LITERATURA
En una parte de Egos revueltos recuerda algunos episodios que generaron malestar en el ambiente editorial. ¿Los malentendidos se generaron porque le costaba separar las aguas entre el oficio de editor, escritor y periodista?
–Con mis compañeros de Alfaguara en Argentina, en México, en Colombia, en Chile y en España, sobre todo, desarrollé una ingente labor de repique: Alfaguara parecía un tanque, hicimos muchas cosas, que se han seguido haciendo, seguro que muy bien y de otra manera; pero ése fue un instante raro: quisimos hacer verdaderamente global el sonido de Alfaguara y hubo algunos colegas que nos vieron como amenazas perpetuas. Entonces, cualquier movimiento lo magnificaban para convertirnos en culpables de cualquier cosa: de que teníamos cheques con los que seducíamos a los autores o de que íbamos por ahí robando autores. Ellos sabían que no era verdad, pero tenían a cierta prensa dispuesta a repetir como un eco las suposiciones, y contra eso había poco que hacer.
–¿Se arrepiente de haber publicado Vigilia del almirante, de Augusto Roa Bastos? ¿Admite que no era un buen libro?
–Los editores tenemos la obligación de acompañar a nuestros autores al baño y al abismo, y a publicarles aquello que ellos han creído factible de ser publicado. Y hay épocas en la vida editorial que sería un suicidio mezquino recibir el libro y decirle a alguien como aquel buen hombre tan complejo: “Oye, Augusto, escríbelo otra vez”.
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