Domingo, 16 de enero de 2011 | Hoy
LITERATURA › UNA COLECCION DE OFICIOS EJEMPLARES, A CARGO DE LA MEXICANA PAOLA TINOCO
Los catorce relatos incluidos por la escritora alumbran zonas inciertas y morbosas de los trabajos más inverosímiles que se pueda imaginar. Como el de los “lavacoches”, sobre hombres que lavan la sangre que dejan en los autos los asesinados por el narcotráfico.
Por Silvina Friera
La muchacha de bucles negros levita en una librería de Palermo. Paola Tinoco –escritora, socióloga y editora mexicana de vacaciones en Buenos Aires– podría ser la versión femenina de David Copperfield en la literatura latinoamericana. La autora del maravilloso Oficios ejemplares (Páginas de Espuma), su primer libro de relatos, es tan sencillita, pícara y maliciosa como ese ramillete de cuentos que acaba de lanzar para prolongar la plácida sensación que genera leerla. “Los cuentos te permiten levitar; escribo cuentos desde que sé escribir. Aunque pueda sonar cursi, todo empezó con una carta que le escribí a la maestra, llena de faltas de ortografía, haciéndome pasar por mi mamá”, dice la escritora con una sonrisa rayana en la ternura hacia la niña que fue. Tenía 7 años, una imaginación prodigiosa y alta dosis de ingenuidad, dos atributos que no son incompatibles. Conserva esa carta ahora “color café”, como quien colecciona sus fetiches personales en el museo de la infancia. “Señora: no regañe a mi hija porque es una chica muy sensible”, anotó con su letra chiquita y despatarrada. El origen del arte de levitar de Tinoco está en esas líneas acaso borroneadas por el tiempo, pero nítidas como un cielo despejado en su memoria.
El debut auspicioso no la marea; tiene el ego domesticado y la ansiedad bajo control. “Cuentista audaz y honesta”, pondera Enrique Vila-Matas en la solapa del libro. “Unos cuentos que ríen y se duelen de las mismas cosas, es decir, sabios”, elogia Andrés Neuman. “Elegancia e ironía”, agrega nada menos que Ricardo Piglia. Los catorce relatos de Oficios ejemplares alumbran las zonas inciertas y morbosas de los trabajos más inverosímiles que un mortal pueda imaginar. Hasta los modos de ganarse la vida peor vistos, como podría ser el caso de “Buzo de cementerio” –un hombre que bucea en las fosas comunes en busca de cuerpos sepultados por error–, son tamizados por una mirada que desnuda el manto de sentido común. Los personajes que sobreviven con trabajos inquietantes, en la frontera de lo que es considerado “anómalo”, pueden capitalizar vicios. Como Mario, el hombre que se hunde entre los cadáveres y toma tequila para soportar el hedor. “Me dan miedo los vivos, jefe. Los muertos no dan molestias”, dice. En “Cenicienta humillada”, Gabriela, una mujer con la estima por el subsuelo que acumula noviazgos conflictivos y asiste a fiestas aburridas con el afán de conseguir empleo, acepta que la insulten en público por dinero.
“El trabajo no siempre dignifica al hombre. Esa frase está muy desgastada y no es cierta”, subraya Tinoco en la entrevista con Página/12. “Hay muchas ocasiones en las que tienes que perder la dignidad para llevar el pan a la mesa de tu casa. En Latinoamérica es una realidad, pero quise reflejarla con un poco de humor porque en México nos reímos de todo. Al día siguiente del terremoto del ’85, ya había bromas al respecto. México se llama ahora ‘la dona’ (por la rosquilla) –decían– porque perdió su centro. El centro histórico de la ciudad había sido devastado y esos chistes macabros estaban circulando por ahí. El mexicano es un poco así. El día de los muertos tenemos fiesta, nos disfrazamos y nos emborrachamos con tequila. Y mi lado de escritora intentó reírse un poco y hacer unos cuentitos.”
–En “Cenicienta humillada” se percibe un gran trabajo con el diálogo. El esqueleto de la mayoría de los relatos del libro es el diálogo. ¿Qué encuentra en esta forma?
–Me gusta cuando los personajes hablan. Siempre que empiezo a escribir trato de contar la historia de alguien, pero luego es como si los personajes se salieran de mí y hablaran. Yo nada más escribo lo que ellos dicen. Suena un poco raro, pero de verdad pasa. Definitivamente soy una enamorada del cuento, a pesar de todo lo que se diga. Y creo que mi gusto por el teatro se cuela en los diálogos.
Cuando el hambre y la miseria sobrevuelan, las destrezas para sobrevivir suspenden el juicio moral. La “Rezandera” del cuento, una señora regordeta y sonriente, reza el rosario cuando en un velorio nadie sabe hacerlo, a cambio de un par de cafecitos, un pan dulce y unos pesos como donativo. La brevedad de “Lavacoches” –narrado en primera persona– es inversamente proporcional al espanto que provoca. Dos muchachos obtienen una paga muy buena en un día –el equivalente a un mes de trabajo de oficina– limpiando la sangre que dejan en los autos los asesinados por el narcotráfico. El derrotero de “Boleteras”, mujeres que se dedican a revender los boletos del metro, es cómico, conmovedor y despiadado. De-sesperada cuando le prohíben la reventa y no sabe cómo hacer para mantener a sus hijos, Teo parece zafar de la prostitución con una vuelta de tuerca “oprobiosa”: cubrir una de las vacantes de los trabajadores del metro en huelga, que ofrece el gobierno mexicano. Algunos relatos sintonizan con el mundo de la lectura y la escritura, como “Ladrón de libros”, “El escritor”, “Jefa de prensa” y “La esposa del autor”.
–En “Ladrón de libros” el personaje roba libros para ganarse la vida, pero después la lectura lo atrapa. El final es bien irónico y escéptico: lo único que no le roban al ladrón de libros es el libro que lleva. Hay en ese texto ecos de El último lector, de Ricardo Piglia. ¿Qué piensa?
–Curiosamente no, aunque me gusta mucho Piglia y fue un lector de este libro. Que no se robara el libro tiene que ver con México, que tristemente tiene muy pocos lectores. Todo el mundo sabe que hay un alto índice de violencia en mi país, que viene alguien y te roba. Y me ha tocado conocer a muchas personas a las que les roban todo, excepto los libros.
–El mundo del libro es muy minoritario, ¿no?
–¡Vaya que lo es!, el personaje de este cuento está basado en un bodeguero que conocí. Yo trabajo en una distribuidora de libros, una bodega inmensa con anaqueles altísimos como los que describo en el cuento. Hay gente que roba, pero ninguno se ha hecho lector. Yo platico con ellos y les pregunto si no les da curiosidad echarles un vistazo a los libros. “Sí, a veces empiezo, pero nos llaman a cargar cajas y dejamos lo que empezamos”, me dicen. Creo que me gusta escribir cuentos porque pienso que si una de estas personas que no tiene tiempo de leer encuentra un libro de cuentos y puede leer uno solo, ya se llevó algo consigo. No es que escribo cuentos sólo por eso, pero reconozco que me gustan las recompensas inmediatas.
Uno solo de los oficios fue inventado por Tinoco: la “Soñatriz”, una mujer que comienza a cobrar por auxiliar a personas con crisis nerviosas durante su estancia en la cárcel. Ella ayuda a hombres y mujeres a recuperar sus sueños; pero los empleados de los hoteles creen que se dedica a la prostitución. “Conté las historias como verdades absolutas; es como cuando decides que una mentira se va a convertir en verdad y lo que haces es escribirla con tanto descaro que hasta tú te la crees. Esa fue mi estrategia, pero creo que es la de muchos cuentistas”, explica la escritora. “Son cuentos sencillos en su lenguaje y no estoy tratando de que la gente sepa exactamente si leí a Cortázar, a Fuentes o a Monsiváis. Los personajes son más importantes, no mis lecturas. Me hicieron un comentario negativo al respecto. ‘¿No habría venido bien una cita?’, me preguntaron. Una cita en un cuento me parece completamente absurdo. ¿A quién tengo que citar? ¿A quién le tengo que hacer un homenaje? Las historias están allí y ojalá que gusten, al margen de que no tengan una frase ni un guiño a un cuento de Borges o de Daniel Sada.”
–Quizá como es su primer libro, algunos pretenden que se presente en sociedad con todos los pergaminos y lecturas; hay un placer exhibicionista en el hecho de jactarse del capital que tiene cada escritor.
–¡Qué pesadilla! (Risas.) Eso es tan personal como la religión y como ir al baño. Tú descubriste una posible referencia que no es tal, pero que está por ahí, a El último lector. Las lecturas finalmente están dentro de nosotros, pero no hay que ponerlas de un modo explícito para que la gente diga: “Ah, mirá, lo leyó”.
Levitar es también, por obra y gracia de la escritora mexicana, un oficio ejemplar. Tinoco anda ligerita de equipaje. Otro papel –además de aquella mítica carta a la maestra– ingresa al escenario. Una servilleta está en el nacimiento del libro; es el acuerdo de publicación que firmó con Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, hace tres años. Había publicado algunos “cuentitos” –con ese diminutivo que descarga al lenguaje de pretensiones– en las revistas Conceptos, Playboy o El perro. Después de estampar la firma en la servilleta, se tomó “en serio” la idea de la publicación. Como se gana la vida como coordinadora de producción y representante de la editorial española Anagrama en México, sabe que los compromisos hay que cumplirlos. También intuye que ahora que está de los dos “lados del mostrador”, los escritores con los que lidia cotidianamente la increpen con argumentos del tipo: “Te tienes que dar cuenta de que yo necesito esto, esto, esto y esto”.
–El panorama se presenta un tanto complicado...
–Si vieran lo sencillita que soy yo (risas). Sé que no voy a ser como algunos pesados que conozco. Yo me porto muy bien, todo lo bien que puedo, mejor dicho. No les doy guerra a los reporteros; si me dicen “acomódate así”, yo me acomodo. Hasta el momento va todo bien, pero temo que pueda tener algún problema. Los escritores en México son una jauría; eso es conocido, no estoy hablando de algo que no se sepa. Así que ahora estoy de este lado del mostrador, quietecita, a ver qué pasa.
–¿Cómo anda su ego?
–Me siento un soldadito que entró a un regimiento y que va marchando a cierto paso porque está viendo cómo hay que marchar. La paso bomba, me gusta este anonimato. Claro, no me va a gustar cuando me digan “vendiste tres libros”, ¿verdad? (risas).
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