LITERATURA › ENTREVISTA CON LEONARDO LEVINAS
“Los personajes iban tan a la deriva como el país”
El escritor y filósofo habla de El último final, el relato del devenir incierto de un historiador y la situación política del país durante la caída de De la Rúa, el aluvión de presidentes, los saqueos y los cacerolazos.
Por Angel Berlanga
“De la Rúa es más hijo de puta que boludo”, concluye el desorientado narrador de El último final, la novela de Leonardo Levinas, un relato que propone seguir, como si fuera en tiempo presente, el devenir del director del departamento de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras por unos días singulares, los que pasaron entre el 19 de diciembre de 2001 y el 4 de enero siguiente, aquellos de los saqueos, cacerolazos, asambleas, presidentes muchos, bancos incautaguitas, piqueteros más y mejor comprendidos. Como en aquellas épocas, los políticos aquí resultan bastante puteados. El recorrido de este hombre, que vive muy cerca de la plazoleta Cortázar, abarca la represión del Obelisco, protestas ante Tribunales, comidas y bebidas en unos cuantos lugares muy reconocidos de la ciudad, visitas de observación a un linyera y al tren de los cartoneros, diálogos con colegas, noticias feroces por televisión. Se trata de un sujeto muy rodeado de mujeres, porque aquí están sus amigas y amantes, su hija, su ex esposa y Emilia, una escritora que trabaja a pocos metros de donde lo hace él, en un altillo que da al fondo de su casa. La relación con Emilia es rarísima, básicamente porque ella es muy enigmática en el modo de acercársele y, sobre todo, en unos confusos comentarios sobre su muerte, ya que a veces le dice que la están envenenando y otras que está envenenándose. Las dudas sobre su fin se ensanchan todavía más cuando tras un disparo ella aparece muerta y cuesta establecer si se suicidó o la asesinaron.
“El personaje de la vecina opera un poco como metáfora; lo que el narrador no entiende de ella son cosas análogas a lo que no entiende del país, porque había toda una sensación de muerte que podía pensarse en ambas direcciones: que al país lo reventaron o que se autorreventó”, dice Levinas en su casa, que también está a pocos metros de la plazoleta Cortázar.
Y sí: en la historia que cuenta y en la entrevista quedan muy a la vista los componentes autobiográficos –“tomados de la realidad”– que utilizó este filósofo y doctor en Física, autor de la novela El último crimen de Colón, un libro que también escribió el narrador de El último final. Esta casa, la de Levinas, se corresponde con la de la ficción. “Los personajes están con los nombres cambiados, pero se inspiran en personas reales”, dice, y aclara la excepción: “Salvo el de mi hija, que en aquel momento tenía 15 años y me pidió aparecer con su propio nombre”. En un rincón de este living poblado por discos de vinilo y de los otros, por figuras de mujeres muy gordas y muy flacas, por dos peces de pecera estrambóticos e indiferentes, está el sombrero de egresada de esta chica. Dice su nombre. Coincide con el de la novela. Detalles particulares sobre un contexto político, histórico, singularísimo; el fluido tono de El último final, curiosamente, da en la tecla con el clima de incertidumbre y asombro de aquellos días, pero no tanto con el de la angustia: el tipo va a nadar, a pasear por Costanera Sur. “Lo paradójico –dice Levinas– es que la extraña historia de la vecina resulta mucho más verosímil que las cosas que estaban pasando en esos momentos en el país.” “Escribo ahora –anota el historiador de la novela–; no sé bien acerca de qué. Lo mismo les sucede a los periodistas y a los analistas políticos cuando quieren contar lo que pasa. No comprenden nada. Es imposible comprender. No pueden predecir nada. Yo escribo y tampoco sé de qué se trata.” “Las sensaciones de todo aquel diciembre, e incluso hasta que asumió Duhalde –agrega Levinas–, tenían que ver con la incertidumbre total de lo que iba a pasar en las próximas horas. Podía plantearse la hipótesis de golpe militar, pero también de revolución socialista; recordemos que hubo cinco presidentes en muy pocos días. La ciudad había sido invadida por sus propios habitantes, que tomaron las calles y, al mismo tiempo que parecían protagonistas, también eran ajenos a lo que estaba sucediendo. A lassensaciones de esa época uno las puede recrear, por ejemplo, evocando algo escrito, porque todos nos sentíamos raros, angustiados, vacíos.”
–Abelardo Castillo dice que las menciones directas a la política están demasiado presentes en la narrativa argentina. “Mucho nombre de presidente”, dice. Usted aquí parece hacer una apuesta fuerte en la dirección contraria.
–En esos días sucedían cosas tan, podría decirse, ficcionales, que la articulación resultó mucho más difícil que la obtención de materiales originales que daba la realidad. Como dice en la contratapa, “un país más increíble que otras cosas increíbles”. Lo que más me costaba era entender cómo podían estar sucediendo determinadas cosas. Pero dado que sucedían, automáticamente las podía ir incorporando a la trama. Esta novela está escrita en íntima relación con los hechos crudos, y con el intento fracasado de articularlos entre sí: por eso hay tanto absurdo y ridículo. Hay tramos en los que los personajes dicen, directamente, que no entienden nada.
–¿Pero por qué apostó a que los políticos, con nombre y apellido, aparecieran tan en primer plano?
–Es que la suerte de las tramas de los personajes está fuertemente ligada a lo político, tanto a nivel de las sensaciones como de lo argumentativo. Esa sensación de angustia respecto de la ciudad, que por un lado a uno le parece propia y por otro extraña, tiene que ver con elementos concretos que están sucediendo. Eso está entrelazado: lo que sucede políticamente forma parte de esa angustia. Para manifestarla, basta remitirse a la situación política, al vacío de poder. Lo verídico de los personajes, tanto como lo ficcional, va tan a la deriva como la ciudad o el país. Por eso la política aquí está mandando, es una protagonista.
–A un año de aquellos días usted se preguntaba, en un artículo, si los muertos habían valido la pena. ¿Qué piensa hoy?
–No sé muy bien qué contestar, porque me da la impresión de que en aquel momento la Argentina había tocado fondo. Yo creo que una situación colectiva siempre puede ser peor. Pero para aquel momento se me ocurrió una imagen: cuando uno está parado en el polo sur, se camine para donde se camine, se avanza hacia el norte. Cuatro años después de aquello uno podría decir que, si pensamos en el país al que aspiramos, los muertos fueron en vano, porque de fondo no hubo una gran transformación. Pero desde otro punto de vista aquellos muertos también posibilitaron que saliéramos del pozo: fue necesaria aquella oposición tan feroz por parte de la gente, que arriesgaba sus vidas, para que ese país se terminara.