Lunes, 24 de enero de 2011 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR, GUIONISTA Y CINEASTA COLOMBIANO MAURICIO BONNETT
Pasó por Buenos Aires para presentar su libro El triunfo de la muerte, al que define así: “Es un comentario sobre cómo percibimos la muerte y cómo la interpreta el arte”. El libro explora el remordimiento de una mujer que busca desesperadamente el castigo.
Por Silvina Friera
Una novela exquisita se vende en los supermercados de Bogotá y Medellín al lado de los aguacates, la palta, en castellano rioplatense común y silvestre. Y no es un chiste. Esa novela, El triunfo de la muerte (Norma), el mismo título de uno de los cuadros más estremecedores del pintor flamenco Pieter Brueghel, explora el remordimiento desgarrador de una mujer que busca desesperadamente el castigo, pero nadie quiere condenarla. No es una asesina, aunque un niño murió por un error que ella cometió. Mauricio Bonnett, escritor, guionista y director de cine colombiano que vive en Londres y festejó el Nobel a Mario Vargas Llosa como si se lo hubieran dado a él (ver aparte), podría ser un pariente lejano de Mick Jagger. Su fisonomía más estilizada y menos fibrosa, comparada con la del cantante inglés, contrasta con un rostro que ensambla dos tiempos. Las canas prematuras son la cosecha de un futuro que llegó hace rato. La piel lozana brilla como un signo del presente que viene de un pasado cercano. Si cuando comenzó a escribir fantaseó con un triunfo volcánico, el sueño se cumplió. Las asimetrías de la realidad no son responsabilidad exclusiva de los aguacates. “Un amigo de Perú me escribió y me dijo: ‘¡Acabo de pasar por un semáforo y tenían tu novela!’. La pirata, claro. Esta es mi coronación definitiva”, bromea el escritor con una carcajada prolija y elegante.
Bonnett está devorando Buenos Aires palmo a palmo. El caníbal se confiesa fascinado con las calles de esta ciudad por las que camina con su andar elástico. El triunfo de la muerte, su segunda novela, nació por un error de cálculo. El proyecto inicial consistía en adaptar al cine La vida, instrucciones de uso, de George Perec. Pero el guión se fue complicando y su olfato le recomendó seguir la ruta de la novela. De Perec queda el arranque de una escena atroz. Mateo Barragán, un colombiano que hace tiempo reside en Londres, encuentra a su mujer y a uno de sus hijos muertos. Gabriela, una universitaria colombiana contratada como niñera unas horas antes por la esposa de Barragán, sin que él lo supiera, está detrás de esas muertes. No mató, pero se equivocó. Ese error será el preludio de un calvario insoportable.
–En la novela hay una cita de Crimen y castigo, de Dostoievski. Pero Gabriela no comete un crimen, el punto de partida no es el mismo.
–Leí nuevamente Crimen y castigo y me asombré del tono histérico que mantiene durante 750 páginas; en otro libro ese tono sería intolerable. Dostoievski me sirvió para reflexionar sobre el remordimiento de Gabriela, pero Raskolnikov no hace nada, sólo sufre. En cambio Gabriela quiere hacer algo para redimirse. La posibilidad de que crean que es inocente la desespera. Gabriela quiere que la agarren. Pero no lo consigue y ese sufrimiento es terrible. Alguien me decía que es un planteo moralista, pero yo no quiero que la castiguen. Gabriela sí quiere que la castiguen porque siente que no tiene más escapatoria.
–¿Por qué la historia transcurre en la Londres previa al atentado terrorista?
–Es un atentado falso el de la novela, no es el atentado de verdad. Pero hay una especie de desazón en el ambiente, porque más allá de la historia de Gabriela, la novela es un comentario sobre cómo percibimos la muerte y cómo la interpreta el arte: desde Schubert al arte funerario y los grabados sobre el memento mori. Por eso pensé el final como una novela dentro de una novela, como un conjuro contra la muerte. Se escribe la novela para conjurar la muerte, para darle explicación a algo que nunca se supo qué era. Esto es mentira, pero es para explicar una verdad.
–En el epílogo de El triunfo de la muerte se afirma que los novelistas “son seres impúdicos que se alimentan como buitres de carroña humana”. ¿Cuál fue la carroña de esta novela?
–En esta novela no hay ninguna base real, salvo lo de Perec. Yo le robé su idea central y de ahí me fui para otro lado. No conozco a nadie como Gabriela, pero sí hay cositas mías o de gente que conozco en todos los personajes; cositas que uno va repartiendo tratando de no ofender a nadie. Una de las razones por las que no usé el atentado de Londres es porque me pareció que era cruel escribir sobre un hecho real. Por más que uno lo haga muy bien, eso no se puede usar. Esa es la vida real de cierta gente y mejor no meterse ahí.
–En la novela aparece el tema de lo que implica ser colombiano en Londres. ¿Sufrió como Gabriela esa forma de discriminación que consiste en decir que no parece colombiano?
–Sí, ese tipo de cosas me han pasado. A veces cuando digo que soy de Colombia, creen que es como Chechenia, Angola o un país parecido. La escena en que revisan a Gabriela por ser colombiana más o menos me pasó a mí, pero en Italia. Estaba viajando y de pronto se subieron al bus unos policías: “Pasaportes”, dijeron. Se lo di y no pasó nada. Pero cuando me bajé, noté que me señalaban. Entonces un policía trató de revisarme pero no pudo porque le dije: “Me hacés esto porque soy colombiano, ¿no?”. La gente cree que los colombianos nos estamos matando a machetazos todo el día. Hay una especie de industria de la estadística negativa que produce plata. En países como Uganda no hay estadísticas, entonces no se sabe la cantidad de gente que se mata. Yo estoy convencido de que la guerra contra la guerrilla se podría haber acabado. Pero al ejército no le conviene. Lo mismo pasa con el narcotráfico. El día que legalicen las drogas, se acaba el problema. Esa gente no comercia drogas, comercia el riesgo. Cuando se acabe el riesgo, se acabará el negocio. Pero por ahora a nadie le conviene.
–¿La sociedad colombiana no quiere hacerse cargo de sus culpas?
–No lo había pensado, pero puede ser. Hay algo que ha pasado con la violencia y que aparece en la novela: el patrioterismo, las banderas. Cada vez que veo una bandera tiemblo un poco. Me pregunto qué necesidad hay de tener banderas en las casas. Las banderas dividen, separan. Los colombianos lo vivimos con Alvaro Uribe, con esa derecha que planteaba que se tenía que defender del enemigo y generó una psicosis de guerra espantosa. Confío en que esa cosa patriotera vaya desapareciendo de a poquito.
–¿Pero no cree que cuando se es extranjero, cuando se es colombiano en Londres, un poco de ese “patrioterismo” es necesario para no sentirse tan débil?
–No, diría que es bueno si uno se puede integrar lo más que pueda.
–¿Pero qué ocurre si esa integración es ficticia?
–Si no aceptan a los inmigrantes que llegan a Londres o a cualquier ciudad europea y no los entienden, estamos ante un problema muy grave, sobre todo cuando no saben qué sucede con el fundamentalismo islámico. Como se les teme y se los aísla, se vuelven un peligro. Las sociedades tienen que integrar a los inmigrantes, atenderlos, saber qué es lo que quieren, en vez de segregarlos. Antes del atentado era raro verlos con pañuelos o velos; después sí, porque se sintieron acusados personalmente y necesitaron afirmar su identidad. Otra cosa que me molesta es la ignorancia que se demostró con la invasión a Irak. Yo sé que Saddam Hussein no era ninguna pera dulce, pero el planteo de que se invadió para arreglar la situación de Irak es insostenible. No se arregló nada porque ese señor mantenía al país unido, como Tito en Yugoslavia. El Occidente siempre vive en el presente y nunca piensa lo que va a pasar mañana.
Las acrobáticas manos de Bonnett se ponen serias. El caballito de batalla del escritor es el título de un famoso libro de Martin Amis: la guerra contra el cliché. “Ese es mi lema cada vez que estoy escribiendo; hay que luchar contra los lugares comunes para mostrarlos desde otro ángulo”, subraya el hombre que se parece a Jagger y se gana la vida corrigiendo guiones ajenos, “un trabajo fácil que se paga bien”. No había ni una cana en su pelo cuando llegó a Londres en 1987 con una beca para estudiar cine. Casi sin darse cuenta, adoptó la ciudad. “No sé si me voy a quedar en Londres –anuncia–. Ahorita le estoy echando el ojo a Buenos Aires, un lugar que me está gustando para vivir.”
–Como en el cine: Próximamente, un colombiano residente en Argentina.
–Tal vez, tal vez... (risas).
–Corregir guiones o escribir novelas lo puede hacer desde acá o en cualquier parte; el cine, en cambio, es otro cantar.
–El cine es una actividad gregaria y yo soy un poco misántropo. En el cine todo tiene que ser discutido en grupo...
–¿En serio que es un poco misántropo?
–Sí, aunque converso mucho, ¿verdad? Lo disimulo muy bien (risas).
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