Domingo, 30 de enero de 2011 | Hoy
LITERATURA › FABIO MORABITO Y LOS CUENTOS DE GRIETA DE FATIGA
Los avatares del desarraigo y la erosión de las certezas de la vida cotidiana animan los relatos del autor mexicano, dotados de una inquietante frescura. Para Morábito, escritor es aquel que “siempre está dudando acerca de lo que escribe”.
Por Silvina Friera
Un relámpago atraviesa la mirada de uno de los cuentistas más virtuosos de América latina. Ni la amenaza que desencadena el recuerdo de un momento “difícil” –cuando creyó que “tiraba la toalla” y que no podía escribir ni una línea más– logra opacar la curiosidad metálica de sus ojos. El mal recuerdo se evapora sin dejar huella alguna, como si estuviera lejos, en otra dimensión. La duda es el norte existencial de Fabio Morábito. La sensación de que subió al tren del español “un minuto antes de que partiera y me dejara para siempre en el andén” lo acompaña desde que llegó a México, a los quince años. El adolescente que casi se queda en la estación de su lengua materna, el italiano, nació en Alejandría (Egipto), donde balbuceó sus primeras palabras en francés. Los avatares del desarraigo, esa fricción entre lo cercano y lo distante, la erosión de las certezas de la vida cotidiana, la definición hermética de una palabra en el diccionario que suscita la pérdida de los estribos, sobrevuelan en los relatos de Grieta de fatiga (Eterna Cadencia). Detrás de la sencillez inquietante de los cuentos de Morábito, hay un artesano que pule la materia hasta alcanzar la perfección. Lo que perturba, lo que hay que digerir lentamente, es la tensión incesante que retroalimenta esos universos minúsculos que se expanden sin agotar los sentidos.
Una frase condensa la pericia de este narrador, poeta y traductor. Está en uno de sus cuentos, “El valor de roncar”, donde una mujer que intenta ser escritora compite ferozmente con otro candidato. Las tramas de Morábito tienen “esa brisa de casualidad que hace que una historia despegue con sus propias alas, que la hace historia y no página escrita”. “Huellas” quizá sea uno de los más enigmáticos y angustiantes. Alguien mira las pisadas de los bañistas en la arena; una súbita revelación se produce: tres individuos caminan en la dirección equivocada. El protagonista corre, pero no los alcanza. Esas siluetas también de desplazan en el horizonte. Se alejan, como los deseos o los sueños. La obsesión por una palabra que se ignora puede echar a perder el placer de la lectura, como ocurre en “La cigala”, un texto que articula una aguda reflexión acerca de la interpretación. “Tal vez ha aprendido que todo libro es autosuficiente y que a la larga facilita las explicaciones que se necesitan para entenderlo”, plantea el narrador hacia el final del relato.
En “Las correcciones” una mujer increpa a un corrector de estilo con una frase con eco de largo aliento: “Escribir es una exageración”. Morábito sonríe con la satisfacción del padre que disfruta cuando elogian a uno de sus hijos. “Ese cuento es uno de mis favoritos”, dice a Página/12. “Un corrector de estilo parece infalible, segurísimo de sí mismo, tan seguro que puede corregir las páginas de un escritor consagrado. Pero empieza a dudar de su trabajo. Nos pasa a todos los que escribimos: siempre estamos dudando de la eficacia de lo que hacemos; siempre hay una voz, en este caso reflejada en la mujer, que nos da una versión un poco diferente y que nos hace preguntarnos si lo que estamos escribiendo es realmente lo que queremos. El escritor es aquel que está siempre dudando acerca de lo que escribe, cosa que no ocurre con otras personas que ejercen la escritura. Un periodista forzado a escribir muy rápidamente no puede darse el lujo de dudar del lenguaje. O sólo puede dudar, pero hasta cierto punto.”
–¿Cómo explica que el escritor dude siempre sobre lo que escribe?
–El escritor es un adolescente frente al lenguaje, siempre se hace las mismas preguntas y duda de las mismas cosas. No sé si a mí me pasa por el hecho de escribir en una lengua extranjera; pero creo que todos los escritores escribimos en una lengua extranjera, una lengua que no terminamos de dominar. La imperfección es connatural a lo que se escribe; siempre un corrector de estilo nos puede cambiar radicalmente un texto.
–¿Esa adolescencia del escritor es necesario prolongarla?
–Claro, sin esa duda no habría los hallazgos que se dan en la escritura. Seríamos simplemente unos buenos aplicadores de las reglas del arte de escribir, pero no seríamos escritores, que es muy diferente. Me gusta citar una anécdota de un escritor norteamericano que nunca he leído, E. L. Doctorow. Una mañana la mujer le pidió que escribiera el justificativo para el hijo, que había faltado a la escuela. Entonces Doctorow se puso a escribir y empezó a corregir porque un adjetivo no le parecía bien; perdía el tiempo en ese justificativo. La mujer se desesperó, le arrancó la hoja y lo escribió ella. Doctorow quería escribir el justificativo perfecto. Me parece muy linda la anécdota porque ante hechos tan triviales como escribir una simple nota, el escritor se enfrenta también al lenguaje. Esta anécdota describe mejor que mil palabras lo que es un escritor: alguien que siempre problematiza el lenguaje.
–A diferencia de su anterior libro de cuentos, en Grieta de fatiga aparece más problematizada la escritura a través de diferentes relatos, como “El valor de roncar”. ¿Hubo una intención en esta línea?
–Es cierto, tal vez porque el mundo de la escritura es el que mejor conozco y tenía más materia para reírme y burlarme un poco. En “El valor de roncar” es obvio que ella quiere ser escritora; pero desde el momento en que pretende crear las condiciones ideales para escribir, queda claro que no nació para escribir. Un escritor escribe en cualquier lado. La idea me la dio una escritora que me dijo que varias veces se fue a escribir a un hotel. A ella le ha funcionado porque es una escritora. En este cuento hay un fondo de burla; pero el problema de la esterilidad nos toca a todos. De pronto sentimos que a lo mejor hubiéramos necesitado un lugar más ideal para poder escribir mejor, para poder escribir el libro que no hemos escrito todavía.
–Hay un plus “dramático” en ese cuento: aunque ella nunca podrá ser escritora tiene algunas “buenas” ideas sobre la literatura y la escritura. “El verdadero escritor escribe con palabras robadas”, “escribir es como saquear”, dice. ¿Qué buscó al subrayar este contraste?
–Una cosa es escribir y otra cosa es tener un pensamiento literario. En muchas personas, una cosa es inversamente proporcional a la otra. En la medida en que leen más, que saben más, que piensan más, se paraliza más la escritura. En el hecho de escribir tiene que haber algo bastante inocente y candoroso. Uno tiene que capturar ese momento de querer escribir sin saber bien por qué ni cómo; eso es lo que verdaderamente cuenta. Después puede crecer, volverse sofisticado; pero a mucha gente le falta esa convicción inicial, que luego encubren con cultura y erudición; pero que no sirve para escribir.
–¿Cómo llegó a esa “brisa de casualidad”, esa inquietante frescura que tienen sus cuentos?
–Es una frase importante la que señalás porque siempre me he enfrentado a gente que escribe bien, pero lo que escriben huele a escritura. Está todo profundamente escrito y falta ese viento que levante un poco las cosas y que las haga ir por su cuenta, a costa incluso del propio escritor. Yo espero que algo de lo que escribo vaya por ese lado; sin esa brisa no hay verdadera literatura. Cuando una historia, un poema, empiezan a levantar vuelo uno siente que el escritor está casi detrás de su propia historia, persiguiéndola, porque ya encontró su propio ritmo. A uno se le ocurren muchas historias, algunas muy brillantes, pero luego con la experiencia se aprende que las historias más brillantes muchas veces son las que ni valen la pena escribir, porque no son realmente las que puede escribir mejor. Con la experiencia uno aprende a reconocer entre esas historias posibles aquellas que le son propias. Una vez que uno aprende eso se ahorra mucho trabajo y muchas frustraciones. Y está en el buen camino para que esas historias se cuenten por sí mismas; que es un poco el sentido de esa frase.
–¿Por qué en ciertos sectores “cultos” es tan fuerte la fantasía de ser escritor?
–Quieren ser escritores porque son lectores. A fuerza de leer libros, quieres escribir otros; es una manera muy legítima, no concibo otra. Somos animales profundamente imitativos; sencillamente en un medio donde hay libros abundan aquellos que quieren expresarse. Tal vez también sea por el mito de la expresión, que ojalá lleguemos a criticarlo porque eso de que el arte expresa lo que eres es muy pernicioso, por la sencilla razón de que supone que uno está hecho de un modo definitivo y lo único que le hace falta es un instrumento para mostrar de qué modo está hecho. El escritor carece de verdaderas ideas o las que tiene son muy vacilantes; las expresa en la medida en que puede escribir, y se va construyendo poco a poco. Eso de que hay que expresarse uno mismo, como si uno tuviera un capital hecho, una fortificación, es un equívoco que sospecho está en el fondo de muchas vocaciones.
–Pero ese equívoco se percibe más en la literatura, ¿no?
–Sí, porque además es un arte pobre; con una hoja y un lápiz puedes escribir un poema. No hay ser humano que no haya intentado escribir o que no tenga un poema o una página literaria oculta.
–Está tocando otro mito: cuántas obras están en cajones, carpetas, archivos de papel o de computadoras. ¿Las nuevas tecnologías, blogs y redes sociales no acabaron todavía con esta especie de interés que generan las obras ocultas que todavía no conocemos?
–Sí, creo que es así porque puede haber mucha autocrítica, ¿no?, mucha inseguridad; puede haber escritores muy valiosos que no hayan escrito “la” obra. No es cierto eso de que, si tienes talento, tarde o temprano serás reconocido. La vida te puede castrar, te puede mutilar, te puede echar a perder. He conocido personas que tenían muchas expectativas, pero luego la vida los llevó hacia otros rumbos y fueron perdiendo la fe en la escritura: “Si yo no escribo, no pasa nada”. Lo que es cierto, ¿no?, pero ése es el tipo de pensamiento que uno no debería tener. El talento es una condición, pero no es suficiente. Muchos prefieren tirar la toalla. Es triste...
–¿Estuvo alguna vez a punto de tirar la toalla?
–No sé si estuve a punto de tirar la toalla, pero pasé un momento muy difícil con mi segundo libro de cuentos, La vida ordenada. Cuando ya había firmado el contrato, me devolvieron las últimas correcciones. Al corregir me di cuenta de que uno de los cuentos estaba mal. No me gustaba. Hablé con el editor y le pedí que lo quitara. Me discutió un poco, pero lo aceptó. Al día siguiente, descubrí que el último cuento, que era el más largo, el alma del libro, también estaba mal. Entonces entré en un estado de pánico. Había cuatro cuentos que sí estaban bien; el problema era con esos dos. Me encerré durante dos meses en mi casa, en un estado de luto, a trabajar entre 12 y 14 horas diarias, tratando de sacar esos cuentos. Fue una lucha contra la idea de que a lo mejor tiraría la toalla. Pude resolver esas dos historias que estaban equivocadas. Pero no fue nada fácil. Los cuentos son casi fórmulas matemáticas: algo está mal y no funcionan. Los errores se notan, tarde o temprano.
–Uno de los cuentos más inquietantes es “La cigala” por lo que puede generar no comprender el sentido de una palabra en el diccionario, quedarse preso de cierta obsesión. ¿Qué ocurre cuando algo no se entiende?
–El cuento está llevado al extremo grotesco. Yo pesqué la primera frase en un diccionario, estaba buscando otra cosa y quedé maravillado de esa definición en la cual no se entendía nada (risas). Entonces apunté la definición de cigala como una curiosidad y se la mostré a algunos amigos. ¿Qué hace la gente frente a una definición que no se entiende? Uno se pregunta: ¿soy yo el tonto o es el diccionario?, pero aquí alguien es el tonto porque no hay comunicación posible. Cada palabra nueva nos inquieta; es una ocasión, una oportunidad, para volver a entender la vida. A lo mejor si abrimos ese cajón, descubrimos algo. Octavio Paz aconsejaba leer los diccionarios, decía que era su lectura preferida. El tema es que te puedes perder tanto que hasta es posible perder la sensatez, como ocurre en el cuento, que es lo que explica por qué el personaje comete un crimen. Desde el principio es un crimen que la lengua te diga “tú no sabes”. No sólo no sabes todas las palabras, sino que sabes muy pocas.
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