LITERATURA › MARíA INéS KRIMER Y SU NOVELA LO QUE NOSOTRAS SABíAMOS
El libro ganador del premio Emecé retrata el infierno grande de un pueblo sostenido por una gran empresa cementera durante la dictadura y en el que una voz femenina y anónima va dando cuenta de los ocultamientos y disimulos frente al horror reinante.
› Por Silvina Friera
La vida transcurría sin sobresaltos en la villa construida por una empresa cementera hasta que se instalaron “las nuevas”, Sonia, Estela, Diana y Norma, esposas de los flamantes jefes. Las veteranas del lugar objetan el comportamiento sexual desprejuiciado de las recién llegadas y ciertas conductas rebeldes. Lenguaraces y envidiosas, de Sonia dirán que toma sol desnuda y que fueron “muchos los que pasaron por su cama”. Lo que está a la vista con una nitidez apabullante es el modo en que estas mujeres se constituyen en una suerte de aparato de vigilancia de la vida doméstica y social. Además de ir a la peluquería, al ginecólogo, a la iglesia y a la casa de la Condesa, esposa del propietario de la cementera, la única actividad “productiva” a la que se dedican es a husmear. Ni la ropa interior ni los cajones ni el diario íntimo de las potenciales “enemigas” se salvan. El combustible de esta maquinaria es el chisme; su contracara es el secreto, que hay que desmontar paso a paso. Nada conviene que escape a la mirada de las “fuerzas vivas” del pueblo. En Lo que nosotras sabíamos, novela ganadora del premio Emecé, María Inés Krimer explora la complicidad civil durante la última dictadura a través de una voz plural y femenina que no deja de interpelar a los lectores por el modo en que revela y al tiempo encubre lo que sucede. El cotilleo es un barniz siniestro que desplaza a un segundo plano los despidos en la cementera y la desaparición de un joven abogado.
Krimer vivió en una villa similar a la que describe, cerca de Olavarría, entre 1976 y 1982. “Muchas reflexiones de estas mujeres son producto de lo que escuché. Por haber vivido en un lugar chico no me resultaron lejanas”, cuenta la escritora. “En un pueblo chico, donde todo opera como caja de resonancia, cuando empezaron las desapariciones todo se volvió muy hermético. Pero el silencio era muy sólido, se podía sentir. Si se veía o no se veía, si se sabía o no se sabía, era algo bastante elusivo porque todo estaba teñido por el miedo. Me interesaba trabajar ese juego del veo y no veo, del muestro y oculto”, plantea la autora que nació en Paraná (Entre Ríos) y publicó los cuentos de Veterana (1998) y las novelas La hija de Singer (Premio del Fondo Nacional de la Artes), y El cuerpo de las chicas.
–¿Por qué optó por un tipo de narración lateral?
–En estas narraciones, que arrancan desde Henry James, el que narra no es la figura central sino un personaje a veces secundario que da su versión. Esta forma de narrar implica que cada lector, como en los policiales, arma su propia versión. Por eso es interesante, porque lo importante de esta historia es lo no dicho, lo que no aparece en el texto y que cada lector va entendiendo en función de su propia historia y de qué idea tiene de la dictadura.
–¿Cómo explicaría la naturalidad con que se vive la dictadura en la novela?
–Ahora hay mucha información y no creo que estemos en la misma situación de hace 25 años, cuando asumió Alfonsín. Pero con otras caras y con otras manifestaciones de lo que puede ser la violencia social, se convalida un proceso similar. Como si fuera algo que no nos compete a nosotros, sino que está puesto en otro lugar; por lo tanto, nosotros no tenemos nada que ver ni que opinar. Es muy interesante indagar la profunda relación que existe en la Argentina entre violencia y política. Arranca ya desde “El matadero”, de Echeverría, pero sigue en Arlt, en Borges, en Walsh..., siempre la violencia aparece cruzada por la narración.
–Esas voces ponen el énfasis en que Diana y su marido son los únicos judíos. Multiplicando los prejuicios hacia paraguayos y bolivianos: “Nadie les iba a negar el saludo ni a torcer la cara. Somos mujeres educadas pero si era por nosotras, mejor que se mantuvieran apartados”. ¿Cómo trabajó enunciados tan incorrectos?
–El hecho de elegir voces anónimas posibilita hacer enunciados de xenofobia, de discriminación, que hubieran sido complejo sostener con un cuerpo identificado, una persona con nombre, con historia. El mecanismo del chisme y del anonimato me permitió contar cosas que me hubieran sido difíciles contar de otra manera. Tengo muy presente que del otro lado hay un lector. No me gustan las lecturas enigmáticas, que no se entienden, pero tampoco le tengo miedo al mensaje en lo que escribo. Como tengo muy presente al lector, me parece que el punto de vista es clave para narrar.
–Esas voces no se hacen cargo de lo que dicen...
–Porque son puro discurso, no tienen responsabilidad. Uno sigue escuchando frases que se dijeron en la posdictadura, desde el anonimato, en un taxi, en un bar, en la calle. Lo que me llama la atención son esas ideas que aún circulan, y eso es lo que me interesaba utilizar: ideas que circulan y de las que nadie se hace cargo.
–¿Cree que esas voces anónimas “colaboraron” con la dictadura?
–Colaboración es una palabra fuerte, remite a colaboracionismo. Yo lo encuadraría en la idea de Calveiro sobre el autoritarismo social. En esas voces prende el discurso de las “buenas señoras”, que muchas veces, mientras avanzaba en el texto, me resultaban simpáticas. Porque yo me he encontrado en cuestiones menores inquiriendo o tratando de averiguar sobre la vida de personas que conozco con la misma insistencia y ganas de saber. Uno tiene que subir el tono una o dos veces, esto lo trabajaba muy bien Flannery O’Connor, para que literariamente el texto funcione. Pero posiblemente dos cuerdas más abajo o una cuerda más abajo, me encontré, y me hago cargo, con cuestiones que hacía cuando quería saber algo (risas).
–¿El chisme la hermanaba hasta cierto punto con esas voces?
–Totalmente. Yo viví casi toda mi vida en ciudades muy chicas, y la forma de circulación más idónea de la información es a través del chisme. Manuel Puig fue un maestro para trabajarlo, y hoy las cosas no difieren demasiado. Está mucho más cruzado por los medios y por cierto tipo de información que la gente maneja. Pero en cuanto a la estructura y a la forma de comunicación de lo no dicho creo que se mantiene. Por eso el chisme funciona, porque es inmediato y atractivo y tiene que ver con el secreto. No hay nada más atractivo que el secreto.
–¿Qué le interesa explorar de los espacios chicos?
–El lugar chico es muy interesante; hay muchos casos de literatura concentracionaria. Yo soy gran admiradora de Primo Levi; cuando cuenta la vida en un campo de concentración, no está contando un espacio que cause terror o miedo, como se podría suponer. Narra relaciones entre las personas, pequeñas historias como agujeritos. Lo que tienen de interesante es cómo cruzan la realidad y la ficción, al punto de que no se sabe dónde empieza una y termina la otra. Todo se convierte en territorio de ficción. Me cuesta trabajar sobre lugares que no conozco. Toda mi narrativa está anclada en territorios familiares, por eso en general me manejo con lugares chicos, donde me siento más cómoda. Hay una frase de Faulkner que me encanta: la vida es demasiado corta para estar inventando locaciones (risas).
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