Sáb 31.12.2005
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LITERATURA › ENTREVISTA CON EL ESCRITOR MEXICANO SERGIO PITOL

“Sentí que si me acercaba a Borges iba a ser una copia”

Su prosa paródica y su vivaz defensa de la excentricidad son las marcas inconfundibles del último ganador del Premio Cervantes de Literatura. Sergio Pitol es, además, un ave rara en las letras latinoamericanas, aunque él rescata viejos y nuevos exponentes del recurso paródico.

› Por Silvina Friera

El maestro, que siempre se sorprendió con ver su vida transformada en cuentos, atiende el teléfono de su casa de Xalapa, en México. Sergio Pitol, último premio Cervantes de literatura, es un adicto a la invención de historias, y acaso el más chejoviano y subversivo de los escritores mexicanos, un autor que se está probando el traje del mezquino premio Nobel. En los restaurantes invita a sus amigos a imaginar las vidas de los comensales vecinos, y entre platos, vinos y postres apela al juego, al dislate, a una repentina y jubilosa ferocidad en la que pone a prueba esos procedimientos narrativos que caracterizan su prosa, especialmente la intuición más radicalizada y la libertad para aventurarse a escribir distinto a la tradición en la que se habita. El arte pitoliano consiste en distorsionar todo lo que mira y desconfiar de los géneros literarios. Y quizá por eso, además de su afición por la conversación, ha generado un nutrido bando de pitoladictos. El primero en blanquear el asunto fue el escritor Enrique Vila-Matas, responsable del prólogo de Los mejores cuentos (Anagrama), en el que señala que el estilo de Pitol “consiste en contarlo todo pero no resolver el misterio”.
¿Existe algo así como el enigma Pitol? El escritor mexicano se ríe y dice en la entrevista con Página/12: “Yo soy un personaje excéntrico”. En sus libros abunda la flora y fauna de la excentricidad mundial, no hay seres “normales”, previsibles, acartonados, rutinarios; todos gozan de violar las convenciones; funcionan como un ejército de reserva que amenaza con hacer la revolución contra la monotonía de la vida cotidiana.
–Usted señaló que la excentricidad era un camino a la libertad, que fueron las dictaduras las que produjeron un batallón de seres excéntricos. ¿Hoy son personajes anacrónicos?
–No, pienso que los habrá toda la vida. Cuando estuve en España del ’69 al ’72, la excentricidad era una cualidad mucho más específica. También en Polonia, donde fui agregado cultural, y en Moscú, la excentricidad era muy representativa; quizás ahora no lo sea tanto. Aira, por ejemplo, en su país, es un excéntrico, yo, claro, y también Monsivais.
–En la Feria del libro de Guadalajara, Alfredo Bryce Echenique confesó una profunda admiración por sus cuentos y destacó que su prosa tuviera frases largas en un género que reclama brevedad. ¿Qué aprendió del cuento?
–Hace 50 años algunos de los más importantes y excelentes escritores hispanoamericanos como Borges, Monterroso, Onetti, Felisberto Hernández, se dedicaron al cuento. Pero en estas últimas décadas fue perdiendo terreno; los editores le tienen miedo al cuento porque dicen que no vende. En las revistas literarias siempre se publicaban relatos. Creo que sólo en la literatura angloamericana tiene una gran vigencia este género tan temido. Casi todos los escritores de mi generación comenzamos escribiendo cuentos como un camino hacia la novela. Para mí funcionaba como un laboratorio en donde ponía a prueba mis recursos. El cuento tiene una precisión que la novela no tiene, pero los procedimientos que usé en mis cuentos no pasaron a mis novelas.
–¿Por qué?
–En 1968 estaba en Yugoslavia, en Montenegro, en un café al aire libre y vi a una persona como de 50 años que parecía un mendigo. Un amigo de él me dijo que era un poeta italiano que se quedó desde la guerra y que había estado encarcelado. Empecé a averiguar cosas de este poeta y escribí casi inmediatamente un cuento que se llama Icaro. Pero en los meses siguientes me volvía el tema de Icaro, de la muerte de un poeta, y entonces tomé notas alrededor de ese cuento y ese personaje. Me parecía que estaba muy expuesto todo y que podía hacer un cuento largo o una novela corta, y empecé a escribir pensando una novela en donde Icaro, el personaje, se desplaza por muchos lugares y en un lapso de tiempo más amplio. En dos años terminé mi primera novela, El tañido de una flauta. Después, ya no tenía ideas para hacer cuentos, me interesó la escritura de novelas.
–¿Qué lo llevó a incorporar como procedimiento la parodia?
–La parodia es un procedimiento literario que surge de mi personalidad, de mi modo de mirar el mundo. Desde niño vivo, hablo y escribo la parodia. Thomas Mann decía en su diario que todas sus novelas eran paródicas. Cuando leía un trabajo académico sobre uno de sus libros o sobre su presencia literaria, Mann sentía que ese lenguaje era serio y que estaba mutilado porque en todas sus novelas, hasta El doctor Faustus, utilizó las formas paródicas. Para mí la parodia es el carnaval; son formas de mi organismo mental que ayudan a compensar y a equilibrar mis neuronas.
–¿Cómo es eso de compensar? ¿A qué se refiere?
–En el año ’70 pensé que tenía que viajar a Europa porque no la conocía, sólo había estado en Estados Unidos y en el Caribe. Y me fui quedando en Europa durante 28 años. Los primeros 15 fueron muy libres; trabajé como intérprete y como traductor. Pero en una ocasión me invitaron a ser agregado cultural y acepté. Estuve en Polonia, París, Francia y Rusia, hasta que me ofrecieron ser embajador en Praga. Allí me sentía ajeno, sobre todo al lenguaje diplomático, porque siendo antes agregado cultural tenía amigos que eran historiadores, literatos, músicos, gente de teatro y de cine. Para compensar mi vida, empecé a escribir una novela, El desfile del amor, la primera de Tríptico del carnaval, por las noches o en los fines de semana. Necesitaba experimentar con un tono diferente al que había utilizado en mis cuentos o en mis primeras novelas. Ahí se radicalizó en mi obra la parodia y el juego.
–¿Es un bien escaso la literatura paródica en latinoamérica?
–No, no me parece. El uruguayo Felisberto Hernández hacía literatura paródica, Arlt es fantástico en este sentido, Cortázar y (Virgilio) Piñera también recurrían a la parodia. En estos últimos años, en México, han surgido escritores que se deshicieron del boom como Mario Bellatin. Creo que la literatura paródica es vital en latinoamérica, pero hubo épocas tan tenebrosas en nuestros países, las dictaduras militares, que hicieron que fuera casi imposible hacer algo cómico.
–Quizá pocos escritores se merezcan tanto el premio Cervantes como usted por la forma en que ha utilizado la parodia y el juego, como el autor del Quijote.
–Francamente vivo en el siglo de Oro español (risas). He tomado procedimientos del Quijote y de las Novelas ejemplares de Cervantes en muchas de mis historias. Pero también de las obras de Tirso de Molina, que son comedias de enredos. Este año releí a Cervantes y prácticamente no he leído casi nada más que sus libros. En México, en la ciudad de Guanajuato, hay un coloquio cervantino todos los años. Me invitaron en ediciones anteriores y no fui porque no tenía tiempo para hacer algo bueno con Cervantes. Pero esta vez acepté. Leí mi conferencia y como estaba el director del Instituto Cervantes de España, me invitó a hacer una gira por algunos institutos cervantinos del mundo. Y hace tres meses, cuando fui a presentar mi último libro, El mago de Viena, en España, me dijeron que estaba en la lista de los posibles premios Cervantes. La Academia Mexicana de lengua me había propuesto, pero no pensé en ningún momento que me lo podían otorgar. Cuando me llamaron para avisarme, estaba durmiendo (risas). La ministra de Cultura me dijo que había obtenido el premio y, aún medio dormido, pensé que era una broma.
–¿Por qué su relación con la literatura ha sido tan visceral, excesiva y salvaje como admite en El arte de la fuga?
–A los cuatro años perdí a mis padres y estuve enfermo de malaria entre los 6 a los 12, lo que me impedía salir de mi casa. Mi vida en esa época, la vida que pensaba que era real, era la de los libros. Mi abuela, que me cuidó y educó, era una lectora de tiempo completo. Los primeros fueron los de Julio Verne, y en esas historias había muchos protagonistas niños, huérfanos, parias, que van a buscar a sus padres o que se pierden en el mundo. Cuando las amistades de mi abuela la visitaban, oía que hablaban de la vida cotidiana, de alguien que se casó o que dejó su trabajo, y me parecía tan gris y tonto, comparándolas con las vidas de los personajes de Verne, o después de Stevenson o de Twain. Creo que hubo una simbiosis paulatina entre mis lecturas, la literatura y mi vida real, orgánica.
–Usted ha dicho que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma. ¿Lo conoció personalmente?
–No. Lo vi dos veces en México, pero no pude conversar con él.
–¿Por qué a pesar de que le gusta tanto Borges ha tenido una influencia mínima en su escritura?
–En mi adolescencia, cuando empezaba a escribir, los dos escritores que más me interesaban, los que admiraba totalmente eran Borges y Faulkner. Pero con Borges sentía que si me acercaba demasiado a él, sería un esclavo de ese lenguaje, una mera copia.

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