Jueves, 25 de noviembre de 2010 | Hoy
LITERATURA › A LOS 85 AñOS, ANA MARíA MATUTE GANó EL CERVANTES
La autora de Los hijos muertos y Los soldados lloran de noche dijo que no esperaba llevarse el “Nobel español”, pero que ahora es “inmensamente feliz”. Y aunque había anunciado su retiro de las letras, aseguró que tiene en mente su próxima novela.
Los huesos fallan. Quizá la coqueta dama de las letras hispánicas medita sobre los achaques de la edad, en su casa de Barcelona, justo después de que siente un pinchazo en la rodilla que le duele como si le hubieran dado una feroz dentellada. Cuando llega el desánimo, tiene un estribillo balsámico para compensar esas zozobras mentales. Siempre se dice y repite: “P’alante Matute”. A las 14.15, el sonido del teléfono interrumpe las disquisiciones sobre el inventario de desajustes propios de una señora octogenaria. Atiende, acaso agradeciendo que alguien la sustraiga, por unos instantes, de las horadaciones del tiempo. De lo que el tiempo hace con su cuerpo. Escucha, o lo intenta. Pero, ay, no descubre nada nuevo bajo el sol. El oído también falla. O le parece que no responde. Todas y cada una de las mañanas de su vida da gracias por acordarse de lo que hizo el día anterior. Alza la vista, perpleja y emocionada, hacia el cielo raso. “¿Soy yo? ¿Seguro que soy yo? ¿De veras que soy yo? ¿Pero seguro? ¿Pero de verdad que no es un error?”, pregunta, como quien se pellizca para comprobar que no sueña, Ana María Matute, flamante ganadora del Premio Cervantes a los 85 años, autora de una veintena de novelas –Los hijos muertos y Los soldados lloran de noche, entre otras– y de cuentos. Cuando certifica que tiene los ojos bien abiertos, que pese a su inconfundible sordera es cierto, decide abrir dos botellas de Cava para celebrar.
“De verdad no me lo esperaba –dice la eterna candidata al premio más importante de las letras españolas en la conferencia de prensa–. Sí, es cierto que este año sonaba más mi nombre, pero es que en otras ocasiones también había sucedido y al final decidieron no dármelo. Pero tengo que reconocer que no he pegado ojo en toda la noche.” A La Matute –que así le gusta llamarse a sí misma, como si fuera una diva de la literatura–, le fallarán los huesos, pero tiene un vigoroso sentido del humor del que puede ufanarse sin pecar de soberbia. A cuanto periodista que la escucha, le advierte: “No es que sea dura de oído, es que soy sorda”. La escritora catalana no tuvo el sosiego de la salud desde la cuna. El médico le decía a su familia: “Esta niña es frágil, pero sana”. Esta dama, enérgica y afable, que ha cosechado premios como el Planeta, el Nadal, el Nacional de Literatura y el Nacional de las Letras Españolas, supo esperar mucho tiempo –estoicismo, el de la espera, tal vez propio de quien no renuncia a la esperanza– para cumplir al pie de la letra el sueño mayor: la consagración vía el Cervantes.
Matute nació el 25 de julio de 1925 en Barcelona, en el seno de una familia adinerada y conservadora que influyó en la obra y en la ideología de la escritora. A temprana edad supo que su destino serían las letras. La literatura arrojaba luz en medio de la oscuridad de una educación severa. “Las monjas eran duras y, sobre todo, tontas.” Años después diría una frase que es la decantación de una vida dedicada a esa “pasión precoz”. Seguramente en la adolescencia, sin poder explicitarlo como luego lo haría, ya intuía que “cuando eres escritor, la inspiración está en todas partes: en una frase inacabada, en una sonrisa y en un perro que sale corriendo”. Su primer relato, “El chico de al lado”, se publicó en 1947 en la revista Destino. Por entonces tenía 15 años. Eran tiempos lúgubres, grises, tristes. Era demasiado joven para sufrir la censura, pero la padeció con Luciérnagas (1949), que había quedado finalista del Premio Nadal. “El peor censor acabas siendo tú”, ha confesado Matute, a quien en los ’70, antes de la muerte de Franco, ya le “daba igual todo” y escribía sin demasiados miramientos. En 1954 ganó el Premio Planeta por la novela Pequeño teatro. “¡Es el peor libro que he escrito en mi vida! –dijo en una entrevista–. Lo escribí con 17 años y se nota. Para haberlo escrito a tan temprana edad... châpeau”.
Ahora, con el “Nobel español” bajo el brazo, acomoda las barajas de su existencia. “Desde el primer cuento que escribí hasta ahora, siempre he querido comunicar la misma sensación de desánimo, de pérdida, porque vivir es también perder cosas. Eso sí, con eso no quiero dar una imagen de pesimista, que no lo soy.” En su obra inicial conviven el lirismo con el realismo más cruel por el peso del recuerdo de la Guerra Civil. “A mi padre no lo mataron, pero le colectivizaron la fábrica y pasó de ser el amo a un empleado más: era el sistema comunista. En casa escondimos a un fraile y una monja. Recuerdo con nitidez el miedo del pobre fraile que vino huyendo de una iglesia que habían quemado. Hicimos una visita con mi padre al templo y pisábamos cabecitas del Niño Jesús hechas añicos. Después de todo eso, no soy ni de derechas ni de izquierdas: soy La Matute”, proclama la escritora catalana, convencida de que a través de esa suerte de “tercera posición” se coloca en un lugar aparentemente “neutral”.
“Uno no escribe para ganar premios. Si se los dan, es maravilloso. Escribo para mis lectores, para que me lean”, subraya la autora de Olvidado Rey Gudú, un libro que, como ella misma ha reconocido, es su favorito. La Premio Cervantes 2010 se ha pasado la mitad de su larga vida leyendo, una actividad que considera “importantísima”. “Borges decía que estaba más orgulloso de los libros que había leído que de los que había escrito. A mí me pasa lo mismo”, admite la escritora, cuya obra es fundamental para entender la historia de la literatura española del siglo XX. La Matute no separa en compartimentos estancos la vida y la literatura. Para ella es “lo mismo”; no puede ni quiere dejar de ver el mundo “a través de los ojos de la escritora”. Aunque podría retirarse, la rueda del tiempo y del deseo sigue girando con otra velocidad, con otro ritmo. Pero se mueve. El placer de escribir es más fuerte. Hace dos años, en 2008, cuando se publicó Paraíso inhabitado, anunció que sería la última novela. Pero cayó en la trampa de su propia mentira piadosa. Ya se sabe que habrá un libro más para engordar la cosecha. Empezará a escribirlo después de las fiestas de Navidad. “Estoy en ese momento en el que lo tengo todavía en la cabeza. Nunca sé lo que puede durar un libro, es un misterio, como todo lo de la vida. La vida es mágica y eso también es mágico.”
Detrás del título La puerta de la Luna, libro que reúne todos sus cuentos, hay una historia. Esa puerta era un lugar especial que había en la finca de su madre y al que le gustaba ir “para ver el mundo desde arriba y oírlo pero sin participar, como en los cuentos”. La Matute no ha cambiado. Tal vez siga siendo la misma: esa niña y ahora anciana dama que mira el mundo desde arriba. Aun bajo los efectos de las dos botellas de Cava y de esa nube tóxica de dicha que irradia el Cervantes, el rostro sonriente de la escritora catalana es como un imperio en expansión. “En este momento puedo decirlo: soy feliz, enormemente feliz”.
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