LITERATURA › ENTREVISTA CON ALAN PAULS, POR SU NOVELA HISTORIA DEL PELO
El escritor publicó la segunda entrega de un tríptico que se propone explorar tangencialmente la primera mitad de esa década. “Mi idea era tomar un elemento completamente frívolo y convertirlo en necesario”, señala el autor de El pasado.
› Por Silvina Friera
Poca gente camina por la avenida Las Heras, frente al Jardín Botánico. A las tres de la tarde, el viento silba con fuerza y lanza zarpazos sobre los árboles. El sol cae en picada sobre la incipiente calvicie de un hombre de unos cuarenta y pico, que es paseado por su perro, un Golden Retriever cachorro que derrocha energía y que tiene mucho pelo, ligeramente ondulado y color oro. Si el implante capilar no funcionara, podría hacerse una peluca con las sobras caninas, un postizo demasiado rubio, “color burgués, color cipayo por excelencia”, pero con un toque afro, el corte militante de los jóvenes de los años ’70. A ese perro le sobra lo que a otros les falta, exceso que padece el atribulado héroe de Historia del pelo (Anagrama), la segunda entrega de un tríptico de novelas con las que Alan Pauls se propone explorar tangencialmente la primera mitad de la década del setenta. Primero arremetió con el llanto como logotipo de la sensibilidad progresista; ahora con este elemento supuestamente “frívolo”, distribuido por los caprichos de la naturaleza, cuando lo permite, en diversas zonas del cuerpo. En un futuro cercano será el dinero el zoom con que se aproximará a la misma época.
No pasa día sin que el protagonista de esta comedia fúnebre piense en el pelo como una suerte de “mancha existencial” de la que no puede escapar. No encuentra la solución definitiva, el corte que desea. Las etapas de su vida están guionadas inexorablemente por “la ley del pelo”. Por el miedo a perder su “riqueza, su oro, su lingote”. Esta obsesión, esta enfermedad, este problemita de una intensidad excepcional, es el hilo conductor que lleva al héroe a encontrarse con Celso, un genial peluquero paraguayo que da con el corte buscado, pero un día desaparece sin avisar, para desgracia del protagonista; con Monti, su amigo de la infancia, y con el Veterano de Guerra, hijo de un montonero perdido en la selva misionera, que regresa a Buenos Aires después de su exilio en Francia para dedicarse a lo mismo que hacía en París: la venta de drogas al menudeo. A través de ese padre que no conoció, hereda la peluca que Norma Arrostito usó cuando secuestró a Aramburu.
Como el héroe de su novela, Pauls tiene pelo para regalar y está condenado a no tener la edad que su cara dice que tiene. Su cara ronda por los cuarenta, diez años menos que lo que dictamina su cédula de identidad. Hay que subir tres pisos por escalera hasta llegar al silencioso estudio del escritor. Cuando el protagonista de Historia del pelo se mete en una peluquería –en las primeras páginas de la novela–, recuerda que la cara es “el único objeto de adoración para el que no hay defensa ni remedio”. Lo aprendió de joven, cuando tradujo Sueño de una noche de verano, de Shakespeare. “La cuestión del rostro siempre me interesó”, dice el escritor a Página/12. “Al mismo tiempo hay un chiste interno de mi época de traductor y adaptador de obras de teatro, en particular en los casos que recibía pedidos explícitos de juvenilizar los autores a los que traducía.” Los años setenta son, al mismo tiempo, “el gran emblema juvenil y la gran tumba de la juventud argentina”, según Pauls. “Los setenta siguen siendo una especie de archivo energético juvenil, no sólo para la política, no sólo en el sentido de que esa juventud imaginaba y practicaba una política fundada en una especie de energía ultrautópica, sino también porque la época está marcada por la pasión y la intensidad. Todas las épocas que vienen después de la dictadura suenan más bien pálidas, desencantadas, apáticas –plantea–. En cierto sentido, seguimos girando por fidelidad, por lealtad o por decepción, en la órbita de los años setenta.”
–¿La idea rectora de la novela fue transformar un elemento aparentemente frívolo como el pelo en una necesidad?
–Sí, mi idea era tomar un elemento completamente frívolo y convertirlo en necesario. Para un escritor de ficción no hay nada frívolo. Lo que trato de hacer es tomarme la frivolidad en serio; pensar qué valores o qué significados puede tener esa frivolidad y leer prácticamente todo en el pelo, como antes había leído todo en el llanto y como pienso leer todo en el dinero, en la tercera parte del tríptico. El héroe de la novela se fascina con su propio pelo y desarrolla esta especie de monomanía en busca del corte perfecto o el corte que lo satisfaga, lo cual es absolutamente imposible. La novela traza una especie de tipología sociopolítica del uso del pelo en los años ’70, el pelo rubio como prototipo del pelo burgués; el pelo morocho como certificado de pertenencia a las clases populares, y el gran mito revolucionario de la época, el pelo afro, el rulo extremo. Apenas uno empieza a rascar en esa frivolidad que llamamos pelo, se da cuenta de que hay algo que va mucho más allá, que tiene resonancias corporales y vitales, además de culturales y políticas. Por qué no leer la historia en el pelo, como si el pelo fuera una especie de manuscrito que nos llega de una época.
–El héroe se da cuenta de que el exceso de pelo es también algo atroz. El miedo a perderlo implica la pérdida de la inocencia. ¿Cuál cree que fue la pérdida de la inocencia en los ’70?
–La dictadura marcó el fin de cierta inocencia juvenilista, por lo menos para mí, si pensara en términos autobiográficos, que fui un entusiasta de la política intensa de los años ’70, aunque no un participante directo. Me da la impresión de que cuando irrumpió la dictadura lo que se acabó no fue sólo esa política intensa, ultrautópica de los años ’70, sino prácticamente toda política posible. Supongo que esa sensación deben haberla compartido muchos. De hecho, a partir del ’83, una de las cosas más difíciles que estamos obligados a hacer es reaprender de algún modo la política; pensar que, aun cuando la experiencia política de los años ’70 haya sido abortada de una manera tan drástica, no es toda la política la que se acabó.
–Al héroe, que no vivió esa época con la intensidad que hubiera querido, le proponen actuar en un thriller estilo Costa-Gavras sobre los años ’70. Ahora tiene su revancha, pero como actor, ¿no?
–Me interesa mucho el modo en que todo va a parar al museo. Por su propia naturaleza química, el cine es una máquina de conservar cosas. Así como la peluca de Arrostito puede terminar en un centro de memorabilia de los años ’70, el héroe puede quedar en un par de fotogramas de una película que conserve la experiencia de los años ’70 en forma de un thriller político. La historia te da chances de volver a vivir lo que no viviste; una revancha irónica, paródica, muchas veces desoladora, pero una revancha al fin.
–En un momento de la novela se plantea si fue una quimera o una payasada que el afro haya sido la alternativa de estar “a la altura de la época”. ¿Se puede participar sólo a través de un hecho estético?
–Sí, es una forma de participar de una experiencia como cualquier otra. No coincido mucho con los que plantean que esa sería una manera frívola y que después estaría la manera profunda de participar, que es comulgar con ciertos ideales. La imagen produce efectos reales tanto como una causa o una idea, que aparentemente tendrían una dignidad más elevada que la mera imagen. Lo que el personaje hace en la novela es traducir lo que entiende que es la lógica política de la época, cuando es adolescente, a una especie de idioma capilar. Pesca un poco cómo es la política geocapilar y se da cuenta de que siendo rubio y teniendo el pelo lacio no va a tener muchas chances de participar del fervor revolucionario; entonces sale en busca del pelo más apropiado para entrar en ese terreno.
–Así como en Historia del llanto tiene una potencia extrema, la escena en la que el protagonista no puede llorar cuando ve las imágenes de la caída de Salvador Allende, en esta novela el elemento equivalente sería la peluca de Arrostito. ¿Cómo explica este desplazamiento?
–Más que Arrostito, es el acontecimiento del asesinato de Aramburu o la ejecución, como decía la prosa de la época, lo que me interesa. El agujero negro de los años ’70 es la ejecución de Aramburu. De hecho un relato en clave más bien abstracta aparecía en Historia del llanto. El falso militar, vecino del héroe, en un momento tenía un sueño, que era que mataban a Aramburu. Aunque no se dice el nombre, todo el relato del sueño es el resumen de la crónica de la ejecución. Para mí es el punto sobre el que no puedo dejar de volver, no sólo por su importancia política, sino también porque la muerte de Aramburu fue un texto fundamental de mi adolescencia. Cuando leí la crónica en La causa peronista, la muerte de Aramburu adquirió una especie de sentido literario. No es un simple comunicado de una organización guerrillera en el que se informa que se ha ajusticiado a un enemigo de la causa popular. Es una crónica, un relato con estipulaciones dramáticas; hay alguien que sabía muy bien lo que hacía. Los Montoneros, que estaban luchando en pos de la revolución, tuvieron que comprar una peluca para poder secuestrarlo. La frivolidad también podía ser un instrumento para la causa, y no de los más insignificantes. Así como me parece que todavía seguimos orbitando en torno de los ’70, seguimos girando alrededor de la muerte de Aramburu; lo cual prueba una vez más que la lógica de la historia no es una lógica de progreso, sino más bien de retornos, de reapariciones, de fantasmas.
–En esta lógica de retornos, el amigo de la adolescencia del héroe sigue escuchando el disco de Supertramp, como si esa música fuera su modo de volver a los ’70.
–Siempre hace falta ser fiel a algo para sentir que uno tiene una identidad. Si uno no tuviera un punto de anclaje, por más mítico e imaginario que sea, se vería obligado a estar negociando identidades nuevas todo el tiempo, que es lo que uno hace en la vida contemporánea. Pero esta negociación permanente siempre está sostenida por dos o tres fidelidades ciegas, un poco obtusas, que se mantienen inalterables. Monti reaparece en la vida del héroe casi del mismo modo en que aparecía Sofía en la vida de Rímini en El pasado, como alguien que no se caracteriza justamente por estar, sino por volver. Lo que se invoca en cada uno de esos retornos es un afecto originario del pasado, un afecto incómodo para el héroe, que se pregunta qué queda realmente de ese afecto. Monti tiene ese punto ciego: a la hora de escuchar música, lo único que puede escuchar es Supertramp; es una especie de pequeña patria berreta que funciona como una garantía de identidad.
A Pauls le gusta escarbar en el meollo de la identidad, mostrar las tensiones de los hijos de los militantes de los años ‘70 a través del Veterano de Guerra, uno de los personajes de Historia del pelo. “La novela dialoga con ciertas películas sobre esa generación, como Los rubios, de Albertina Carri, o M, de Nicolás Prividera –subraya el escritor–. Esa generación está tironeada por la mitología que rodea a sus padres y por la necesidad y el deseo de hacer una vida, tener un pensamiento y creer en ciertas cosas, que no estén modelados por esa ley familiar. Me interesa la incomodad de esa posición y el modo en que se está resolviendo en las obras de Albertina, de Prividera, de Félix Bruzzone, en la que asoman fracturas, disonancias, articulaciones problemáticas; un terreno fértil para pensar cuestiones como la herencia, los legados políticos, la transmisión y la relación con el pasado.” Hay que aclarar, ironías de la identidad mediante, que el Veterano de Guerra no está a la altura de su nombre. “Es como si fuera el veterano de una guerra que libraron otros –precisa el escritor–. En términos de su historia individual, no hay nada que justifique que se llame así. De algún modo es una encarnación de una identidad falsa, pero a la vez es un muerto vivo, un personaje que vivió toda su vida en el exilio, flotando en un medioambiente que le venía impuesto, alimentándose de los relatos épicos sobre sus padres, y que treinta años después vuelve a Buenos Aires. Es un personaje devastado por una historia que no vivió.”
–Esta generación con Bruzzone, Carri y Prividera a la cabeza, ¿plantearía una instancia “superadora” de los postulados de HIJOS?
–En HIJOS hay un problema que se obtura, que se sofoca. En lo que hace Albertina, Bruzzone, Prividera, hay una llaga de la que puede salir cierta novedad. El fenómeno HIJOS tal vez haya sido una instancia anterior y necesaria para que aparezca esta otra zona, pero hay algo también tremendo en eso y es que HIJOS fue como un objeto sacrificial. En ese sentido, podrían ser como sus padres; aunque estoy seguro de que no dirían que se están sacrificando. No se sentirían como chivos expiatorios o como víctimas de un sacrificio necesario. Me da la impresión de que con HIJOS hay un encuadramiento que vuelve a cristalizar una situación, mientras que en Albertina, Bruzzone o Prividera veo los problemas de la herencia, la transmisión, la relación con el pasado como puestos en crisis; no negados, no rechazados de plano, no convertidos en un objeto fóbico, sino más bien en una especie de lucha, de tensión. Cuando las identificaciones se perturban, las cosas se vuelven interesantes. Cuando las identificaciones se consolidan, aun cuando esa identificación pueda producir un efecto de mucha intensidad, todo tiende a monumentalizarse y a coagularse.
Como coda de la peluca de Arrostito –robada y reemplazada por otro postizo en la novela– queda una reflexión. “El artificio, lo falso, lo frívolo, se vuelve más verdadero que lo verdadero. Lo interesante es cuando lo falso se vuelve verdadero”, se despide Pauls. Sobre la calle Las Heras, con el sol en retirada y la gente apurando el paso en esta parte de la ciudad donde se cruzan las plantas y los animales, los pelos ondulados y lacios –rubios, castaños, colorados, anaranjados, negro azabache o canosos– bosquejan un manuscrito ambulante más verdadero que la flora y fauna del paisaje.
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