Domingo, 19 de abril de 2009 | Hoy
LITERATURA › CARLOS BUSQUED, FINALISTA DEL PREMIO HERRALDE 2008
Nació en el Chaco, vivió buena parte de su vida en Córdoba y cuando quedó finalista del Herralde nadie sabía en Buenos Aires quién era el autor de Bajo este sol tremendo. Es su primera novela y la mandó al concurso “de caradura”.
Por Silvina Friera
¿Quién es Carlos Busqued, finalista del premio Herralde 2008 con Bajo este sol tremendo (Anagrama), su primera novela, que acaba de publicarse? El misterio mejor guardado de la literatura argentina comienza a develarse en un café de la calle Corrientes, cuyo nombre remite a una película de Emir Kusturica. El escritor de apellido vasco francés tiene un cuerpo inversamente proporcional a su escritura seca, económica, concisa. Sus ojos verdes auscultan el territorio con una expresión de alerta muy felina, como si temiera lo que puedan hacer los otros. Esa mirada incómoda se parece a la del misántropo que prefiere acovacharse, aunque más no sea en su departamento de San Cristóbal, para leer y escribir. Prefiere una mesa bien al fondo, se sienta y pide una cervecita acentuando su cantito cordobés. “Nadie sabía quién era porque no tengo demasiada vida social, ni de la artística ni de la otra”, dice el ex señor incógnita. Su periplo existencial ayudó a mantener, en parte, el enigma. Aunque nació en Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco) en 1970, llegó a Córdoba capital en 1986, a los 16 años, porque su padre tuvo un problema cardíaco y no podía soportar el calorcito chaqueño. Hace dos años se cansó de su ciudad adoptiva y decidió instalarse en Buenos Aires. “En Córdoba trabajé en una radio, pero hacía un programa a la noche, así que lo mío era cero audiencia”, aclara el escritor, alimentando el mito de ser un personaje inclasificable que tiene debilidad por los aviones de guerra soviéticos y la Trilogía de Argelia, de Lartéguy.
No cortó sus lazos con Córdoba, ciudad en la que terminó la escuela secundaria, hizo la carrera de Ingeniería, se casó y tuvo y tiene un puñado de buenos amigos. Aún conserva su cargo docente en la Universidad, donde dicta Cálculo de Avanzada, que él define como una materia “chiquita como un Fiat 600” dentro de la carrera de Ingeniería. Pero el personaje no debe ni puede fagocitar una novela extrañísima como Bajo este sol tremendo, quizá la ficción más “tóxica” de los últimos años. Los personajes están todo el tiempo fumando marihuana. Sobre todo Certati, el protagonista, que hace seis meses que está sin trabajo –lo echaron por “falta de iniciativa, conducta desmotivante”– y le queda poco de la indemnización que cobró. En el primer capítulo está fumando porro y mirando un documental de Discovery Channel cuando recibe una llamada desde Lapachito (Chaco), en la que le informan que su madre y su hermano han sido asesinados a escopetazos. Viaja al pueblo para hacerse cargo de los cadáveres. La geografía es inhóspita: sol castigante, casas rajadas, barro y pozos negros. Hasta el militar retirado que lo llamó desde Lapachito, Duarte, “albacea” de Daniel Molina (el marido de la madre de Certati), fuma marihuana. Completa el cuadro de situación Danielito, también huérfano como Certati, otro que fuma porro mientras mira Animal Planet. Duarte, que no da puntada sin hilo, sabe que Molina tenía un seguro de vida de la obra social de la Fuerza Aérea a nombre de la madre de Certati. Y lo embarca al protagonista en la empresa ilegal de intentar cobrar ese dinero.
“Empecé a escribir de nuevo justo cuando atravesaba una gran crisis y no sabía qué hacer de mi vida”, señala el escritor en la entrevista con Página/12. Hace unos tres años, después de una excursión por su Chaco natal, al que no había regresado desde que se fue a Córdoba, comenzó a escribir Bajo este sol tremendo. “Ese viaje a Resistencia, Sáenz Peña, Campo del Cielo, donde miré los meteoritos que están en un agujero en medio del monte, fue alucinante. Me encantó sentir el olor de la vegetación y reencontrarme con ese paisaje.” Cuando terminó la novela, se preguntó qué podía hacer. “La mandé al concurso de caradura porque era el único que no pedía extensión –confiesa Busqued–. Cuando me escribió (Jorge) Herralde, me caí de culo. Me dijo que estaba entre los diez finalistas y que independientemente del resultado quería publicar la novela. Leo tirando a poco y soy medio vago. Pero la mayoría de los escritores que me apasionaron publicaron en Anagrama. Yo no sabía ni cómo contestarle el mail a Herralde. Esperé dos días; le dije que era un honor pero tampoco quería que se me notara que se me caían las medias. Herralde tardó una semana en responderme y yo pensé que se había arrepentido.” Cuenta que lee mucho más libros de no ficción que narrativa, “de ahí que sea tan cortante, tan poco florido –plantea Busqued–. Me molesta el escritor que pelotudea. Cuando el autor empieza a poner lo que piensa, yo me enojo mucho. Soy conciso porque los libros que me gustan te cuentan concretamente lo que está pasando. Para mí el estilo florido es una mariconada para llamar la atención”.
De chico percibía en el Chaco escenas y situaciones que lo marcarían para siempre. “El paisaje de Lapachito de la novela es el paisaje de Sáenz Peña. Me acuerdo de que no podías tirar el inodoro porque salía el agua para afuera. Las casas se rajaban, se estropeaban con mucha facilidad –recuerda Busqued–. Mis impresiones más fuertes de la infancia son muy raras. El chancho Duarte era un compañero de mi viejo que terminó loco. Me acuerdo de que a los cuatro años el tipo se me acercó y se sacó la dentadura postiza. Salí cagando y llorando por el susto. A los diez años me gustaba juntar arañas pollitos y víboras y solía ir mucho al monte.”
–¿Esa atmósfera un tanto siniestra de la novela viene de su infancia en el Chaco?
–Sí, viene un poco de mi experiencia en Sáenz Peña, pero también porque me eduqué con tipos siniestros. Yo tengo encima muchas lecturas de tipos borders, de libros sobre qué hacen los milicos. Hay un libro que se consigue por acá, en las librerías de Corrientes, que se llama Tú llevas mi nombre, sobre la vida de los hijos de los nazis. La idea era ver qué tenía en la cabeza Danielito y cómo podía actuar. Al principio, los personajes eran más exuberantes, pero poco a poco les fui sacando toda la humanidad que podían tener y quedaron lo más secos y llanos posibles.
–¿Siente que no vale la pena ninguno de los personajes?
–Tiendo a dividir a la gente en interesante o no interesante, y estos personajes son interesantes de seguir. El tema es que casi todo el mundo, seguido de cerca, es moralmente repugnante. Un libro que me impresionó mucho es El extranjero, de Camus, porque no hay juicio moral. ¿Qué tienen que andar diciendo quién es malo y quién es bueno? Además, creo que alguien que hace un juicio moral te está choreando. Fui a muchas manifestaciones de milicos para curiosear. Tenía la sensación de que me estaba moviendo entre monstruos. Veía las caras y me preguntaba qué habrían hecho. El juicio moral es tan de base que ya sé qué son. Sí, son enemigos, pero me parecen muchos más peligrosos los tipos normales. Alejandro Biondini, a quien le leo la página, Panteón de los héroes, está re bosta de la cabeza y tan chalado que para mi vida es mucho más peligroso el rabino Bergman o Susana Giménez.
–¿Por qué en la novela los personajes están buena parte del tiempo fumando porro y mirando televisión?
–Yo soy medio así, prefiero estar viendo televisión que hablando con la gente. Los tipos quieren que la realidad sea lo más nebulosa posible. El trato que tienen los personajes con la realidad es muy mío (risas). Me llevó mucho laburo escribir una novela donde los personajes están todo el tiempo de la cabeza, viendo tele. La idea es que fuman porro para desdibujar por completo las circunstancias de la realidad. Sería como tratar de provocarse una miopía.
Busqued reconoce que no es azaroso que Certati y Danielito sean huérfanos. “Un amigo me criticaba porque no hay mujeres en la novela y la razón de esta ausencia es porque son huérfanos. Quería que los personajes fueran lo más de laboratorio posible, que hubiera poca interacción con los otros. En ese micromundo no entran ni las mujeres ni otras personas. Si Danielito tuviera una novia, seguramente le preguntaría por qué estás tan callado, lo que sería un embole (risas). Los necesitaba muy monocordes. Ese es el tipo de gente que me cae simpática. Me gusta la gente que habla poco”, subraya el escritor.
–Hay una escena muy bizarra de la novela que remite a una película de los hermanos Coen, El gran Lebowski. Danielito, que arrojó las cenizas de su madre por el inodoro, teme que algún día termine tomando un vaso de agua con los restos de su madre. ¿Qué le interesa de lo bizarro? ¿Y de qué modo se conecta este interés con cierta misantropía que se respira en la novela?
–No todo lo que se considera bizarro me atrapa. Me obsesionan los momentos extraños y extremos de las personas. Tengo predilección por los personajes outsiders; me aburre mucho la gente normal. Admito que en la novela hay algo de misantropía. Yo adoro a Bukowski; él me cayó en un momento en que estaba en cuarto año de Ingeniería y laburaba en un taller metalúrgico donde me agarré una escoliosis. Lo leía a Bukowski y sentía el odio al patrón, hacia un estilo de vida que te jode mucho. Me gusta del viejo la certeza de que nadie vale dos mangos. Me siento muy identificado con él, aunque mi vida es mucho más aburrida que la que vivió Bukowski. Los momentos más lindos de mi vida son cuando estoy solo, leyendo o escribiendo. No le tengo mucho cariño a la especie. En ese sentido soy un misántropo.
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