Domingo, 12 de abril de 2009 | Hoy
LITERATURA › ANDRES RIVERA FRENTE A SU NUEVO LIBRO, GUARDIA BLANCA
Compuesto por una novela corta y un cuento largo, que exhuma la historia de Galimba, un “frío asesino ideológico” (imposible no pensar en Rodolfo Galimberti), el nuevo libro de Rivera reflexiona simultáneamente sobre la vejez y la violencia.
Por Silvina Friera
Fuma Andrés Rivera en su austero departamento, en un piso doce del barrio de Belgrano. A pesar de la bruma, por una de las ventanas se alcanza a divisar una hilacha del Río de La Plata. A los 81 años, exhala el humo con un soplido seco y áspero, parecido al tono con el que declina sus pensamientos. Como si estuviera enojado. A espaldas del escritor hay un cuadro de Carlos Gorriarena y muchos estantes con libros de Faulkner, Hemingway, Borges, Joyce, Pavese. La escenografía que lo rodea se asemeja a la que prevalece en parte de su nuevo libro, Guardia Blanca (Seix Barral), compuesto por dos textos: una novela corta, Despeñaderos, protagonizada por su alter ego, Pablo Fontán, que también vive en una torre del barrio de Belgrano, mira la televisión, lee mucho los diarios y, como todo viejo, hilvana recuerdos, y un cuento largo, “Guardia Blanca”, que conecta la historia de Galimba, un “frío asesino ideológico” –imposible no pensar en Rodolfo Galimberti–, con Emilio Jáuregui, un militante de Vanguardia Comunista asesinado en 1969 por la Policía Federal, durante la dictadura de Onganía.
Como todo escritor que apela a los materiales autobiográficos, Rivera los deforma y recompone con una insistencia maníaca. Y las manías de su alter ego Fontán, muchas de las preguntas que se hace el personaje mientras mira el río, la televisión o cuando revisa el diario, son tributarias de las obsesiones del escritor. Hace tiempo que la vejez no sólo golpea la puerta de sus cuentos y novelas sino que se mete de lleno, con furia, con rabia. A pesar de la migración de clase, el sello de origen de su familia obrera está siempre implícito. El paso de los años no atempera la indignación que le produce al autor y a muchas de sus criaturas, las salvajes diferencias entre ricos, “niños bien”, los llama con desdén Rivera en la entrevista con Página/12, y pobres. Pero en este libro, tal vez más que en otros, los recuerdos interpelan, de un modo acuciante, el presente. Rivera mete el dedo en la llaga de una Argentina “country” con burgueses atrincherados y temerosos encerrados en sus fortalezas, donde la impunidad está garantizada; en un país en el que la explotación sojera no ahorra sangre ni desprecio contra trabajadores bolivianos. Y hasta los temblores de las bolsas del mundo y la venta masiva de acciones lleva a preguntarse si se está resquebrajando el mundo capitalista. “Los ricos son diferentes, sí. Pero se aburren. Y, entonces, matan”, se lee en Despeñaderos.
–La novela comienza con un epígrafe de Dylan Thomas relacionado con la rabia que produce la vejez. ¿Usted siente esa rabia?
–Sí, mucha. ¿Cómo no tener rabia contra algo que es inevitable? Me da rabia la torpeza que crece y la necesidad de pedir ayuda a los otros, y cómo en mi caso reprimo esa solicitud. Yo soy muy lector y hay momentos en que tengo que dejar la lectura porque me duelen los ojos. Me da rabia saber que mi organismo tiene exigencias a las que en el pasado no le atribuía importancia alguna y ahora es como si me pusieran un collar en el cuello: tengo que cumplir con esas exigencias.
–¿Compensa esa rabia con la escritura?
–Sí, mis sueños nocturnos son muy profundos. Nunca tenía imágenes en los sueños, no tenía sueños, pero ahora los tengo como muy pocas veces los he tenido. No son pesadillas, pero no son agradables. Aluden a la vejez.
–¿Pero escribe más que antes?
–No, escribo menos. Tengo empezado algo que no sé si es un relato o puede ser una nouvelle, y debo reconocer que no tengo más ganas de seguir. Recuerdo una frase de Borges, que dijo algo así como que da más placer leer a los otros que escribir.
–¿Cómo fue el origen de Guardia Blanca?
–Empezó por el recuerdo de Galimberti. Lo conocí sólo de verlo. Me impresionaba cuando joven: pálido, como se describe en la novela, sacón hasta los tobillos. Un asesino frío, allá lejos y hace tiempo. Me pregunté qué podía hacer con ese recuerdo que no se diluyó como otros. Tenía por otro lado a Pablo Fontán, una suerte de alter ego. Y a José Luis Rauch, descendiente de un oficial prusiano. El encuentro entre esas dos vidas tan opuestas entre sí dio lugar a la aparición de Galimba, le abrió la puerta. Y ahí se armó la novela.
–Fontán lee permanentemente los diarios y se detiene en varias noticias, sobre todo aquellas que consignan los asesinatos de mujeres en los countries. ¿Cómo funcionan en la novela estas referencias?
–Dan una imagen de este mundo que vivimos. Los burgueses se refugian en los countries porque creen que están seguros. Y allí perpetran sus propios crímenes y salen inmunes. No hay castigos; son cotos cerrados y así lo viven. Llegan con sus autos, los lugares son cálidos, los que tienen buen gusto tienen buenas pinturas, hay buenas comidas y las diversiones del caso.
–¿Esta Argentina country tiene sus raíces en la dictadura militar?
–Sí, ellos pusieron algo para que eso fuera así, pero estaba antes. No es exacto atribuírselo a los militares. Pero la llegada del proceso fomentó esta uniformidad que se cobija en los countries. Hoy los medios no se cansan de publicar un crimen en un country, que es noticia de tapa pero a los tres días está recluido en un recuadro en página impar, en el diario que sea.
–Algo parecido sucede con la cuestión de la inseguridad. ¿Por qué las clases medias están tan obsesionadas con este tema?
–Es una obsesión, pero es una realidad también. No estamos lejos de que esta clase media, acechada por el golpe de mano de asaltantes despiadados y jóvenes en la mayoría de los casos, se organice en patrullas de defensa armadas, habida cuenta de la incapacidad de las fuerzas de seguridad para poner una valla a estos ataques. Es el sistema. Hasta la señora Presidenta tiene que reconocer que en tanto haya miseria en este país habrá quienes roban, asaltan y matan. Pero no son sólo los pobres. Los hijos de la clase media alta casi practican el delito por deporte, para mostrarse a sí mismos cuán lejos pueden llegar. Sus vidas son aburridas realmente; basta imaginarlos en oficinas atendidos por secretarias, con los aparatos más sofisticados que la mente humana ha creado... Y después qué, ¿van a ver los thrillers en la televisión? ¿Por qué no pueden ser ellos protagonistas de un thriller? Tienen autos, las armas las consiguen más rápido que ligero. Algunos son cultos, claro, saben quién es Joyce...
–Pero el hijo de la burguesía no es penalizado, en cambio sobre el pobre cae todo el peso de la ley...
–El pobre no tiene dinero para pagar un abogado. Pero no incurramos en el horror de justificar al pobre. Hay muchos que viven en esa enorme zona que se llama la pobreza y no emprenden el camino del delito. Se plantan y dicen “hay otro camino”, trabajan, miran y no hacen más que eso.
–Pero esta distinción que establece, las clases medias parecen ignorarla cuando condenan en bloque a los pobres...
–Sí, claro, todos nos hemos enterado porque fuimos testigos o porque lo leímos que una villa está a cien metros de una edificación urbana ocupada por niños bien. ¿Cómo soportar eso? (grita) ¿Cómo pensar que va a ser la noche de hoy?
–En los diálogos que tienen Fontán y Rauch, en dos oportunidades se menciona que “la política es una mierda”. ¿Usted suscribe en parte esta idea?
–En la novela Fontán no suscribe esa frase, pero la recoge como un eslogan que emana de la propia burguesía. No me ha faltado ocasión de escuchar a quienes decían que con los uniformados estábamos bien porque no te asaltaban en la calle, no le arrancaban una cartera a la señora. Buena parte de la pequeña burguesía argentina es fascista, aunque no lo sepa, aunque algunos se ofendan si se los dice. Pero cuando se exige ley y orden, se es fascista.
–¿Qué consecuencias tiene ese rechazo tan drástico hacia la política? ¿Por qué cuesta tanto percibir que no es posible la vida de ninguna sociedad sin política?
–Piense en aquellos que vivieron la década del ’70. Por esos años se suponía que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Pero eso fue arrasado. Ahí tiene de donde emerge “la política es una mierda”. Están aquellos que lo dicen convencidos tras haber atravesado un momento de euforia, de éxtasis le diría, de participación activa en la militancia política, que luego devino en los años de la dictadura en las persecuciones, los exilios, o en el silencio. Y se empezó a escuchar al vecino, que siempre miró para otro lado, decir que “ahora estamos bien”. La inmensa mayoría de la clase media anhela una mano dura que les haga gozar en plenitud lo que tienen, heredado o no.
–¿Por qué cree que casi no se habla sobre cómo y por qué unos pocos se hacen tan ricos de la noche a la mañana?
–Hay nombres que se citan en el libro, como Macri. Es un ejemplo del american way of life. Papá, el inmigrante italiano, levanta un imperio. Y hoy Macri hijo es el mandamás de la ciudad de Buenos Aires. ¿Por qué no puedo ser Macri? Es una pregunta pertinente... Francisco de Narváez, colombiano, ¿de dónde salió su fortuna? Solá confiesa que él no tiene el dinero que tiene De Narváez. ¿Se da cuenta? Ganar las elecciones en este país es una cuestión de dinero, no de un programa. Los argentinos tienen registrado el famoso “síganme que nos los defraudaré” del doctor Carlos Menem. Y lo votaron. Lo votaron a Bussi en Tucumán, no lo impusieron las bayonetas. Aquellos que dicen que los pueblos no se equivocan están mirando para otro lado. En un pueblo culto como el alemán, que dio a Marx, a Engels, a Kautsky y a tantos otros que no ejercieron la política ni la fundaron ni escribieron libros teóricos, muchos se tuvieron que marchar, como Thomas Mann. Ese pueblo culto ovacionó a Hitler. Hay que reparar que no se rindieron; los soldados del Ejército Rojo tuvieron que plantar la bandera roja en la cúpula del Reichstag luego de devastar Berlín. No hubo deserciones. ¿Dónde estaban los comunistas y socialdemócratas alemanes? Esa era una izquierda que si se hubiera unido, sin olvidar sus diferencias, Hitler no habría ganado las elecciones. A veces tengo la impresión de que no sabemos leer la historia. Puesto que no sabemos leer la historia, aceptamos que “este país es una mierda”. No: la Argentina es un país rico y desgraciado. Si no, no hubiéramos tenido a Borges, no hubiéramos tenido a Raúl González Tuñón y a tantos y tan buenos poetas. No hubiéramos tenido a Marechal, a quien los puros condenaron al ostracismo porque adhirió al peronismo. ¡Marechal fue uno de los mejores escritores que tuvo este país!
–Cuando en la novela se recuerda a Emilio Jáuregui, aparece la pregunta sobre por qué se hizo comunista ese joven. Supongo que usted se debe haber preguntado muchas veces lo mismo, ¿no? ¿Qué respondería hoy?
–Nací en un hogar obrero, mi padre era socialdemócrata de izquierda en su país natal, Polonia. El vino solo al país. La familia de mi madre soportó uno de los pogroms más aterradores que registra la historia mundial y sobrevivió. Y también vino a la Argentina. En su familia había un tío, Felipe, muy culto. Fue el primero que puso debajo de mis ojos a Los miserables, de Víctor Hugo. Felipe era trotskista. Lo expulsaron dos veces del Partido Comunista. Me llevaba al cine y a cenar y hablábamos de igual a igual. La influencia de Felipe, que fue tipógrafo, pesó en el hecho de que yo fuera durante 25 años miembro del Partido Comunista. Un día me expulsaron porque no estaba de acuerdo con la línea del PC. La excusa fue que escribí un mal cuento, después lo mejoré un poco, “Cita”, que se lo dediqué a Juan Gelman y Juan Carlos Portantiero, ambos expulsados del Partido Comunista. Me llamaron para rendir cuentas. Ahí se desató una discusión que terminó con algo que era típico por lo menos del Partido Comunista de ese tiempo: se me acusaba de “nacionalista burgués”.
–Viniendo de una familia obrera, ¿cómo vivió el surgimiento del peronismo?
–Traté de entender el fenómeno. Me ayudó el hecho de que trabajaba en una fábrica textil, y que los obreros y obreras peronistas me eligieron secretario de la comisión interna porque “sabía hablar”. Yo era el único comunista en una fábrica de cien obreros peronistas. Con el golpe de 1955, paré la fábrica cuando llegó la noticia a la diez de la mañana. Convoqué a los obreros y obreras peronistas a ir al sindicato que estaba en Villa Lynch, partido de San Martín, porque el secretario había dicho que había armas para defender al general. Y allá fuimos. Como no había transporte público, a medida que íbamos caminando los obreros y obreras peronistas se iban abriendo. Llegamos otro compañero y yo a la puerta del sindicato. La puerta estaba cerrada. Mi compañero, al que le decían “El Petiso”, me dijo que nos fuéramos a tomar algo. Desandamos el camino y llegamos a un boliche en la avenida San Martín que estaba abierto. Después lo vi a Perón por televisión, subiendo a la cañonera paraguaya. ¿Qué comentarios se pueden hacer acerca de eso?
–Qué curioso que los obreros peronistas hayan elegido a un comunista para que los representara...
–Sí, y ellos sabían que yo era comunista. Pero mis años en la fábrica indicaban que no tenía ninguna relación cordial con los patrones. No les ladraba, pero la relación era distante y fría.
–¿Discutía con los obreros peronistas sobre Perón o el peronismo?
–No, era inútil. Había que esperar a que cambiara algo en el país para intentarlo. Algunos de los obreros más leídos me traían esos textos de (Victorio) Codovilla, gruesos como una guía telefónica, en los que exaltaba los avances del Partido Comunista en el mundo sindical. Eran tomaduras de pelo. Y creían en eso los que querían creer (risas).
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