Martes, 22 de febrero de 2011 | Hoy
LITERATURA › EL ESCRITOR MEXICANO ALVARO ENRIGUE HABLA DE SU NOVELA DECENCIA
El autor de Hipotermia emprende una suerte de cruzada “para triturar mitologías” sobre su país, al punto que se la agarra con el tequila. “Crecí durante los horrores del nacionalismo revolucionario y vivo agobiado por lo que no funciona”, afirma.
Por Mónica Maristain
Hace menos de tres años, el escritor mexicano Alvaro Enrigue fue elegido uno de los autores fundamentales a seguir en 2009. “El avance de su obra nos interroga. Ha sabido usar su experiencia personal o la de su familia para crear un escenario donde estamos todos involucrados”, dijo entonces el crítico Phillippe Ollé-Laprune, haciendo referencia a la salida de la celebrada Vidas perpendiculares, una de las novelas más leídas en México en 2008. Enrigue, nacido en 1969 y considerado por su colega Juan Villoro “una de las voces más originales de la narrativa”, abría entonces el paraguas y lamentaba todas las expectativas generadas: “De todos modos, decepcionaré a todo el mundo”. En 2011, la salida de Decencia, la nueva novela de Enrigue editada por Anagrama, vuelve a poner al escritor en el centro del debate y del interés literarios. Pocas veces se tiene la certeza de estar leyendo lo que en el futuro se constituirá en una obra clásica. Frente a Decencia, una profundidad inesperada, un uso audaz del lenguaje y un entramado estilístico riguroso y complejo devienen en la percepción clara de que se está frente a lo que podría considerarse la obra mayor de un escritor que ya ha dejado de ser promesa para convertirse, sin duda, en una de las voces más trascendentes de las letras mexicanas.
La historia no es simple: se juega a dos tiempos con circunstancias que tanto en el pasado como en el presente de la novela atañen a lo más profundo de un México singular y tragicómico. Se trata de una novela anti-épica, donde todos los registros icónicos quedan hechos polvo frente al humor sin concesiones de Enrigue. Dos revolucionarios de pacotilla que discuten por la valía de las canciones de Roberto Carlos, secuestran a un viejo burgués que fue ocasional testigo de un atentado a la Embajada de Estados Unidos. En paralelo, en un flash-back cautivador y exquisitamente narrado, la primera persona del anciano secuestrado evoca su niñez acontecida en pleno surgimiento de la Revolución. Tanto en el ayer como en el presente de la novela, los personajes transitan casi sin rumbo por un territorio que poco les pertenece y al que no logran decodificar ni comprender. Construye así Enrigue una parábola irrefutable del México contemporáneo, un universo extraño que se desintegra con pasión entre una violencia que termina siendo el único lenguaje de comunicación posible entre habitantes desconsolados de una tierra impropia y dolorosa.
El escritor aprieta el acelerador para meterse de lleno en una tradición que ya había sido la pincelada de su acuarela en libros anteriores como Hipotermia: la de una escritura que apunta a Jorge Luis Borges, a Roberto Bolaño (sobre todo el Bolaño desencantado y agudo de El gaucho insufrible), a Malcolm Lowry y a Carlos Fuentes, aunque la región de Enrigue nada tenga de transparente. Por cargarse a todo el México simbólico encima, Enrigue se mete hasta con el tequila, bebida nacional por antonomasia, crecida mediante la falsa virtud del piloncillo y edulcorada para disfrazar la idiosincrasia cimarrona que vive en el paisaje agreste y salvaje de un país que sufre y hace sufrir.
Como Ricardo Piglia en Blanco nocturno, sobre todo cuando el autor argentino dice aquello de que los gauchos no comían carne porque en realidad no tenían dientes, Enrigue pulveriza los mitos patrióticos y le quita todo el folklore a su país natal para hacerlo implacable y despojado como el más desnudo de todos los desiertos. “Digan lo que digan los doctos en cursilería que se han apoderado de este país que alguna vez se envaneció del furor de su gente, no hay nada menos memorable que una infancia provinciana. Todo elogio de la provincia termina siendo un comentario sardónico sobre el aburrimiento”, dispara, por ejemplo, Enrigue. Tenía razón cuando auguraba aquello de que iba a decepcionar a todos. Su escritura imaginativa y original devino en estilete hondo clavado en las entrañas de una nación deso-rientada. Su novela es el espejo partido de un lugar en el mundo que es el suyo y, mal que les pese, el de sus compatriotas.
–He escrito libros en estados de depresión más aguda, es sólo que la rabia y la indignación son más bien caseras en esta ocasión.
–Todo se ve menos atractivo desde adentro.
–México es un país en el que muchas cosas se han hecho mal, pero ha sido muy exitoso caracterizándose a sí mismo a partir de ciertas peculiaridades míticas, entre las que está la mentira sobre una relación íntima con la muerte o la que supone que tenemos una capacidad única para carcajearnos, de preferencia de lo que no deberíamos. Eso no nos hace más bravos, pero sí víctimas fáciles de la oportunidad narrativa.
–No, lo cual no ayuda. Es una postura con poco futuro comercial y está definitivamente opuesta al nazismo mágico que cosecha todos los premios, pero uno tiene que escribir lo que tiene que escribir. Me pidieron Decencia para un premio bastante gordo de otra editorial, la leyeron y me dijeron que mejor no, que vuelva cuando escribiera uno más europeo.
–No sé si una novela pueda ser borgeana, pero tendría que estar loco para decirle que no a lo que sea que me empariente con el apóstol de la escritura hispanoamericana. En cualquier caso, lo único que me importaba mientras trabajaba en ella era el peso específico del lenguaje, y eso lo aprendimos de él.
–Tranquilísimo: usted tiene que pensar que crecí durante los horrores del nacionalismo revolucionario y que, como cualquier persona de razón –de cualquier país–, vivo agobiado por lo que no funciona. Si hubiera escrito otro tipo de novela, habría podido decir: “Tanta democracia para que al final terminemos siendo priístas”, y nadie me hubiera podido decir que estoy equivocado.
–Siempre he puesto empeño en estirar las estructuras hasta el sitio en que se quebrarían si las jalara un centímetro más. Esta vez la luz quería estar puesta en el lenguaje. Cuántas cláusulas puedes meter en una frase sin que se extravíe el lector, hasta dónde llega el olor de un adjetivo, en qué momento deja de significar un tropo.
–Al contrario, es el pago de una deuda que me libera: ya escribí una novela que incluso parece una novela, ya puedo ir a lo que sigue.
–Sentados y con buena luz.
–Nada me produce más felicidad que dejar de ser una promesa, incluso si es para mal: la expectativa es para los jóvenes.
–Me importa mucho que ciertas historias no se pierdan. Mientras escribía Decencia, sentía que si no la terminaba, la marcha mítica de los Enrigue fuera de Autlán se iba a perder para siempre. Que seamos mexicanos es circunstancial. O más elegante: me importan, como a Pacheco, tres calles, dos bosques, unas fotos por las que daría la vida.
–Escribir novelas es una forma artera de participar del debate público: una descarga de caballería apache. No un artículo profesoral, sino un emprenderla a patadas contra lo que ya no soportas.
–Como un cuarentón: nada que demostrar.
–La verdad es que la gentileza formal de Decencia es pura provocación. Es otro gesto suicida, escrito pensando que ahora sí es el último. Pero siempre me las he arreglado para trabajar en el libro que sigue, así que mejor no digo nada.
Cuando a Enrigue se le apunta la cercanía de Decencia con Blanco nocturno, de Ricardo Piglia, en cuanto a la desmitificación del campo y sus tópicos, el escritor mexicano se desmarca con la frase: “Piglia es un autor muy argentino...”.
–Las novelas sirven, entre otras cosas, para triturar mitologías; pero por otra parte lo que cuenta Decencia sobre el tequila es cierto, o lo era en el período: el tío Juan –tío de mi padre– vivía de venderle piloncillo a las tequileras. Nunca jamás va a ver a un Enrigue bebiendo tequila añejo: es aguardiente con mascabado.
–Tarde o temprano, todos tomamos en préstamo ese hallazgo genial de Sarmiento. ¿Qué nos heredaron nuestros padres, qué les vamos a heredar a nuestros hijos? Civilización y barbarie.
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