Miércoles, 17 de febrero de 2010 | Hoy
LITERATURA › PUBLICAN DOS LIBROS DE LA ULTIMA GANADORA DEL NOBEL DE LITERATURA
En tierras bajas y El hombre es un gran faisán en el mundo son los primeros trabajos traducidos al español de Herta Müller, la escritora rumana que creó una Macondo germánica y que debió exiliarse por el régimen de Ceaucescu.
Por Silvina Friera
El enigma Herta Müller comienza a develarse, al menos por estos pagos, con la llegada de dos de sus libros, En tierras bajas y El hombre es un gran faisán en el mundo (Punto de Lectura). No hay casi nada en ese mundo rural donde sobreviven, a duras penas, los desposeídos. Sólo se expande la mancha agobiante y contagiosa de la rigidez teutónica, el único capital de esos seres enajenados de su tierra natal, Rumania, que pertenecen a la minoría suaba de habla germana. En ese espacio cerrado y miserable, “el hombre es un hilo negro que se interna entre las plantas”. ¿Puede cultivarse el entusiasmo por la vida en un pueblo que “se extendía bordeando el ancho camino de arena, un camino caliente, ocre, que le calcinaba a uno los ojos con su brillo”? ¿Cómo rascar “esperanza” de ese ambiente en que “las hojas carcomidas vuelan por el aire como hongos invisibles”, o donde “todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo”? “Las noches son largas”, dice uno de los personajes; pero los textos de la escritora rumana, Premio Nobel de Literatura 2009, son tan breves como demoledores, aunque esos magros adjetivos no alcancen para precisar la impresión que genera. Y de un alto vuelo poético que, por momentos –dependerá de la dosis poética en sangre que admita cada lector–-, se torna excesivo, como si se engolosinara con el recurso narrativo de la frase corta, nerviosa, apenas afilada por sujeto, verbo y predicado.
Müller nació en 1953 en Nitzkydorf, un poblado de Rumania del que emigró recién a los 20 años, cuando decidió estudiar filología alemana en la Universidad de Timisoara. Fue criada en el seno de una familia de granjeros que pertenecían a la minoría germana. Su padre había sido miembro de las SS durante la Segunda Guerra Mundial; su madre, como muchos alemanes de Rumania, fue deportada por los vencedores a la Unión Soviética, en 1945. La ganadora del Nobel escribió su primer libro, En tierras bajas, mientras trabajaba como traductora en una fábrica de maquinaria, entre 1977 y 1979. Ella fue exonerada por negarse a oficiar como informante para la policía secreta de Ceaucescu y el texto fue censurado. Sin trabajo y acosada por el régimen comunista, que la interrogó unas cincuenta veces, se exilió en Berlín en 1987. El género es lo de menos en esa obra inicial, compuesta por quince relatos que bien podrían conformar una novela con la anatomía completa de su universo creativo.
La perturbadora obertura, “La oración fúnebre”, arranca con una pesadilla que sufre una niña suaba en el entierro de su padre. El ataúd se columpiaba; pero el cotilleo de la comitiva fúnebre era peor que ese imprevisto vaivén. Un borracho le dice que ese hombre al que está enterrando, su padre, tiene “muchos muertos en la conciencia”; que violó a una mujer en un campo, junto a cuatro soldados más. A la madre de la niña le cortaron el pelo al ras en Rusia –“era el castigo más leve”–, y apenas podía caminar del hambre. El retrato familiar se articula a través de una voz que mixtura la ferocidad con la inocencia. Todos aprovechaban el agua caliente de la bañera para lavarse, unos detrás de otros, con el mismo jabón y unos fideos grises con los que se frotaban la piel. En el relato más extenso o nouvelle que da título al libro, la naturaleza deviene en la protagonista. Con las flores lilas, las malvarrosas y las acacias irrumpe la belleza amenazante, pero también las supersticiones. Su abuelo decía que no había que comer acacias porque “tienen dentro unas mosquitas negras que si se te meten en la garganta, te dejan muda”.
Bienvenidos al Macondo mülleriano, donde la violencia, aparentemente embozada, crece como hongos en el humus de la represión y la incomunicación. Si la niña tiene sed, no pide agua porque no se puede hablar durante las comidas. Su mirada y sus pensamientos no hacen más que potenciar la brutalidad del mundo de los adultos. “Cuando llora, mamá articula frases largas que no acaban nunca y serían bonitas si no tuvieran que ver conmigo”, piensa. “Papá vuelve a entonar su canción y cantando saca el cuchillo del cajón, el cuchillo más grande, y sus ojos me dan miedo, y ese cuchillo corta todo lo que yo quiero pensar.” Tal vez de ese “trauma” por las oraciones largas haya nacido el estilo de “frases látigos” de Müller.
La cuchilla afiladísima de la escritora se hunde para escarbar en el aislamiento y el abandono de su familia y de su pueblo suabo, donde queda sólo una escuela, una peluquería, una iglesia, un cementerio y una casa de la cultura, lugar en el que se celebran los matrimonios y las fiestas. Para ahondar en la composición del lugar, en el pueblo los apellidos más comunes son nombres de oficios: Schuster, Schneider y Wagner, que en castellano significan zapatero, sastre y carretero. Los hombres crían cerdos, conejos, abejas y gallinas. “Algunos campesinos dicen que después de la estatización, que en el pueblo se llama expropiación, no ha vuelto a haber una cosecha de verdad.” La descripción de aquel mundo rural, que la autora conoce como la palma de su mano, sorprende por el tono aséptico, esterilizado por la distancia. La niña continuará narrando el paupérrimo negocio de su padre con las “Peras podridas” y el “Tango opresivo” que danzará en el Día de Todos los Santos. Crecerá y bailará con Peter, aunque sueñe con Toni; rumbeará hacia la ciudad, “impregnada de vacío”, donde presenciará, a su llegada, el trabajo de los barrenderos. Aunque no lo explicite, la dictadura comunista está. Tanto en el campo como en la ciudad.
En El hombre es un gran faisán en el mundo, tercer libro de Müller, publicado en 1986, la Premio Nobel explora el destino de una familia de origen alemán que espera la autorización para poder emigrar de Rumania. Windisch, el misógino protagonista, está casado con una mujer que fue deportada a la URSS y tiene una hija adolescente. Su mujer lo llama “monstruo” cada vez que el hombre le lanza su aliento en la cama. “El médico lo ha prohibido –dice ella, que hace dos años que no tiene útero–-, y no me dejaré romper la vejiga sólo por darte el gusto.” Como en Esperando a Godot o El desierto de los tártaros, el engranaje narrativo se aceita con la espera. La distancia con su esposa es abismal; su rabia asordinada se multiplica. Nunca le perdonará que se haya acostado con soldados soviéticos para conseguir algo de alimento (“abría las piernas por un trozo de pan”). El aparato represivo estatal encuentra su mejor lubricante en las familias. En esa espera que se hace “eterna” (“quién sabe cuándo y dónde moriremos”, dice la mujer de Windisch), Müller se toma su tiempo para registrar otros “acontecimientos” del pueblo, como la muerte de la madre del carpintero. Pero lo más atroz anida en un chantaje: quien necesite un pasaporte deberá entregar a una mujer joven para que se acueste con el cura y el policía del pueblo. “Tu mujer es demasiado vieja para él”, le dice el guardián nocturno a Windisch. “Pero ya le tocará el turno a tu hija. El cura hará de ella una católica, y el policía, una apátrida.” Ante el estupor de Windisch, que se niega a entregar a su hija, se impone la voz arrasadora de su mujer: “Lo que importa ahora no es la vergüenza, sino el pasaporte”.
En rumano, cuenta Müller, es muy frecuente decir “he vuelto a ser un faisán”, que significa “he vuelto a fracasar”. Hay una dualidad en la interpretación de la palabra sobre la que ha reflexionado la escritora. “En rumano, el faisán es un perdedor, mientras en alemán es un arrogante fanfarrón –compara–. Como se sabe, el faisán es un ave incapaz de volar, vive en el suelo. Cuando empezás a cazar y todavía no sabés hacerlo bien, cazás faisanes. La presa más fácil, puesto que el faisán no puede escapar. Los rumanos han incorporado ese rasgo a su metáfora. ¿Y cuál han tomado los alemanes para la suya? Las plumas, el plumaje, lo cual es muy superficial. La vida del animal no interesa a la metáfora alemana; a los rumanos les interesa la existencia del ave, y eso me fascina. El faisán rumano ha estado siempre más cerca de mí que el faisán alemán. Lo mismo me pasa con otras cosas. A menudo me da la sensación de ser, atendiendo a mi estructura, realmente una rumana. Hablo mal el rumano pero, estructuralmente, por mi tesitura interna y por lo que realmente me convence, también en poesía y sensualidad, soy rumana.”
Se sabe que últimamente el virus de la corrección política aqueja a la Academia Sueca y muchas voces insinuaron que no era casual que le dieran el Nobel a exactos veinte años de la caída del Muro de Berlín. Ante la sospecha de que era sólo “la escritora rumana que se opuso a la dictadura de Ceaucescu”, estos libros desmontan, en parte, el ninguneo. Cuidado: Müller es una gran escritora, una escritora inquietante –dan ganas de seguir hurgando en su obra, en esos libros que aún no se han publicado o no fueron traducidos al español–, pero tal vez la Academia haya derrochado generosidad al premiarla.
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