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Lunes, 12 de enero de 2009

LITERATURA › EDUARDO WILDE, EN LA COLECCION LOS RECOBRADOS

Las disecciones de un irreverente

 Por Silvina Friera

De muy pocos escritores se puede decir que el lector más que leerlos entabla una refrescante conversación que siempre termina a las carcajadas. O, literalmente, llorando de la risa; lágrimas, por cierto, de las más amables que se pueden derramar en el itinerario deslumbrante que ofrecen las páginas de un libro, especialmente si está firmado por Eduardo Wilde, ese irreverente y olvidado escritor, médico y periodista, rescatado en la antología La lluvia, Tini y otros textos (Capital Intelectual), incluida en la colección Los recobrados, que dirige Abelardo Castillo. ¡Qué barbudo –así lo muestran las escasas fotos carné que se conservan– de ironía tan afilada en la mixtura cultural de la “viveza criolla” (madre tucumana) y la estirpe inglesa (padre inglés)! En ese formol con tufillo a cosa rancia de la llamada “generación del ’ 80”, los apuntes de viajes, relatos, discursos, cartas, crónicas y artículos periodísticos de Wilde, aparentemente ligeros –vale aclarar que esa levedad es una estrategia narrativa– trascienden el siglo XIX.

“Si se quemaran las noventa y nueve centésimas partes de las bibliotecas actuales, no perdería nada la humanidad”, provoca el escritor en la miscelánea titulada “El arte literario”, en la que señala que “los más de los libros son inútiles porque carecen de originalidad”. Se podría objetar el énfasis que pone en la originalidad –palabra caída en desuso allá lejos y hace tiempo para la teoría literaria y el arte en general–, pero, no obstante, parecería que estuviera merodeando por el meollo de una cuestión un tanto acuciante de estos tiempos: ¿por qué se publica tanto? En el párrafo siguiente de esa miscelánea, incluida al final de la antología, hay una suerte de declaración de principios de la estética del escritor. “El arte de hablar o de escribir consiste en la naturalidad; el que dice exactamente lo que piensa es un literato; desgraciadamente se llega a la tumba sin haber alcanzado, de un modo absoluto, esa forma.” Wilde, que nació en Tupiza el 15 de junio de 1844 y murió en Bruselas el 5 de septiembre de 1913, es un Literato, sí, con mayúscula.

Tan pronto como puede, toma la literatura por la punta del ovillo con “La lluvia”, el primer relato de la antología, una joya de la especulación sobre los aguaceros en su vida. “El que no ha sido convaleciente no sabe lo que es bueno, como el que no tiene callos no conoce las delicias de sacarse las botas. Yo no he tenido ni callos ni botas, pero sé lo que digo por el testimonio de personas fidedignas y experimentadas”, apunta el escritor, maestro a la hora de llevar a la práctica lo que proclama en ese mismo relato: “El cuadro de la vida humana es monótono en su conjunto, pero variado en sus detalles”. Wilde remonta vuelo al diseccionar esos pormenores que en otros escritores ocupan el margen de sus narraciones, pero en él se tornan centrales, como en “Meditaciones inopinadas”, que comienza con la pereza lánguida de un hombre que se despierta a la mañana, hasta llegar a esa compleja madeja en la que filosofa, alegremente, sobre la imaginación, la amistad y el amor materno, entre otras yerbas. “Esa facultad de impresionarme vivamente con mis propios elementos cerebrales me produce una ventaja real: la de no poder considerarme desgraciado (cualesquiera que sean los contratiempos que me ocurran) por más de un cuarto de hora. Con mandar las desgracias a otra época, todo está hecho.”

Qué airoso sale en “Tini”, sobre la muerte de un niño, y cómo consigue, sin golpes bajos, sostener ese tono zumbón que lo caracteriza, pero a la vez ser piadoso con el dolor de la madre y la familia. Qué giro magistral realiza en “La primera noche de cementerio”, donde pega el salto de una ceremonia fúnebre al momento posterior en que el espíritu del muerto visita a la joven del ataúd vecino, y después de esa excursión extraordinaria piensa: “¡al fin hombre hasta la muerte!”; qué deliciosa crítica hace sobre el infierno doméstico que generan los objetos de arte en “Vida moderna”. Y detengámonos acá, que las líneas aprietan la adicción que suscitan los textos de esta antología, seleccionados de Prometeo & Cía (1899), Tiempo perdido (1878) y el póstumo Aguas abajo (1914). No seamos responsables del imaginario patatús que sufriría Wilde al leer este comentario. Ya lo advirtió en las vivísimas “Páginas muertas”: “Si los poetas y grandes representantes de la gloria humana salieran vivos de sus tumbas y leyeran sus obras explicadas, ¡volverían a morirse de sorpresa!”.

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