LITERATURA › JUAN CRUZ PRESENTA SU NUEVO LIBRO, EGOS REVUELTOS
Lector apasionado, el autor de Crónica de la nada hecha pedazos recuerda a muchos de los más grandes escritores del último medio siglo, a quienes entrevistó o acompañó como editor: Borges, Cortázar, Sontag, Günter Grass y Carlos Fuentes, entre tantos otros.
› Por Silvina Friera
“El canario loco” parecía un hindú en el verano londinense. Tenía el pelo negro azabache, la barba descuidada, la piel aceitunada, los ojos celestes. En julio de 1972 un deseo obsesivo empujó a un joven cronista de poco más de veinte años a viajar a Londres, apenas con un inglés de cabotaje y una lista de direcciones y teléfonos de escritores que le dio el poeta argentino Marcos Barnatán. Quería conocer a Guillermo Cabrera Infante, el autor que había revolucionado su lenguaje y su modo de ver la vida con Tres tristes tigres. Quería saber más de ese hombre, de su cara mulata o china. Pero el cubano no hablaba. Tenía un nervous breakdown. Aunque Juan Cruz Ruiz ya era capaz de hacer hablar hasta a las piedras, no pudo sacarle ni media palabra. Su admirado escritor estaba mudo. En el principio de Egos revueltos (Tusquets), una memoria personal de la vida literaria de Cruz en su triple condición de periodista, escritor y editor (trabaja en el diario El País de Madrid desde su fundación en 1976 y fue director de la editorial Alfaguara entre 1992 y 1998), hay un lector apasionado que recuerda a muchos de los más grandes escritores del último medio siglo, a quienes entrevistó o acompañó como editor. Por las páginas de estas memorias circulan perfiles íntimos y reveladores de Borges, Cortázar, Susan Sontag, Günter Grass, Carlos Fuentes, Ernesto Sabato, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Paul Bowles, Camilo José Cela, Octavio Paz, Severo Sarduy y José Saramago, entre tantos otros.
Recordar es un riesgo y un placer sin límite. En el filo de ese abismo Cruz escribe para explicar su propia historia. “Somos lo que hemos leído y lo que hemos perdido. La memoria siempre muestra la parte de atrás de la vida que fue pasando”, dice en una de las páginas de Egos revueltos, ganador del Premio Comillas de Historia, Biografía y Memoria. No es un libro de entrevistas, ni de crítica literaria ni un ajuste de cuentas. En ningún caso ha querido sacar la daga del resentimiento. Aunque haya sido el testigo perfecto de la tormentosa autoestima de los autores. El vicario oficio de editor que supo ejercer de sol a sol fue la mejor vacuna que recibió contra la venganza o el odio. Curioso infatigable, pero discreto y pudoroso, muestra con una mirada juguetona y compasiva la parte de atrás de la vida literaria. Las fragilidades, las miserias y las grandezas. La memoria de Cruz es una magistral contorsionista que esquiva la cronología.
La voz de “Juanito” –como lo llaman sus amigos– no ofende ni irrita. La voz de Cruz acuna. Antes de ese viaje fundacional a Londres tras los pasos de Cabrera Infante, antes de que un amigo inglés lo bautizara “el canario loco”, conoció en marzo de 1972 a un peso pesado de las letras hispánicas: Cela. El joven periodista lo recibió en el aeropuerto de Tenerife. “Tenía esa quijada poderosa de caballo manso, y la frente protuberante (como su barriga) avanzaba con la seguridad de un paquidermo que fuera el jefe de los de su especie.” Pero el autor de La familia de Pascual Duarte no se sentía bien. Tenía fiebre. El médico que lo revisó ordenó reposo. Cela confesó que no podía estar solo. “Habla, no dejes de hablar, necesito que me hablen para poder dormir”, le pidió Cela al joven Cruz.
–En el prólogo de Egos revueltos cuenta que ha visto de todo: egos picudos, egos redondos, egos aguerridos, egos olvidadizos, egos reivindicativos, egos superlativos. ¿Cómo definiría su propio ego? Al menos da la impresión de que sería un “ego melancólico”, ¿no?
–Sí, yo creo que es un ego melancólico; un ego que ve pasar la vida como si aún no hubiera comenzado. Tiene la culpa la rapidez de la época. Hay un título de un ensayista español, Enrique Gil Calvo, que rezaba así: Prisa por tardar. Y la prisa por tardar es lo que nos ha llenado de melancolía. Inevitablemente, al ir todo tan rápido nos hemos quedado en meros espectadores de un espectáculo que no hacemos.
–¿A qué atribuye el tono melancólico que tienen buena parte de estas memorias personales?
–Me parece que ese tono melancólico viene de que este libro trata, sobre todo, de las despedidas; de pronto, todo se ha ido, y se ha ido una época muy nutritiva, e irrepetible, de la literatura cuando aún los escritores eran seres cercanos a los que sobre todo les preocupaba la conversación literaria. Ahora eso ha cambiado; los escritores están más preocupados por su contrato o por su sitio en el escalafón que de encontrarse con otros escritores, e incluso con sus lectores, para seguir hablando de la vida o de lo que se les ocurra. Ahora juntas a tres escritores y sacarán la navaja de cortar chorizo y a veces se sacarán un dedo por vender un poco más que el otro. Y ambas cosas, que aquello ya no exista y que ahora exista esto, producen mucha melancolía.
–¿Por qué se ha perdido la conversación literaria? ¿Es la “Prisa por tardar”?
–No sé si es eso exactamente; fíjate que he estado pensando que lo que se ha quebrado entre ellos es el sentimiento genuino de amistad, de sorpresa ante lo que el otro (el competidor) le va a dar; parece como si los escritores fueran ahora empresas que compiten con otras empresas, y ello ha mermado la ingenuidad con la que se edificaron, al menos entre nosotros, otras generaciones, la del boom, por ejemplo. Yo no me imagino ahora haciendo, con la ingenuidad con que eso fue hecho, un libro como Los Nuestros, de Luis Harss. No me lo imagino, y no es bueno que no me lo imagine.
–Hay muchas escenas o momentos de lectura en el libro, por ejemplo, el cuarto y el camastro donde leyó Tres tristes tigres. En las notas que se publicaron sobre el libro, curiosamente, parece que se pierde de vista que en el origen hay un lector que sigue las huellas de sus afectos literarios, ¿no?
–Totalmente de acuerdo; éste es el libro de un lector que va buscando a aquellos autores que tuvo en su imaginación en seguida que se puso a leer: Cortázar, Cabrera Infante, Cela, Delibes... Lo grande es que los fui conociendo, más allá de sus libros, a ellos en persona, y lo que quise hacer es contarle a la gente qué me parecieron ellos, qué sorpresa me dieron, qué desengaño, como seres humanos y no como fetiches literarios. Eso quise contar y me alegro que tú lo hayas visto así, como un encuentro y no como un panorama.
–Plantea en el libro que el ego sin eco no es ego, sino frustración. Pero el ego con demasiado eco, el ruido de la fama, en muchos casos se vuelve insoportable, como en el de Cela. ¿Por qué el ego de algunos escritores se torna ingobernable?
–Creo que en el fondo de esa disfunción del escritor delante de su propio espejo viene de un agudo sentimiento de inseguridad; la inseguridad es natural en los escritores. Cuando éstos sobreactúan su propio miedo al abismo se producen los engreimientos y también las falsas humildades. Le tengo tanto pavor al exageradamente egocéntrico como al exageradamente humilde. En el humilde suele albergarse un ego de mil demonios. Y yo lo he visto.
–A propósito de Cela, cuenta que la Academia Sueca recibió una denuncia contra el escritor por sus actividades pro-franquistas como censor y delator del régimen, pocos días después de que le dieran el Nobel en 1989. Le tocó declarar y escribió: “Y lo que pensábamos era que eso sucedió, pero que se había diluido en la sociedad española actual, carece por completo de relevancia (...), que la literatura de Cela está muy por encima de ese episodio biográfico”. Borges, por “mucho menos” –no fue censor ni delator de la dictadura–, no recibió ese premio. ¿Puede la literatura estar por encima de un episodio contrario a la libertad y a la vida misma?
–Perdóname que ponga en cuestión la razón por la que no recibió el Nobel Jorge Luis Borges. No lo recibió porque la Academia Sueca vive también en medio de un despiste. Muchos reaccionarios, en el pasado y en el presente inmediato, han recibido el Nobel y Borges lo hubiera recibido si la Academia hubiera estado más atenta. En todo caso, a Cela lo adornaban virtudes fascistoides en toda su carrera, igual que a muchos otros escritores que colaboraron de una manera o de otra con el régimen de Franco. A nosotros nos preguntaron por aquel episodio como de oficio; tenían que hacerlo. Pero no creo que si nosotros hubiéramos dicho lo que no dijimos (que, en efecto, la gente aún recordaba el franquismo y ese episodio como parte de la memoria de Cela) nadie le hubiera quitado el Nobel a don Camilo. Tengo esa convicción. Y claro que Borges merecía el Nobel, cómo no, y además el Nobel de la simpatía que ahora mismo instituyo para él en Página/12.
La escritora chilena Marcela Serrano reclamó a los gritos limones en un almuerzo del que fue testigo Cruz. Sin limones no podía comer pescado. “Los escritores desayunan egos revueltos”, dijo el entonces editor, ese hombre todoterreno que pronto se convirtió en especialista de misiones imposibles, como conseguirle un dentista a John Berger y un fisioterapeuta a Vargas Llosa. Hasta lo llamó la agente literaria Carmen Balcells para pedirle un ¡¡helicóptero!! para Nélida Piñón. Ha disfrutado de los egos pacíficos y tiernos, ha padecido los egos violentos y mayúsculos. Todos los egos son respetables. “Los escritores caminan para ser los mejores, de su barrio, de su ciudad, de su país. Del mundo entero. Ninguno se conforma con menos, pero no todos pueden llegar a ser aquello a lo que aspiran.” La memoria de Cruz “corrige” algunos mitos de las crónicas literarias. Onetti pasó a la historia como un hombre descreído de la fama. Pero no era enteramente así. A él, como a cualquiera, le preocupaba el eco de las noticias sobre su figura y sobre su obra. Jamás presumió de lo contrario, aunque quedó como símbolo de la humildad ante los embates de la soberbia.
–¿Cuál fue el reproche más amargo o desopilante que le hicieron del tipo: “Juanito, no hay qué cosa”?
–Me lo hizo Susan Sontag: “¿Seguro que este hotel es lo que me merezco?” De una manera u otra los escritores siempre se comparan. Y se seguirán comparando. Está en la base de los egos, cuya revoltura está siempre presente, en los que manifiestan el ego a flor de piel (como Sontag) o los que lo llevan muy escondido (como Onetti).
–Después de la anécdota de su encuentro con Borges en el año ’80, ¿cómo definiría el ego borgeano?
–Borges ya ha recibido aquí el Nobel de la Simpatía. Y me alegro mucho de que me des la oportunidad de que se lo entregue virtualmente y a título póstumo. Jamás habló de él, sino de los otros, y muy específicamente, y con verdadera curiosidad, de los apellidos de los otros. Fascinante. Un tipo como no hay tres.
–En algunos casos, como el de Paul Bowles, lo conoció cuando era una sombra de lo que fue, un hombre que no esperaba nada, frágil y enfermo. ¿Cómo fue la experiencia de acompañar a los escritores en estas circunstancias?
–Se quedó en mi retina esa sensación de fragilidad de Bowles. Luego he visto películas en las que está joven y nervioso, como si buscara afanosamente su lugar en el mundo. Al final lo que tenía era cansancio, esa melancolía del esfuerzo inútil de la que hablábamos al principio de esta conversación. Y cuando las personas son así su ego se desvanece como el eco de un resplandor vespertino.
–A propósito de la famosa expresión de Onetti sobre la manera de afrontar la literatura de Vargas Llosa, ¿usted tiene una relación matrimonial o adúltera con la literatura?
–Mi relación con la literatura es la de novio, simplemente. Me gustaría tocarla más, pero siempre están sus padres mirando. Y yo tengo mucho respeto a los padres de la novia (risas).
–¿Hubiera escrito más sin ese respeto?
–Quizá, cuando era amante escribí muchos libros; el primero, Crónica de la nada hecha pedazos, que era como un escupitajo a la luna. Ahora tengo más respeto, pregunto antes de entrar. Antes era un kamikaze de la escritura. Volveré a serlo, me parece.
–Entre los egos “sobrehumanos” subraya el de Ernesto Sabato y dice que si tendría que ponerle un nombre a su enfermedad sería “envidia de Borges”. ¿Cómo explicaría ese comportamiento de Sabato?
–No es así sólo Sabato, quien por otra parte es un hombre extremadamente generoso y simpático con los jóvenes y con los que le rodean. Es la figura literaria de Sabato la que es así; él necesita a Borges para medirse, y no es mal contrincante. Quiero decir que en ningún momento bajó la guardia Sabato, siempre fue un gran escritor que tiene el ego de los grandes escritores y en algún momento del día siempre se acordaba, como Cervantes de Lope, de que por ahí andaba Borges, una sombra en el ring.
–Manuel Vicent le ha reprochado irónicamente que sus escritores preferidos son Arturo-Pérez Reverte y Mario Vargas Llosa. Después de leer Egos revueltos, si Vicent no está en lo cierto, le pega en el palo, ¿no?
–Son bromas de Vicent. Estoy seguro de que él entiende que en un libro de estas características él todavía no va a tener la representación en citas que, sin duda, merecería en un libro próximo, que ya tiene título. Se llamará Un mundo raro, como la ranchera de José Alfredo Jiménez. Y es la primera vez que digo el título. Ojalá traiga suerte.
–¿Qué hacer ante la evidencia de que ahora la fecha de caducidad de un libro es más exigua que la de los yogures, como señala en el libro?
–Estimo que eso pasará, volveremos a una relación más tranquila con los libros. Ahora bien, también estimaba que Argentina ganaría el Mundial. Así que no me hagas mucho caso. A lo peor todo sigue a peor (risas).
–¿Cuáles fueron sus mayores satisfacciones como editor?
–Haber publicado todo Cortázar fue una gran satisfacción. Haber publicado sus cuentos completos y los de otros escritores hispanoamericanos. Eso fue lo mejor que hicimos, desde mi punto de vista. Y haber conocido ese mundo raro, de autores y editores, ese lugar extraño en el que sin egos no hay paraíso.
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