LITERATURA › “CONSERVADORES” Y “VANGUARDISTAS” SE TRENZARON EN LA VILLA OCAMPO
Claudia Piñeiro, Marcelo Figueras, Marcelo Birmajer, Eduardo Sacheri, Guillermo Martínez, Mariano Llinás y Celina Murga fueron algunos de los que discutieron ideas en el salón literario que se propone pensar la actualidad.
› Por Silvina Friera
Las gotas taladran el camino de piedras que conduce a la puerta de la imponente Villa Ocampo, mansión construida en 1891 con el estilo pintoresquista inglés. La lluvia destiñe las hojas de los árboles, el césped y las plantas. Es como si la intensidad del verde se disolviera con el agua. De acuerdo con el observador, el efecto óptico puede ser un festín para la vista o una suerte de amotinamiento del gris con su zarpazo de opacidad, de melancolía, de tristeza. La noche comienza a trazar su imprevisible caligrafía sobre la tarde de un sábado en el que la única urgencia es lo que está por desencadenarse: vuelven los salones literarios para pensar la actualidad. El disparador es Cine y Literatura. La promesa de recuperar esa mítica residencia como un foro de pensamiento suma voluntarios a la causa. De a poco llegan escritores, cineastas y guionistas: Claudia Piñeiro, Marcelo Figueras, Marcelo Birmajer, Eduardo Sacheri, Guillermo Martínez, Juan Martini, Emilio Bernini, Manuel Ferrari, Sergio Renán, Héctor Olivera, Bebe Kamin, Mariano Llinás, José Miguel Onaindia, Santiago Palavecino, Matías Piñeiro, Juan Villegas y Celina Murga. En el hall central, el punto de encuentro o de fuga, dos cuadros intimidantes de Prilidiano Pueyrredón, con Clara Lozano y Manuel Ocampo, los abuelos de Victoria, reciben a las visitas junto con la actriz Efrat Wolns caracterizada como Victoria, con los emblemáticos anteojos oscuros de montura blanca. En la sala de música, una pianista toca distintas piezas en el piano Steinway que tuvo como distinguidos ejecutantes a Igor Stravinsky y Federico García Lorca. Tal vez carcomidos por la ansiedad, algunos preguntan en qué mesa van a estar, con quién les tocará intercambiar ideas. “¿Soy presentador, hablo, soy público?”.
Los principales forjadores del siglo XX estuvieron en esta mansión de Beccar. Roger Caillois, Waldo Frank, Albert Camus, Aldous Huxley, Pablo Neruda, Octavio Paz, Gabriela Mistral, Graham Greene, Alfonso Reyes, José Ortega y Gasset, Le Corbusier y Borges, entre muchos del largo inventario de visitas ilustres, echaron a rodar algunas de las ideas y propuestas más significativas del siglo pasado en charlas, discusiones, lecturas. En esta casa de tres plantas, de 450 metros cuadrados cada una, es mejor dejarse llevar por el azar planificado por Gabriela Adamo y Mariana Sandez, que busca romper el acartonamiento de la típica mesa redonda con micrófono, sillitas y panelistas. La velada pinta amable, cálida; hay empanadas, buen vino. Nicolás Helft, el director del lugar, anuncia que es hora de arrancar con el debate, la conversación, la polémica. Pocos se arriesgan a ver la grieta, la tensión que se avecina entre los “bandos en pugna”: supuestamente los clásicos o “conservadores”, encabezado por los escritores, con Birmajer como hombre de choque secundado de lejos por Martínez; y los “posmodernos” que descreen de los géneros y piensan que no hay distinción entre cine y literatura, con Llinás como su máximo exponente. Los fumadores se amontonan en la galería; otros prueban el arte de deambular, suben las escaleras, recorren las habitaciones, el cuarto de Victoria, el baño, la sala de estar.
Un rumor se expande por las habitaciones de la casa. Llega hasta la cocina donde cenan escritores, cineastas, guionistas y público en general. La segunda ronda de debates acaba de comenzar y parece que hay confrontación, choque de posiciones, “conservadores” versus “vanguardistas”. “Vengan que esto se está poniendo buenísimo”, anuncian. Algunos se llevan los platos con las tartas de puerro o con el cuscús de pollo para terminar de comer y escuchar qué es lo que está pasando. Hablan Sacheri, Llinás, Birmajer, Martínez, Matías Piñeiro, Murga; escuchan la autora de Las viudas de los jueves, Villegas y Martini, entre otros. La palabra “conservador” hace saltar la amabilidad y la corrección por los aires. Sacheri, guionista de su propia novela, llevada al cine como El secreto de sus ojos por Juan José Campanella, comenta que al involucrarse en el guión su mirada fue conservadora, en el sentido de “conservar lo que fuera posible” de la novela, sobre todo la fisonomía de los personajes.
Adrián Cangi, el moderador, atiza la discordia al inclinar la balanza hacia el terreno de los cineastas y al plantear que no hay una distinción tajante del régimen de la escritura en el campo textual y en el campo fílmico. “Esa posición conservadora, resistida desde el mundo literario, para llevar hasta el final el proceso de control del personaje. ¿Qué te parece a vos?”, le pregunta a Llinás. El error de interpretar erráticamente esta compleja palabrita genera un efecto bola de nieve. “Es un poco problemático dividir por un lado la literatura y el cine y llamar por un lado a los escritores y por otro a los cineastas”, dispara el director de Historias extraordinarias. “Un cineasta no siente que su arte sea distinto al arte de un artista plástico; lo mismo se puede decir respecto de la literatura. Si el cinematógrafo no es un género literario, si no es el género que de alguna manera incorpora a la literatura, que ya no es el arte de trabajar las palabras sino el arte de convertir el mundo en narración, ¿qué es, entonces? Es un poco melancólica, a esta altura de la noche, la idea de compartimentar que una cosa es el cine y otra la literatura, cuando puede ser visto como un campo infinitamente común”.
Con una sinceridad brutal, Birmajer se anima a poner sobre la mesa lo que muchos murmuran en voz baja. “Hay algo de lo que dice Mariano que simplemente no logro entender. Para mí hay una diferencia ontológica entre un libro y una película. No tienen nada que ver.” Cuando Cangi le pregunta, Birmajer confiesa que no vio Historias extraordinarias, de Llinás. “Lo que noto en la nouvelle vague o en Godard es la renuencia a mencionar o a homenajear escritores, que aparezcan con su nombre y apellido en la película, y no a pervertir la trama, que es lo debería hacer un director”. Cangi interrumpe y no deja que sus interlocutores, sobre todo si son escritores, completen la idea: “Es una provocación eso que decís, que Godard hace homenajes y no pervierte”, increpa. “Hay un exceso de verbalización, especialmente en Godard”, sugiere Birmajer. Murga confiesa que le resulta raro estar en esta casa, en esta charla, porque nunca adaptó un texto previo y siempre produjo sus propios materiales. “No hay una cosa estándar que sea un guión, sino que hay un proceso que atraviesa diferentes instancias y que está en continuo movimiento. Escribo un guión y hay una etapa intermedia en la que voy a los lugares donde quiero filmar, que generalmente son espacios que reconozco y que de alguna manera me generan lo que estoy escribiendo; y empiezo a entrevistar, en algo que podría llamarse casting, pero no es exactamente un casting, a hablar con la gente, con personas que tienen alguna relación con lo que escribí. A partir de esas entrevistas, surge un diálogo entre lo que escribí y esas charlas, que termina provocando esa tercera o cuarta cosa que sería la película”.
Llinás opina que el film como sucesión de etapas es una idea un poco antigua que entra en colapso en los años ’40 del siglo XX. “Yo me quedé en el ’40”, lo interrumpe Birmajer. “Bueno, bueno, no sos el único”, concede Llinás, que insiste que el cinematógrafo ha iniciado una especie de camino en el que incorporó fuertemente como materia narrable “la realidad, el mundo real”. “No estoy diciendo que un film y un libro sean lo mismo sino que los problemas de base son comunes a ambos soportes, y eso es lo que me parece interesante. La idea de que hay una historia que después es llevada al cine me parece arcaica y conservadora. Lo cual está muy bien, ha habido conservadores a lo largo de todas las épocas.” Birmajer, con las piernas estiradas, disfrutando la confrontación que le sirve en bandeja Llinás, responde: “Yo soy conservador”. Martínez observa que falta un ingrediente en el debate, que lo aparta de esta cuestión de si es más o menos simpático ser conservador o vanguardista: la diferencia entre los lenguajes, porque no toda literatura es transferible. “Hay una parte de la manera de hacer cine que se puede asimilar a la literatura, y posiblemente una manera de hacer literatura que puede trasvasarse al cine”, admite el autor de Crímenes imperceptibles. Martínez avanza sobre los problemas específicos del cine a la hora de adaptar una novela. “Gran parte de la literatura moderna es la conquista de la representación de la conciencia de los personajes y eso es muy difícil de llevar al cine.” Cangi refuta: “Todo el cine moderno es eso”.
El segundo punto es la alternancia del punto de vista, “que para el cine es algo engorroso”. El bando de los cineastas se indigna y vuelve al ruedo. “¿Qué sería Welles si no?”, dice una voz que cuesta identificar entre tantas cabezas que se agitan, escuchan, aprueban y desaprueban. La tercera cuestión que enumera Martínez es la historia dentro de la historia. “Hay algunos registros que para la literatura son naturales y que al cine les cuesta impostar. Y viceversa. No es una cuestión de ser o no conservador, sino que hay dificultades de traducción”, precisa el escritor. Llinás ahora dice que está claro que hay cosas que a la literatura le resultan más cómodas. “Pero lo interesante para pensar como cineastas es precisamente ir en contra de esas dificultades, tratar de ganar esos problemas para el cine. Los grandes cineastas son los que se han asomado a esas dificultades y han intentado combatirlas”, sintetiza el realizador de Historias extraordinarias. Aunque las posiciones parezcan irreductibles, varios siguen la polémica pensando que por momentos la “verdad” está distribuida entre ambas partes, que no todo es tan binario como se presenta. “Si ahora reconocemos que hay cuestiones específicas de cada género, entonces estamos todos de acuerdo”, ironiza Martínez. La supuesta vanguardia ciertamente parece haber retrocedido.
Birmajer sostiene que en el fondo del debate el planteo es si existe una historia, una trama que se ha mantenido igual desde el tiempo de las cavernas hasta nuestros días. “Cuando se tiende a priorizar sobre la destrucción de la historia, no se inventa nada nuevo sino que se vuelve al caos”, afirma el autor de Historias de hombres casados y guionista de El abrazo partido. Cangi lo provoca: “¡Qué diría Beckett sobre lo que estás diciendo!”. Sacheri recupera el micrófono para aclarar en qué sentido utilizó la palabra conservador. Cangi dice que se entendió, pero el público salta de las sillas ante la evidencia del malentendido, que ahora es sistemáticamente negado por Llinás y compañía. La cosa se desmadra; el cruce entre Juan Martini y Llinás amenaza con irse de manos. Villegas se descarga contra Sacheri, Birmajer y Martínez: “Creemos que se puede hacer cine moderno sin que la historia sea la única opción, pero la diferencia que nos deja bien parados a los que pensamos de esta manera, es que también pensamos que se pueden hacer películas como decís vos. Pero vos lo planteás como si fuera la única posibilidad y como si lo demás fueran pelotudeces. Y eso es agresivo”.
Enojadísimo con Cangi, Martini le enrostra que desde la moderación se esté agrediendo al sector de los autores. “¿De qué lado hubiera estado Victoria?”, desliza con sorna una señora mayor. Alguien exige “orden”. Es necesario amortiguar los decibeles sin perder el atractivo del debate. Matías Piñeiro, desechando los binarismos, afirma que siempre se está narrando en el cine. La discusión central, según Birmajer, es que la teorización acerca de que se puede destruir la historia lineal, como lo han planteado el estructuralismo, Foucault, Kristeva o incluso Lacan, “ha llevado al caos y no a una superación, ha llevado al sin sentido, a la destrucción de la historia sin incorporar algo mejor”. Llinás cita el ejemplo de Kiarostami, definitorio de lo que él cree del cine. “El plantea un encuadre de la costa del mar y vienen olas”, describe tan entusiasmado que todos empiezan a “ver” lo que relata. “Lo único que hace es filmar las olas y la orilla. En un momento aparece una frágil ramita y una ola la saca del encuadre. Como espectador, uno establece una relación con esa rama en el mar Caspio; uno está viendo las aventuras de esa ramita y está esperando que vuelva una ola para que la meta en el encuadre de nuevo. Eso es narración.” Llinás se asume como partidario del caos. Murga también. Las visiones radicales vuelven a estallar por los aires cuando se analiza cómo interpreta cada uno La metamorfosis, de Kafka. El reloj está por marcar la medianoche y entonces se firma el armisticio, se escribe el epílogo de la primera “gran polémica” del salón literario de Villa Ocampo.
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