Domingo, 30 de enero de 2011 | Hoy
CINE › OPINION
Por Teresa Parodi
Celebro alborozadamente que se esté filmando una película sobre Violeta Parra. ¿Podremos a través de ella acercarnos de otra manera a la vida y a la obra de esta autora y compositora fundamental? ¿Podremos mirar desde otro lugar su mundo de palabras, colores, sonidos, tan ligado, tan entretejido como sus amorosos telares, a nuestra memoria colectiva? ¿Será la Violeta que queremos ver, la que queremos querer, la que creímos intuir, la que todavía cantamos cuando queremos referenciarnos? No lo sé pero, en todo caso, que siga siendo tema de reflexión o de análisis o de aproximación a nuestro presente, que siga volviendo a nosotros porque goza de absoluta vigencia es algo que me reconforta y que agradezco sinceramente.
Qué marca indeleble, qué huella inalterable, imprescindible es Violeta Parra a la hora de pensar la América profunda. La América del desamparo, de la usurpación cultural y su contracara: la intensa diversidad de su historia original y mestiza, de su identidad todavía fusionándose, todavía en ebullición, todavía luchando por habitar con legitimidad su propio hábitat.
A instancias de una obra entrañable, luminosa justamente por echar luz sobre el oscurantismo ideológico de los conquistadores, Violeta, la inolvidable, la única, se metió de lleno y henchida de coraje y talento y belleza con la verdadera esencia del hombre y sus asuntos en esta parte del mundo, vapuleada y herida por la inaceptable barbarie del poder económico que seguía haciendo su sórdido trabajo de desapariciones.
En lo personal, y al mismo tiempo como parte de una generación ilusionada con altos ideales, siento que Violeta fue un formidable grito de rebeldía poética y gozosa que nos puso el alma en vilo y la mirada en el centro justo de la esperanza revolucionaria de los pueblos sumergidos.
Y nosotros la cantamos, la pensamos, la seguimos, la buscamos una y otra vez. Fue parte nuestra, fue parte de nuestra necesidad de comprender la realidad, fue parte de nuestra inspiración a la hora de elegir abrazar las luchas inclaudicables que en aquellos días librábamos contra las dictaduras infames y asesinas. Los versos encendidos e incendiarios de su arte imperioso que repetíamos en rueda de amigos, de compañeros, de camaradas de ilusiones me siguen deslumbrando hoy como entonces.
Pensaba, llena de impotencia, que nunca podría escribir como ella, sencillamente porque ella ya lo había escrito todo con su pluma preciosa y punzante.
Así como fue de trágica y apasionada su vida fue trágica y apasionada su muerte. Morir dándole gracias a la vida pero acabando con ella. Vivir un mano a mano con la muerte y decidir cuándo esa muerte debía ser la suya la hicieron inasible y misteriosa, tanto como son inasibles y misteriosas las profundidades de los abismos humanos que nunca terminaremos de comprender.
No se puede pensar la América sin ella. Su pasión y vida, su pasión y muerte todavía nos sacuden cuando nos hundimos en su obra. Le debemos ese fuego, esa gracia, esa belleza, esa rabia, esa ternura y, al mismo tiempo, nos debemos a no-
sotros mismos estar a la altura de su legado de amor que fue justamente esa clase de amor, amigos, que no se negocia.
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