”.

Los lectores verán al médico (también en las fotos en blanco y negro tomadas por Mohr, que más que ilustrar el libro lo resignifican con un perturbador naturalismo) introduciendo una jeringa en el pecho de un paciente, que pronto le confesará que ése es su punto débil. “Sé lo que siente –le dice el médico–. Yo no soporto que me hagan nada en los ojos, no soporto que me toquen ahí. Creo que ahí está mi punto débil, justo debajo y detrás de los ojos.” Influido de niño por los libros de Conrad, el médico, hijo de un dentista, a los quince años ya había optado por la medicina frente a la marina. Vive en una de las mejores casas del pueblo, va bien vestido, es todo un “caballero” y tiene un Land Rover para hacer las visitas médicas y otro coche para su uso privado. Trabaja en exceso y se siente orgulloso. Empieza a leer a Freud hasta donde puede hacerlo solo, y analiza muchos rasgos de su carácter en un proceso que resulta doloroso. Pero, al fin y al cabo médico de los pies a la cabeza, sintetiza la lógica estoica en la que se basa su trabajo: “Siempre que algo me recuerda la muerte –y eso me sucede todos los días– pienso en la mía propia, y esto me hace trabajar aún más”.

Nacido en Londres en 1926 y formado como pintor en la Central School of Arts, Berger es autor de novelas como G., ganadora del prestigioso Premio Brooker en 1972, y de la trilogía sobre el campesinado europeo De sus fatigas, compuesta por Puerca Tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag. En Un hombre afortunado irrumpen aspectos medulares de las preocupaciones bergerianas: evitar los clichés, las metáforas manidas, el lenguaje perezoso. Con esa ilimitada curiosidad creativa que lo caracteriza, se pregunta cómo llegamos a adquirir la confianza necesaria para ponernos en manos del médico. La respuesta es que ofrece al paciente “una promesa positiva de intimidad física sin base sexual”; una intimidad que pertenece a las experiencias de la infancia. “Cuando nos sometemos al médico, nos remitimos a un estado infantil, al tiempo que ampliamos nuestra idea de familia a fin de incluirlo –apunta el escritor–. Lo imaginamos como un miembro honorario de nuestra familia.” Las manos paternales de Sassall auscultan un cuello o el abdomen hinchado de una mujer, cuyos ojos se clavan en el médico, acaso buscando el destello de una mínima esperanza que prorrogue la vida. “En la enfermedad se rompen muchas conexiones. La enfermedad separa y fomenta una forma distorsionada y fragmentada de la identidad –reflexiona Berger–. Lo que hace el médico, a través de su relación con el enfermo y de esa intimidad peculiar que se le permite, es compensar la ruptura de esas conexiones y reafirmar el contenido social de la identidad quebrantada del paciente.”

Alrededor de Sassall se despliega el campo –una comarca económicamente deprimida que carece de industria a gran escala– con sus pequeñas delicias, penurias y tragedias. Los campesinos son chúcaros, desconfiados, incultos, ajenos a todo ceremonial; hombres y mujeres de pocas palabras a quienes les cuesta hablar de sus dolencias. Pero el médico aprendió a mover los hilos de la conversación para obtener la información que necesita de un paciente. “Si se siente rechazado y no es bien recibido –le cuenta a Berger–, me llevará mucho tiempo volverme a ganar su confianza o puede que no la recupere nunca. Trato de darle un recibimiento abierto y afectuoso. Todo retraimiento por mi parte es un fallo. Una forma de negligencia.” El humus cultural del escritor se respira como una bocanada de oxígeno. No hay saturación de su erudición porque hilvana sus conocimientos como si estuviera hablando en voz alta con los lectores cuando repasa la larga historia del ideal del hombre universal o cuando exprime las glándulas del pensamiento de Sartre, Piaget o Gramsci. Hay muchas “clases” de médicos –artesanos, políticos, investigadores, dispensadores de socorro, hipnotizadores, hombres de negocios–, pero Sassall, al igual que ciertos navegantes, vive aguijoneado por una persistente curiosidad. Y por la necesidad de saber.

Consciente de que lo que escribe sobre Sassall y sus pacientes está sujeto al riesgo que acompaña a todo empeño de la imaginación, Berger admite que su propia subjetividad puede distorsionar las cosas; distorsión que, ciertamente, el lector disfrutará especialmente cuando explora la angustia frente a la muerte. Entonces se sirve de fragmentos de La náusea, de Sartre, para subrayar que los niños experimentan constantemente un sentimiento de pérdida, requisito previo para el sentimiento de la aventura. “Es como si el tiempo se transformara en el equivalente del mar de Conrad, y la enfermedad en el equivalente de las condiciones meteorológicas. Es el tiempo, el paso del tiempo, el que puede prometer ‘la paz de Dios’ y el que puede azotar y destruir con una furia ‘inimaginable’.” Sassall sabe que el sufrimiento no se puede solucionar simplemente expidiendo una receta. Berger observa que el médico puede parecer que controla el tiempo, de la misma manera que, en ocasiones, el marino parece gobernar el mar. “Pero los dos, el médico y el marino, saben que no es más que una ilusión.”

El escritor toma distancia del hombre afortunado que retrata y se atreve a cuestionarlo. “Se le podría criticar por ignorar la política. Si tanto le preocupan las vidas de sus pacientes –en general tanto como en términos médicos–, ¿por qué no ve la necesidad de una acción política que mejore o que defienda esas vidas?” Y hasta insinúa que tal vez sea un “romántico trasnochado” que sigue pensando en el ideal de la responsabilidad individual y única. Las palabras finales del escritor, ante la imposibilidad de resumir la vida y la obra de Sassall, son premonitorias: “Lo único que sé es que la sociedad actual vacía la mayoría de las vidas que no destruye”. En un epílogo fechado en 1999, el escritor revela que cuando terminó Un hombre afortunado no sabía que quince años después el médico se suicidaría. “Su muerte ha cambiado la historia de su vida. La ha hecho más misteriosa. Pero no más oscura. No es menos luminosa ahora; simplemente, su misterio es más violento. Y ese misterio hace que me sienta más humilde frente a él.” Berger tal vez sea el último de los humanistas marxistas, un escritor que explora los recovecos del alma con una profundidad y una pasión que los lectores, afortunados a la luz de sus páginas, le agradecen.

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