Viernes, 15 de enero de 2010 | Hoy
LITERATURA › LA ESCRITORA BLANCA LEMA Y SU NOVELA TAPER WARE
Alrededor de un eje que no deja de moverse, en torno de la apropiación de menores durante la última dictadura militar, la autora se interroga sobre qué es lo que pasa con el vaciamiento del lenguaje, “con lo que se tira a la basura porque ya no sirve”.
Por Silvina Friera
La radicalidad del lenguaje de Taper Ware (Paradiso), primera novela de Blanca Lema, obliga a preguntarse, en cada página, qué es este inquietante artefacto. ¿Una novela con una impronta poética tan innovadora y riesgosa que no encaja en el corset de ninguna etiqueta apresurada? La única certeza que se tiene es la torpeza de cualquier respuesta a la seguidilla de interrogantes que plantea. Habría que pasar a la “anécdota”, que la autora se encarga también, con su propuesta extrema, de horadar. Pablo es un semiólogo que se dedica a estudiar la basura, como si fuera un explorador que renueva el más antiguo acto del conocimiento. Primero hurga en las bolsas de sus vecinos; después, decide dar su “gran ataque” y sale con su auto a rastrear otras zonas, barrios enteros de personajes espectrales que lo ven como el pendejo que les roba “inescrupulosamente el abrigo o la cena de esa noche”. El muchacho, que acopia de 30 a 60 bolsas por día y anota sus sueños en un cuaderno, conoce a las hermanas hormiga –Nidia y Priscila– y a un chico flaquito de 12 años, llamado Bowling por su alopecía prematura, criatura entrañable que le sugiera averiguar por qué se borran las palabras, además de ser el encargado de sembrar una duda rabiosa: la mujer que Pablo creía que era su madre es una “madre de confitería”. “Te digo que esa señora no es tu vieja. Ciento por ciento, te pongo la firma”, dice Bowling. “El tipo ése de uniforme, sí puede ser tu viejo, pero la de acá tu vieja no es.”
No queda más remedio, para el personaje, pero también para el lector, que “empezar a saber” que el tejido de esta narración “engañosa” tiene un tronco realista tal vez “agrietado” por las ramas de otros géneros, la ciencia ficción o el fantástico. Pero es un tronco que no deja de moverse –en torno de la apropiación de menores durante la última dictadura militar–, aunque parezca algo inmóvil. “Nene –apunta una de las hermanas hormiga–, todo se mueve, lo único que a veces queda fijo es nuestro pensamiento.” Una mansa sonrisa sube por los tobillos de Lema hasta trazar la caligrafía exacta del placer en su cara. Se nota a simple vista que hace diez años que estudia danza butoh; tiene en su musculatura, menuda y flexible, el lenguaje de la danza del que se alimentó, junto con la literatura, desde los cuatro años. Sus movimientos son lentos y muy expresivos. El cuerpo de esta poeta, narradora, asesora en innovación creativa y guionista de cine, habla por sí solo.
El imaginario de la basura que irrumpe en su primera novela es una herencia que ella ha capitalizado. Hija de artistas plásticos, apenas esa niña inquieta dio sus primeros pasos, su padre la “bautizó” llevándola a la “Quema” de basura, donde buscaba materiales para su obra. “Ese mundo me fascinaba”, recuerda Lema a Página/12, mientras abre los ojos intentando compartir esas imágenes que guarda en su memoria. “Me dejé guiar por la poesía que aparecía en los sueños de Pablo; esos sueños fueron una guía también para mí como escritora, una materia prima que después se transformaría en narración –explica–. Después de haber leído la novela, si volvés a leer los poemas, te das cuenta de que está todo ahí, concentrado. Hay imágenes que tienen analogías muy claras, pero puestas en un lugar híper metafórico, no se hacen tan evidentes.”
–El trabajo lingüístico resulta sorprendente y habilita múltiples lecturas, como si hubiera que escarbar más allá de las apariencias. ¿El semiólogo revuelve también en la basura del lenguaje?
–Totalmente; creo que coincidió con el hecho de que cuando comencé a escribir la novela había empezado a estudiar furiosamente epistemología. Todas las primeras lecturas tenían que ver con el vaciamiento del sentido del lenguaje y cómo recuperarlo desde otro plano. Ahora me acuerdo que a los catorce o quince años escribí un cuento en el que el personaje tiraba los tallarines que había comido en ese famoso extinguidor donde se quemaba la basura en los departamentos, que después fue prohibido. Y quedaba toda la grasa tiraba. Ya desde muy chiquita me situaba en personajes que no tenían que ver con mi vida. En ese cuento aparece el primer indicio de qué pasa con el vaciamiento del lenguaje, con lo que se tira a la basura porque ya no sirve. De todas maneras, entre las claves de la novela me parece importante subrayar que la gente tira los originales y se queda con las copias. Me preocupaba mucho el tema de la clonación como símbolo de todo lo que la humanidad viene copiando; cómo se pondera el hecho de ser igual a alguien, cómo se premia la copia: “te salió parecido”, “lo hiciste igualito”. Yo prefiero la imperfección. Aunque la novela transcurre en la Argentina, también la pensé como una situación de escenario humano, que no tenía ni tiempo ni país.
–¿Cómo incide la memoria en la construcción de su novela?
–Uno tiene adiestrada su memoria como tiene adiestrada la noción del tiempo, y cree que los recuerdos le pertenecen. Aunque estén llenos de afectividad, no deja de ser un modelo de representación positivista igual que otros. En la película Blade Runner, hay una escena en que Harrison Ford está con Rachael, una replicante experimental de la que está enamorado. Ella le quiere demostrar que es humana y para hacerlo le empieza a hablar de los recuerdos. Pero él le dice que son injertos. Ese diálogo debe haber influido en la escritura de mi novela. La identidad basada en el recuerdo y la idea de pertenencia es muy frágil en una sociedad que permanentemente te adiestra para que construyas tu identidad de determinada manera. Pero tu identidad también puede estar replicando los recuerdos que hayas querido seleccionar. Y en esto de la selección de los recuerdos también hay una sociedad que elige recordar algunas cosas y otras no.
–¿Qué injertos de usted tiene Pablo?
–Podría haber llevado basura a mi departamento y analizarla perfectamente, como hace Pablo (risas). Aunque la novela puede tener aspectos que pertenezcan a lo autobiográfico, de un modo muy encubierto, quise escribir en primera persona y desde un hombre que tuviera características muy opuestas a las mías. No quería que fuera ni dulce ni cálido ni amoroso; que no se hiciera amar fácilmente, que tuviera algo de antihéroe...
“Hay cuestiones autobiográficas que quisiera que no aparecieran porque me comprometen. Esta es una sociedad que todavía no perdona ciertas cosas”, pide la escritora, que publicó a los 16 años La rosquilla, o menjunje degenerado de poemas paranoicos, prohibidos para menores de dieciocho fracasos y a los 20 Poemas de la tristeza violenta. Sin ahondar en esos detalles “comprometedores”, Lema militó en el anarquismo y pasó por distintas agrupaciones hasta que la temida Triple A le pisó los talones y tuvo que exiliarse del país en 1974, “con el pelo rapado y el pecho fajado para parecer un varón”. Estuvo nueve meses en Asunción (Paraguay), se fue a Lima con su pareja, vivió en Colombia y también en Ecuador, hasta que volvió al país en 1987.
La escritura de Taper Ware coincidió también con su aproximación a la danza butoh en el 2000. “Así como en un momento dije ‘yo soy Artaud’ porque mi militancia fue ésa, después dije ‘yo soy butoh’. El butoh trabaja con las transformaciones, las metamorfosis, los devenires; tiene otro concepto de la memoria, que no es la memoria occidental como gran garaje donde estacionás autos. El butoh enriqueció mucho mi memoria del cuerpo, una memoria por fuera del yo, del ego”, plantea Lema. Como Bowling, que a los tres o cuatro años había creado un idioma llamado “batallón”, que consistía en tener una palabra siempre lista para la misma cosa porque las palabras cambian permanentemente, Lema jugaba a hacer poesía sin saber escribir. “Agarraba lana rosada y dibujaba una especie de jeroglíficos, inventaba una palabra y después desaparecía. Y estaba bien que desapareciera porque en ese momento tenía que ver con un lenguaje que acompaña al movimiento de las cosas, al movimiento del sentido. De manera que no había un juicio de valor clavado como estaca”, asegura.
“Saber y permanecer pudre todo”, advierte Pablo en un momento clave de la novela. “Recuerdo que ese fragmento se lo leí a Arturo Carrera, que fue un gran compañero de lectura de mi novela; quería compartir el texto con un poeta –subraya la escritora–. A partir de ese momento empieza la transformación de Pablo, su nacimiento, cuando rompe con su cabeza la ventana de vidrio. Para nacer tiene que lastimarse.”
–¿Qué dice la basura de nosotros?
–A mis alumnos de una materia que dicté les propuse hacer un ejercicio: ir a la clase siguiente con una bolsa de basura. Finalmente una cosa es lo que dice de mí la basura que recojo y otra cosa es qué dice mi propia basura, pero la basura nunca miente (risas)...
El cuerpo de Lema continúa con su monólogo. “La escritura es algo muy doloroso que va del hueso a la piel; es como invertir un orden constitutivo. Hay un camino de desgarro, también de confianza, de avanzar sin saber hacia dónde, que te da mucha felicidad. Pero el dolor es la confirmación de que escribir no es cómodo.”
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