Miércoles, 3 de junio de 2009 | Hoy
LITERATURA › PABLO RAMOS HABLA DE EL SUEñO DE LOS MURCIéLAGOS
Así define el escritor su nueva novela juvenil, que transcurre en 1980, seis años después de la muerte de Perón, en un país que cambió para peor. Ramos explica que decidió trabajar esa época desde la perspectiva de un chico que no entiende lo que está sucediendo.
Por Silvina Friera
En el living de la librería Eterna Cadencia, Pablo Ramos desayuna junto a un grupo de periodistas. El café abre los ojos que han tenido que madrugar. Para un noctámbulo como el escritor, las once de la mañana es un momento crítico; si no fuera porque está presentando su nueva novela juvenil, El sueño de los murciélagos (Alfaguara), todavía estaría meditando si es conveniente asomar el hocico o quedarse un rato más en la cama. Más allá de sus editores, ahora sus primeros lectores suelen ser sus dos hijos, uno de 11 y el otro de 19 años. “El más grande es muy crítico de todo lo que escribo, pero me mandó un mail que me partió. Me dijo que no era sólo lo mejor que había escrito, sino que era uno de los mejores libros que él había leído”, cuenta Ramos con una sonrisa que se despliega como un bandoneón. El más chico también se devoró el nuevo libro y le dijo: “¡Por fin escribiste algo que no es tan triste!”. Quizá sea porque hay una “épica peronista” en esta novela que recupera a Gabriel y a su barra de amigos de Avellaneda, en ese conurbano bonaerense de clase media baja que se estaba yendo al demonio, junto al resto del país, por obra y gracia de las políticas económicas de José Martínez de Hoz. La historia transcurre en un gélido, lluvioso y agobiante invierno de 1980, seis años después de la muerte de Perón. “La plata es lo peor que hay, sobre todo cuando falta”, se queja Gabriel quien, para salvar el taller de su padre y a la familia de Marisa, emprende la aventura de llevar a cabo un conjuro, sugerido por la bruja Sara, para resolver los problemas laborales que aquejan a su círculo íntimo. Los chicos deberán crucificar un pichón de primogénito de un murciélago albino y derramar su sangre sobre la tumba de un santo.
Las referencias sobre la dictadura militar son tangenciales, mínimas; frases que se escuchan con la potencia de algo que sugiere más de lo que dice, como cuando la bruja repite que son “épocas oscuras, oscurísimas”; hechos que se observan sin entender qué es lo que está pasando, como el Falcon destartalado que se detiene en la puerta del cementerio mientras que Rolando, el borracho que acompaña a los pibes en la aventura, les pide que “no le cuenten a nadie lo que vieron, pero tampoco se lo olviden”. Ramos explica que decidió trabajar esa época desde la perspectiva de un chico que no entiende lo que está sucediendo. “Mi papá estuvo preso un año por ser delegado de la Siam. Yo estoy escribiendo en primera persona, que me limita, pero literariamente me protege porque no puedo saber más que lo que el chico sabe. ¿Qué decirle a un chico?, ¿que están torturando y matando gente? No es el momento de hablarle de eso. Creo que fui bien protegido por mi madre. Me dijo que papá estaba trabajando para la policía, que le estaba arreglando unas bobinas. Mi papá estuvo un año en la cárcel de Caseros, y tuvo suerte, porque fue un preso legal. Trabajé la época recordando cómo la había vivido.”
Ramos confiesa que quiso que el libro no tuviera ningún truco, dato o información ocultada para ser revelada al final. “John Gardner, el maestro de Carver, decía que la buena narrativa es una sucesión cada vez más interesante de descubrimientos o de momentos de comprensión. Y el descubrimiento de los chicos es plenamente moral. La aventura física de los personajes dentro de un cementerio se transforma en una profunda aventura moral, donde se van a cuestionar qué es la belleza, si vale la pena lograr un objetivo por el camino incorrecto, si vale la pena hacer cualquier cosa por salvar lo que uno quiere.” El autor de El origen de la tristeza, primera novela en la que aparece la barra de amigos que retoma en este libro juvenil, desparrama anécdotas y recuerdos. “Yo nunca supe decirle a mi mamá cuánto la quería, pero planeaba incendiar la casa para salvarla –revela el escritor esas fantasías que tenía cuando era chico–. Ese delirio de superhéroe que muchos hemos tenido aparece en el final de la novela, donde Gabriel imagina que puede arreglar las cosas.”
El escritor subraya que se dio el lujo de abrir esta novela con un acápite de su abuelo: “La patria del hombre es su moral”. La frase tiene una historia que merece ser contada. “Mi abuelo era un anarquista gallego y el único día que me vino a buscar al colegio fue en un acto del 9 de Julio –recuerda el escritor–. Como era el más bajito, siempre era el primero en la fila. Me vio cantando el Himno. Cuando salgo y le digo ‘¡Hola, abuelo!, ¿cómo estás?’, me pegó una cachetada delante de la maestra. Yo era muy quilombero, pero me pregunté: ¿Y ahora qué hice? Me dijo que nunca más me quería escuchar cantar el himno de los burgueses, que mi patria era mi moral.” El abuelo de Ramos escribió poesía. “Hay un poema en el que me pide disculpas por esa cachetada y en el que desarrolla este concepto de la patria moral.” El cuadro familiar se completa con su padre peronista. “Mi viejo era muy claro en los conceptos; cuando le pregunté qué era ser peronista, él me contestó: ‘Lo que vas a ser de acá hasta que te mueras o te rompo el culo a patadas’. Me quedó muy clara la ideología peronista”, bromea Ramos al evocar la sinceridad brutal de su padre, delegado gremial de la Siam, ebanista y tornero, que tuvo su propio taller.
“Si no hubiera ganado el Casa de las Américas, todavía estaría inédito, porque me cuesta mucho soltar un libro –admite Ramos–. Tengo escrito mucho más de lo que publiqué. Tengo terminados cuarenta cuentos y siempre están ahí porque no sé si forman parte de un mismo libro. Tengo la idea de que voy a vivir mucho, así que tengo tiempo de publicar”, aclara el escritor, que a fines de junio viajará a Alemania por una beca que obtuvo de la Universidad de Berlín. “Como soy un negro cabeza, voy a tirar manteca al techo con dos mil euros por mes, un departamento enorme y encima cada lectura que haga en español me la pagan a doscientos euros. Voy a comer bien, voy a mandarles plata a mis hijos y terminar tres libros que tengo escritos: En cinco minutos levántate María, que es la novela de la madre de Gabriel en primera persona; Fría oscuridad del universo, un libro de cuentos, y La arquitectura de la memoria”, repasa sus planes el escritor. “Soy como Gardel con guitarra eléctrica en Alemania”, ironiza.
“El cazador oculto, de Salinger, es una novela que descubrís a los 13 años y te parte la cabeza –plantea Ramos–. Pero la descubrís a los 30 y te parte la cabeza también. Es un libro que da por tierra todo este posmodernismo de segunda categoría y que viene a decir que la literatura sirve. Y mucho. Lo menos inútil que hay en el mundo es la literatura; leés tal libro a tal edad y te enfoca la vida. Podés estar en la mierda, como decía Oscar Wilde, y te ponés a mirar las estrellas desde el momento en que leíste ese libro. Tal vez son inútiles los que dicen que la literatura es inútil; decir eso te para bien a la izquierda, que es una manera de protegerse. Te ponés tanto a la izquierda que te ponés contra una pared. Como dice Santoro, el peronismo es un divagar de la ideología: para los de derecha, somos de izquierda; para los de izquierda, de derecha; y nosotros no sabemos qué carajo somos.”
Ramos advierte que Gabriel es “un pesimista y no se da cuenta”. “Aunque la empresa está destinada al fracaso, lo que interesa es emprenderla. El fracaso es quedarte en tu casa y no intentarlo”, señala el escritor.
–¿El pesimismo de Gabriel tendrá que ver con el fin de un mundo peronista para una familia peronista, el fin del mundo del trabajo, que Gabriel pesca en el aire, en su propia familia y en su entorno?
–Es el fin de un proyecto de país. Los viejos sindicalistas decían “vamos a hacer esto”, “éste es el país que vamos a hacer”. La industria peronista era cara, casi deficiente, pero existía. Las bobinas las conectábamos nosotros en el taller de mi viejo y pintábamos con tiza lo que no queríamos que agarrara el estaño. Mi viejo fundió el taller porque se embarcó en un préstamo para fabricar una máquina que soldaba. La máquina funcionó, hicimos un asado y fue todo el barrio. Pero el tipo estaba pensando en trabajar y no en poner la guita en un plazo fijo. Mi viejo no sabía nada de eso, sí sabía cómo hacer una bobina barata y mejor. Y eso se perdió para siempre.
Ramos, que se define como un tipo místico, “lo contrario de lo que es un intelectual”, mira hacia el techo de la librería y cuenta que misteriosamente “el de arriba me tiró un centro, agarré la máquina de escribir y la cosa sale”. Al escritor lo mantienen vivo los sueños de la infancia. En el lado A del disco estaba la música; en el lado B, la poesía. “Tenía 13 años y quería ser trompetista. Ahora tengo 43 y quiero ser trompetista. La única diferencia es que tengo una trompeta.” Y que escribe muy bien.
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