LITERATURA › MARCELO COHEN Y SU FORMIDABLE NOVELA CASA DE OTTRO
Su libro no sólo juega con los conceptos y significados de la política, sino también con la idea de herencia: “Somos supervivientes, duramos a la muerte de otros. Y no hay más remedio que heredar, una casa, un carácter, una sociedad, un país, una lengua”.
› Por Silvina Friera
En Freire y Echeverría, en el primer piso de un café con vista a la estación Belgrano R, Marcelo Cohen desmenuza su maravilloso “plan de evasión” con el entusiasmo de un estratega que no se cansa de explorar el Delta panorámico y esa inquietante red de islas, un mundo concebido como duplicación de lo real que se revela inagotable. Su nueva y extraordinaria novela, Casa de Ottro (Alfaguara), transcurre en la isla Ushoda, donde los políticos son una especie menguante y los pocos que alguna vez han tenido algún poder mínimamente aceptable, estuvieron al borde de caer aplastados por los consorcios económicos. Fronda Pátegher, asesora de campaña y de gobierno de Collados Ottro, ex regente de esta isla que gobernó durante más de tres años, es una narradora extremadamente nerviosa, una mente en crisis por el incómodo legado con el que le toca lidiar, la casa de este empresario que decidió incursionar en la política –“una mezcla de Ibarra y Macri”, lo define el escritor–, y que fue su suegro. Disgustada con la herencia que recibe, el hogar de un coleccionista incontinente, y acompañada por Cañada –una ciborgue que se encarga de las tareas domésticas–, anota sus reflexiones en papelitos sobre su malograda experiencia política, su relación con el hijo de Ottro, del cual se separó, y con su hijo, Riscos, un joven cínico malcriado por su abuelo en la “satisfacción incesante”, que funda el “pervopolimofismo”, una estrafalaria y cruel forma de rebeldía contra la gerontocracia imperante en la isla. Ex rebelde revolucionaria formateada por su educación en los laboratorios sociales, Fronda, devenida en consultora privada del “vivir juntos”, encarna el melodrama (o la tragicomedia) del intelectual progresista que asesoró a su suegro por “entrismo”. Creyó que era posible que ese hombre tomara el poder para implementar reformas imperecederas.
“La estructura de esta novela es un peaje al realismo, porque el pensamiento en estado de shock de Fronda me permitía acompañar el despelote de la mente del personaje y hacer de cuenta que las ocurrencias, los recuerdos y los incidentes de la vida presente surgieran un poco imprevistamente, como le surgen a ella”, explica Cohen en la entrevista con Página/12. “Y lo conseguí mientras escribía; lo cual convirtió a la escritura en un auténtico desbarajuste. Los caballos disparaban todos para lados distintos y me costó mucho lograr cierta intimidad con ese mundo. Todavía no conozco del todo bien a la novela; es con la que tengo menos intimidad. Hay cosas que surgieron imprevistamente, y aunque después la corregí, al ser el producto de un momento, de chispazos, luego se olvida. Casi nunca releo mis libros, pero esta novela tuve que reelerla porque había cosas de las que no me acordaba”, confiesa el escritor y traductor.
Hace mucho que Cohen tenía el berretín de escribir una novela modulada por la intimidad de la política como Casa de Ottro. “En realidad no empezó por la política sino por la herencia”, aclara el escritor. “Además coincidió con el comienzo del kirchnerismo y este curioso reavivar de ascuas que produjo. No me importa ahora discutir y hacer las dos listas sobre las cosas positivas que han hecho estos dos gobiernos y las cosas negativas. No quiero hacer cuentas de almacenero de la política, porque no me parece que haya que hacerlo de esa manera. Me causa mucho fastidio y muchas veces defiendo estas gestiones más enardecidamente de lo que querría. Pero el kirchnerismo reinstauró la discusión sobre el destino inmediato de la sociedad en términos muy prácticos. Yo tenía la idea de la novela, alguien hereda una casa llena de cosas que no le gusta. Después pensé que sería interesante que fuera la casa de un político e inmediatamente apareció el viejo deseo de hablar de la intimidad de un político, qué pasa por la cabeza cuando está solo, en su habitación, después de un día de múltiples entrevistas, reuniones, desaguisados y problemas difíciles de resolver, enormes cargas graves y situaciones fútiles.”
–En un momento Fronda plantea que el ideal del “teatron” político habría consistido en una distancia generalizada, distancia de los actores con sus textos, del público entre sí; distancia como un ámbito para la calma y la lucidez. ¿Por qué ella no puede tomar distancia?
–Fronda vive el melodrama o la tragicomedia del intelectual que quiere ser disidente y que tuvo sueños de rebeldía infinita, de mejoramiento, igualdad, libertad, deseos. No se trata de que cayó en el desencanto, sino que se estrelló palmariamente con el hecho de que estaba, como nos pasa hoy a muchos, entre dos trampas de la filosofía histórica de la consumación: la filosofía de las revoluciones, de los cambios radicales, de la redención del hombre en el sentido económico y social, y las filosofías del progreso constante, en el sentido de la acumulación. Está emparedada entre el sueño de un poder liberador y un poder que ya tiene el poder y que utiliza la política exclusivamente como forma de disputa, de rapiña, de dominio, de arbitrariedad, de abuso. Teóricamente para que el público, que en la novela es público y no pueblo, disfrute de esa situación, se va acuñando paulatinamente la idea de que la política transcurre en un teatro. Pero eso es en todas las sociedades; simplemente que en la isla de Ushoda lo han asumido y verbalizado con una ritualidad vacía, chapucera y tramposa que esconde mucha mezquindad. Ella está en el medio de esas dos formas de la política, pero opta por respaldar a este oportunista un poco bienintencionado, un poco fantasma, como Ottro; una mezcla de Ibarra y Macri, sin llegar a ser tan benévolo como Ibarra ni tan pérfido como Macri.
–¿Qué consecuencias tiene esa trampa, que parece remitir a las trampas del país en torno de apoyar “proyectos reformistas” como los que podría representar el kirchnerismo?
–El melodrama de Fronda, que es en parte el de alguno de nosotros, es si es posible, comprensible, justificable, volver una y otra vez a apoyar intentos de reformas, a ilusionarnos, a intervenir, aunque sea de manera tímida en las tentativas de la polis; pensando que a través de ciertos momentos de la política, podemos ayudar a producir cambios que por lo menos frenen la sangría o que contribuyan a cierto reparto mínimo del bienestar mejor que el que hay. O corroboramos una y otra vez que esto es una locura absoluta, que estamos todos locos, que vivimos tolerando un estado de crueldad, de dominio, de desigualdad, de obscenidad que no tiene remedio, y deberíamos apartarnos de esa política que sólo contribuye a perpetrarlo. Es decir, nos marginamos totalmente. He visto cómo mucha gente de mi generación y de las generaciones nuevas se bandea eternamente entre estas alternativas.
–Fronda dice que su formación hizo que se desprendiera de las cuestiones íntimas, como si el peso de la palabra compromiso anulara la intimidad. ¿Es una crítica a cierto tipo de marxismo?
–Sí, me parece que todos nos hemos dado cuenta, los que todavía creemos que el pensamiento marxista es una de las fuentes que valen la pena, que el marxismo en su versión leninista y en todos los derivados de esa versión se desentendió absolutamente de lo que podríamos llamar la metafísica del individuo, las políticas del lenguaje, de la identidad, de la intimidad. El marxismo-leninismo es un avatar laico del cristianismo; por lo tanto, consagra la historia a un futuro que será una consumación. Y como no es así, descuidó, como bien sabemos, el presente y el contacto inmediato con el otro, con el que uno tiene al lado. Y sobre todo le faltó el examen de conciencia. Tomó un sentido de la consumación del cristianismo, pero ni siquiera tomó la confesión. Y no es que esté por la confesión. El único intento moderno de examen profundo del hombre fue el psicoanálisis, que también condena al hombre a mirar con sospecha su deseo. La novela se convierte en un viaje hacia lo cercano y la familia, que es un tema bastante descuidado.
Cohen señala que la literatura es, en sus mejores momentos, “evasión total de este mundo de lógica de la acumulación, de causalidad directa, de confianza en los temas profundos, de apoyo en el prejuicio de que sólo hay dos temas que contar y cinco argumentos posibles”. “Creo que si uno presta atención a las apariencias, los argumentos cambian; las peripecias de la vida humana crean situaciones nuevas que son temas nuevos. Así como en otra época, en los ’60, incluso para mí, era muy importante salir de las filosofías de la acción productiva hacia la contemplación, la meditación, lo gratuito, ahora también pienso que la sociedad humana es un hecho fantástico, en el sentido de maravilloso, y que si bien no mejora, puede funcionar cíclicamente y esto es un extraordinario motivo de contemplación. Miremos la sociedad humana, aunque sea con microscopio, y veamos qué temas hay ahí para frotarnos las manos como novelistas.”
–Y usted se frotó las manos en esta novela con el dilema de la herencia. ¿Cree, como Fronda, que todas las madres tienen que legar lo inacabado?
–Uno se pone a tratar el tema de la herencia y se da cuenta, como dicen algunos filósofos con mucha razón, de que la herencia es un hecho originario. Somos supervivientes, duramos a la muerte de otros. No hay más remedio. Y no hay más remedio que heredar, lo que sea. Una casa, un carácter, una sociedad, un país, una lengua. Después vendrán otros; somos también gente que llegará. ¿Qué hacemos con esa herencia? No digo que haya que hacer algo determinado, pero es un hecho del que uno no se puede desentender. La responsabilidad es pensar qué se hace con esa herencia. Pero nada de lo que podamos intentar deformar se traducirá en una obra acabada; de manera que cuando se trata de lo más inmediato, en cuestión de sangre, piel y tripas, que es el hijo, como en el caso de Fronda en la novela, quizás haya que prestar atención a no cargarlo con un proyecto de lo que él debe hacer, aunque es casi inevitable, y a no pensar que uno le tiene que dejar algo terminado en las manos para que él pueda añadir algo que pueda a su vez terminar. Uno siente pena de dejar un mundo de consignas inacabadas de las cuales el otro se tendrá que hacer cargo como uno se hizo cargo de las anteriores. Tal vez se trate de dejar la menor cantidad de basura detrás de uno, ahorrar el trabajo.
–¿Pensó como una ironía o una crítica solapada hacia la “literatura del yo” el programa de televisión de Ushoda llamado Mi novela soy yo?
–Sí, por supuesto, es una ironía. Es muy curioso que buena parte de la ficción y de la literatura de los últimos dos siglos ha estado intentando librar al sujeto de la carga de una personalidad fija, abrirlo a la multiplicidad de posibilidades, al reconocimiento de que es un montón de cosas y que al mismo tiempo no es nada, porque no hay un suelo sino un abismo, y las formas ficticias lo hayan revertido en una afirmación de la forma más palmaria y obvia de la personalidad, quizá porque el mundo es inclemente. Me importa un bledo la historia lineal de una personalidad. Yo prefiero tener una personalidad episódica, que la gente se olvide partes de su vida y que se acuerde de otras tal como titilen las partes del cerebro y los acontecimientos de la vida. Uno es distintas personas a lo largo de la vida, no tiene sentido la personalidad fija. Mientras aumenta esta solidificación del yo, decae la pericia para contar historias con matices, con frases levemente complicadas que expresen variaciones de sentimiento.
–En la novela se nota cierta simpatía a lo que se denomina “inconformistas activos”, tildados como “libertacos”.
–Pero sí, más bien que uno tiene simpatía, en contraposición a lo que genera ese magma de clase media, no necesariamente muy acomodada, que se ha unido a la camándula agrario-financiera y se visten con versiones contemporáneas de la ropa campera. Yo los llamo el Jockey Club expandido, es decir el Jockey Club para el medio pelo. Entre las muchas cosas de las cuales se han apropiado para tergiversarlas, como justificación por su despreocupación y por su egoísmo, está el amor por los pobres. Por supuesto que es una manera de arrebatarle el terreno a un gobierno que ha hecho consigna de favorecer a los pobres. Dejemos de lado las amarguras y dulzuras que nos causa este gobierno. Estos, los del Jockey Club expandido, son unos hipócritas de tomo y lomo; les importa un pito los pobres. Pero ahora se lavan la conciencia y sobre todo han encontrado una manera de hacer propaganda moral a través del pobretismo. Cómo no voy a tener simpatía por esa gente, incluido yo, que por idiotas que hayamos sido, de todas maneras teníamos una auténtica piedad equivocadamente cristiana, pero bastante enternecedora. Si me dijeran que la revolución sexual, el hippismo o la rebeldía del ’68 causó muchas desgracias en los hijos, puedo sentarme a conversar porque me parece que hay bastante de verdad en eso. Pero de ninguna manera voy a ceder en la convicción de que después de los años ’60, ha habido en la vida de las sociedades un notable aumento de libertad para los jóvenes y las mujeres, y de paridad entre padres e hijos. La paradoja del progresista consiste en querer cumplir con todos los postergados sin poder hacerlo, y sin que esa impotencia impida disfrutar de un montón de privilegios.
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