Lun 07.12.2009
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LITERATURA › LUIS GUSMáN HABLA DE LOS MUERTOS NO MIENTEN

“Es la legitimación y la justificación de una subcultura”

En su nuevo libro, el escritor y psicoanalista plantea una suerte de “autobiografía familiar”, cuyo eje principal pasa por su madre y por el ejercicio de la religión espiritista. Una ficción que también puede leerse como si fuera una novela policial.

› Por Silvina Friera

El ascensor se detiene con un temblor áspero en el décimo piso. A pesar de la penumbra del palier, el brillo de la sonrisa de Luis Gusmán muerde su cara extrañamente afilada. Los goznes de la puerta del consultorio saludan antes de que el escritor y psicoanalista diga un “hola”, que inmediatamente retumbará en medio del silencio. Después de leer su nuevo libro, titulado Los muertos no mienten (Edhasa), cada chirrido, cada ruido, podría ser la cifra secreta, una suerte de código Morse, de la lengua de un espíritu. O de varios, si aceptamos sin chistar esa telaraña viscosa que teje el misterio para atraparnos en su red cotidianamente. Entre la carne y el alma del escritor, la mitología espiritista supo enclavar sus golpes de estilo en la voz de Gusmán; una voz que confía en el lenguaje, que se entrega sin vacilar, que urde un bellísimo artefacto, una “autobiografía familiar”, cuyo eje principal es la madre y su religión espiritista, una ficción sobre cómo se construye un escritor, ejecutada magistralmente con todas las teclas del suspenso, como si fuera una novela policial. En diecisiete relatos se diseminan espíritus dobles, anécdotas, oráculos, viajes y travesías, catalepsia y monólogo interior y una biblioteca espiritista que deja a más de uno pasmado: de Roberto Arlt a Arthur Conan Doyle; de Allan Kardec a Robert Louis Stevenson; de Vladimir Nabokov a Ramón Gómez de la Serna; de Margaret Nicholas a John Berger, por mencionar algunos. El autor de El frasquito (reeditada también por Edhasa con prólogo de Luis Chitarroni, junto con La rueda de Virgilio, un “tres Gusmán por uno” que se agradece) reescribe el mito de su nacimiento gemelar, como si se lanzara desde el trampolín de la orfandad para conjurar la muerte del hermano, del padre, de la madre.

“Yo no me puedo olvidar más del espiritismo, muchas noches siento que el espíritu de mi hermano mellizo viene y se acuesta a mi lado, me habla y me dice que me va a cuidar siempre, que siempre vela por mí”, se lee en El frasquito, novela emblemática de los años ‘70 que, como apunta Chitarroni en el prólogo de la reedición, “parece un libro central de una estética gombrociana para la cual la inmadurez lo es todo”. De estas escenas y momentos hay un par que el lector no olvidará. Hacia el final de Los muertos no mienten la narración exhibe un lirismo austero y sobrecogedor. “Mi madre murió el día de Navidad del año 2005. Nunca vi a nadie aferrarse tanto a la vida. Nunca vi a nadie aferrarse tanto a la vida creyendo como ella creía en el más allá. El espiritismo, el evangelismo y el catolicismo no lograron consolarla. A diferencia de su madre, de sus hermanas, murió sin extremaunción, sin oración y sin sermón. No es que los rechazó, ni siquiera los pidió. Ni sacerdote, ni médium, ni pastor.”

“En el universo infantil todos los golpes y los raps del discurso materno, incluida mis tías, eran decodificados por esas mujeres –dice el escritor a Página/12, masticando lentamente esos recuerdos de familia–. Si había un ruido extraño en una cañería o en una chapa de zinc, podía ser inmediatamente asimilado a un espíritu burlón, maligno. Según el sentido que se le daba, era la estrategia que se desarrollaba. Si era una cosa benéfica de recibimiento, de conversación, o una cosa contraria de conjuro. Dependía de la videncia de la presencia que venía a irrumpir la vida cotidiana, que estaba atravesada todo el tiempo por estas presencias. Creo que eso me marcó bastante y por eso me gustó pensar Los muertos no mienten como un ‘rap espiritista’, por la idea de código, pero también de repetición y de música.”

–Se podría decir que este libro es una “autobiografía familiar”, con eje en la madre. “La rueda de Virgilio”, en cambio, está mucho más enfocada hacia el padre.

–Sí, creo que es así. Los muertos no mienten, como me decía una amiga que lo leyó, es un libro que justifica los actos maternos; a lo que agrego que es una justificación de esa religión de la madre; una justificación y una legitimación, un doble movimiento que implica llevar el mundo de la subcultura, como diría Gombrowicz, a la cultura superior y legitimar esa subcultura, ese culto “marginal”, con autores muy prestigiosos que aparecen en mi biblioteca, como John Berger o Ambrose Bierce.

–¿Por qué en la parte en que se relata la muerte de la madre hay un cambio radical de tono, una opción por lo “lírico”?

–La idea de ese final está al comienzo del libro con lo que se llama “la hora fatal”, esas tumbas que en la lápida tienen un reloj y colocan la hora en que la persona se murió, una hora imposible de manipular. Supongo que ese hecho tan conmovedor en mi vida está mediado por una escritura lírica y poética que conjura el horror de la muerte.

–Hay una afirmación inicial, también vinculada con la madre: “la autobiografía es un género huérfano”. Quien está escribiendo esto, ya es huérfano de padre y madre. ¿Cómo llegó a esta definición de la autobiografía?

–Esa fue una frase que nunca encontré, pero mi amigo Jorge Jinkis se la atribuye a John Berger; en algún lado dice más o menos eso, no sé si textualmente. Con mis amigos, por la edad que tenemos, cuando alguno de nosotros pierde la madre o el padre hacemos un chiste: “Bienvenido al club de los huérfanos” (risas). No tengo idea de por qué conecto la orfandad con la autobiografía... Pensándolo bien, creo que quería juntar dos orfandades; recién ahora podría justificar esa frase que digo en tanto las ciencias ocultas y la inmigración tienen algo en común. Pareciera que esa orfandad es la orfandad de la inmigración con toda esa parentela que a veces ni siquiera llegamos a conocer, que estaban en otro lado y de la cual sólo teníamos relatos. Siempre recuerdo esa película de los hermanos Taviani, Kaos, especialmente ese final donde (Luigi) Pirandello visita su casa materna. La madre ha muerto hace mucho tiempo. El inicia un diálogo muy poético con la madre cuando se acerca a la ventana. La madre le dice que está triste y le pregunta si es porque no piensa más en ella. El le dice que piensa todo el tiempo en ella, pero el problema es que la madre ya no lo puede pensar a él. La mejor definición de la muerte es que el otro no puede pensarme a mí, si no soy creyente.

–Se podría decir que quien escribe este libro es el médium de algo. ¿La escritura sería ese médium?

–Sí, lo cual es raro para mí, ¿sabés? Podría decir que soy más borgeano. Borges habla de la fatalidad de la lengua; “humilladoramente el pensar”, creo que dice, o sea que la lengua puede sólo el pensar. Y entonces plantea que cómo se explica que un paisano vea a una paisana y diga: “era tan linda como el sol o como la luna”. Para Borges es la fatalidad de la lengua la que lo lleva a completar la frase. Esa mediumnidad se puede interpretar en este libro como la lengua que habla en uno; esa fatalidad de la lengua que te lleva a proseguir. Este texto, en el cruce tan discutido como tópico de literatura y vida, está marcado por la lengua. En la estética que desplegábamos en los años ’70 en Literal, literatura y vida se separaban de una manera absoluta; es posible que vida lo asimiláramos a experiencia, y como bien decía Bonavena, la experiencia es un peine en la mano de un pelado (risas), es decir no sirve para nada porque lo que triunfa, finalmente, es la repetición. Experiencia y vida quedaban del lado del realismo. Con los años, después de ir ampliando la biblioteca y los libros que uno va leyendo, la cuestión es un poco más complicada. Hay escritores que pueden enmascarar más; pero hay un cruce que siempre es pasado por la ficción. Un sueño en la vida de alguien puede ser absolutamente biográfico. Si uno piensa en las memorias fragmentarias que recibimos de Gaspar Hauser, hay un sueño que ocupa como dos páginas en esos restos que nos llegaron. Ese sueño marca una biografía como si fuera un hecho vivido. ¿Qué es un hecho en sí mismo? ¿Qué es la realidad? La realidad también es una interpretación.

–Esa gran confianza en el lenguaje que aparece en su último libro ¿estaba también cuando escribió El frasquito?

–Mi generación confiaba absolutamente en el lenguaje; la escritura era la marca, que se daba fundamentalmente en escritores como Osvaldo Lamborghini. No es que confiara en el lenguaje sino más bien diría que estaba entregado al lenguaje. De todos los textos que he vuelto a publicar, El frasquito me sería imposible de modificar. Quizá sea un mito; tiene para mí el sentido de una plegaria, un rezo, a pesar de ser absolutamente profano. Es un texto sacrílego; la manera ortográfica de acentuación, “amandomé, mirandomé”, sabiendo que no era lo mismo decir amándome o mirándome, era el registro de una lengua casi oída.

–A propósito de los mitos y equívocos respecto de cómo se escribe su apellido, en “La rueda de Virgilio” plantea una suerte de división del trabajo: la literatura con acento, la crítica sin acento.

–Esto está ligado al origen de mi apellido. Nunca me gustó el Gusman sin acento, que es como figura en el documento. Decían que era judío, portugués, turco, español; siempre viví bajo esa égida un tanto confusa por la escritura del apellido, que siempre lo ponen con zeta. Aún hoy en los diarios, en los reportajes, lo ponen con zeta. Ya hago chistes con esto, como S/Z, por el libro de Barthes, o digo que mi apellido es como la calle de la Chacarita, pero sin zeta, como una especie de conjuro. Cuando se publicó la primera edición de El frasquito, salió con acento. Osvaldo (Lamborghini), un tipo muy pretencioso en el buen sentido de la palabra, me dijo que no podía permitir eso. En los ejemplares de la primera edición, hay un puntito para tachar el acento. Pero finalmente terminé respondiendo a cómo lo pronuncio, con acento. Cuando digo cómo me llamo, digo Luis Gusmán; mientras que en la escuela, en el servicio militar, era Gusman. Este error me permitió desdoblarme o el error me desdobló, porque finalmente resulta que soy Gusmano...

Cuando Gusmán comenzó a leer textos sobre el origen del espiritismo –que surgió por el espíritu de un muerto que ha sido asesinado y que a través de los golpes va comunicándose con los vivos–, le pareció que se podría pensar como un género emparentado con la novela policial. “En el catálogo que hace Kardec de los espíritus impostores y los dobles agentes, el espiritismo es un género de espionaje; por supuesto que respondía a cierta lógica paranoica, pero hay toda una cuestión con la identidad y con que el médium tiene que identificar el espíritu que recibe –explica el escritor–-. Es más: no sólo tiene que identificarlo, a veces lo hacía a través de la firma, sino que tiene también que verificar los antecedentes porque puede ser visitado por un espíritu impostor y falsificado. Con lo cual empieza toda una cuestión con la falsificación, la firma, la identidad que podía nuevamente reunir el género de espionaje con la novela policial. Lo que sucede es que todas las profecías, ‘yo soñé que asesinaban a tal’, siempre son a posteriori porque nunca evitan el asesinato.”

El escritor esboza una sonrisa como si anticipara una travesura que está a punto de cometer. “Me contaron algo que desconocía del padre Mario. Parece que le mostraban una foto donde había dos personas, las miraba y decía: ‘Este está vivo y éste está muerto’. Y parece que acertaba”, desliza Gusmán.

–En el libro también tiene mucha importancia el tema de la fotografía, el hecho de fotografiar para registrar, como si estuviese latente el “ver para creer”.

–Totalmente; ver para creer y para capturar algo del más allá, esa especie de vanidad humana. En Shakespeare, en Hamlet, Polonio creo que dice: “Hay tantos misterios entre el cielo y la tierra...”. Hay cosas que pertenecen al misterio.

–Cuando se refiere al espiritismo como un género de espionaje, la madre dice que no hay que acercarse con sospecha y también se recuerda las palabras de Doyle a Houdini: “Usted no fue con respeto. Usted fue como detective a la sesión espiritista”. Como escritor y psicoanalista parece no acercarse con sospecha al espiritismo, ¿o sí?

–A mí me parece totalmente sospechoso el espiritismo (risas), te podría decir que no creo, pero hay una fascinación y legitimación de ese discurso desde el mito familiar.

–¿No será que con el espiritismo, en su caso, se podría parafrasear el “yo no creo en las brujas, pero que las hay, las hay”?

–Es una frase muy importante que se traduciría “como no sé... sin embargo”. Hasta lo que sé de mí, no creo. Leo al espiritismo como un discurso, pero creo que en esta ocasión, al estar atravesado por la muerte de mi madre, el libro es verdadero. Confiando en el lenguaje, me entregué, y creo que eso se nota. Es posible que haya cierto distanciamiento producido por reflexiones sobre la catalepsia, el sonambulismo o la telepatía. En ningún momento pretendí teorizar, me dejé llevar por mis lecturas. Quizá haya en mí algo de mister Hyde y de Jekyll, por lo menos leyendo. Y escribiendo también.

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